3 A PRACTICAS DEL LENGUAJE TEXTOS

 

Prácticas del lenguaje

 

Cuadernillo de lectura

para 3º año

 

Prof.: Fabián Gil

 

 

Humor

 

El arca de Noé argentino


            Cuentan que aproximándose el año 2000, el Señor bajó a la Tierra y así le habló a Noé:
            -Noé, dentro de seis meses haré llover cuarenta días y cuarenta noches, hasta que toda la Argentina sea cubierta por las aguas y los pecadores sean destruidos. Sólo voy a salvar a ti, a tu familia y a una pareja de cada especie animal viviente en la Argentina. Te ordeno construir un arca y ocuparte de reunir a los animales para que en seis meses estén todos aquí, en este mismo lugar, listos para embarcar.
            -Pero, Señor... -intentó argumentar Noé Spadacqua, humilde carpintero de la zona del Delta.
            - Haz lo que te ordeno, Noé -bramó el Señor-. En este país, la perversión, la corrupción y la injusticia han alcanzado un grado intolerable. El ansia de poder y de riqueza han hecho olvidar mis enseñanzas. Han dejado de lado el amor al prójimo y el respeto a Dios. Les voy a dar un castigo ejemplar.
            - Haré lo que tu ordenas, Señor - dijo Noé, que era un hombre extraordinariamente recto, bueno y piadoso, como ya casi no se ven sobre la Tierra.
            Pasaron seis meses, el cielo oscureció y el diluvio comenzó. El Señor se asomó entre los negros nubarrones y pudo ver a Noé llorando amargamente en la puerta de su casa. Ningún arca estaba construida y sólo unos pocos animales vagaban alrededor de su humilde vivienda.
            -¿Dónde está el arca, Noé?, preguntó Dios, enfurecido.
            -Perdóname, Señor - suplicó el pobre hombre-, hice lo que pude pero encontré grandes dificultades: Para construir el arca tuve que gestionar un permiso, autorizar los planos y pagar impuestos altísimos. Después me exigieron que el arca tuviera un sistema de seguridad contra incendios, lo que sólo pude arreglar sobornando a un funcionario. Algunos vecinos se quejaron de que estaba trabajando en una zona residencial, y en eso perdí un tiempo precioso, pues en la Intendencia, para habilitarme, pretendían una contribución a la campaña de reelección de Intendente. Pero el principal problema lo tuve para conseguir la madera, pues en el Instituto Forestal Nacional no entendían que se trataba de una emergencia y me dijeron que solo había madera disponible para las embarcaciones incluidas en un decreto que no contempla la construcción de arcas. Luego apareció el Sindicato que, apoyado por el Ministerio de Trabajo, me exigía dar empleo a sus carpinteros afiliados. Mientras tanto comencé a buscar a los animales de cada especie y tropecé con el problema que, si no es para zoológico, el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca obliga a llenar formularios y pagar impuestos que se me hacían imposible de afrontar. Obras Públicas, por su parte, me exigió un plano de la zona a inundarse, y cuando les envié un mapa del país, me iniciaron un proceso por desacato. Por último, la DGR y la AFIP-DGI me hicieron un allanamiento, apoyados por Gendarmería, en busca de no sé qué, y me desbarataron lo poco que había logrado avanzar en la construcción del arca...
            Noé acabó su relato y el Señor nada respondió. Sin embargo, puso su brazo afectuosamente sobre el hombro de Noé y al cabo de pocos instantes la lluvia cesó, el cielo comenzó a despejarse, apareció un sol brillante y un bello arco iris se desplegó sobre el firmamento.
            -Señor, ¿significa esto que no vas a destruir a la Argentina?-preguntó Noé con los ojos esperanzados, aunque todavía llorosos.
            -No, Noé -respondió Dios-, no es necesario, hay quienes ya se están ocupando de hacerlo.

 

La computadora médica

 

            Un hombre se quejaba: -"Me duele mucho el hombro. Creo que debería ver a un doctor"-.
            Uno de sus amigos le dijo: - "¡No hagas eso! Hay una computadora en la farmacia que puede diagnosticar cualquier cosa, mucho más rápido y más barato que un doctor. Simplemente tienes que poner una muestra de tu orina y la computadora te va a diagnosticar tu problema, y te va a sugerir qué puedes hacer para solucionarlo. Además, sólo cuesta 5 pesos"-.
            El hombre pensó que no tenía nada que perder, entonces llenó un frasco con orina y fue a la farmacia. Encontró la computadora y puso la muestra de orina dentro de un embudo que había en la máquina. Luego depositó los 5 pesos en la ranura. La computadora comenzó a hacer ruidos, a encender y apagar varias luces, y luego de una pequeña pausa, por una ranura salió un papel que decía:
            *Ud. tiene hombro de tenista*, *Frote su brazo con agua caliente y sal*, *No haga esfuerzos físicos de magnitud*, *En dos semanas va a estar mucho mejor*
            Más tarde, mientras pensaba lo maravillosa que era esa tecnología y cómo cambiaría la ciencia médica para siempre, se le ocurrió si la computadora no podía ser engañada. Decidió probar si lo podía hacer.
            Mezcló agua de la llave, un poco de eses del perro, un poco de pis de la hija y su mujer. Para terminar, se masturbó y puso su semen en la extraña mezcla.
            Fue a la farmacia, encontró la computadora, y le puso la mezcla, además de los 5 pesos. Después de los sonidos y luces de rigor, la máquina imprimió el siguiente análisis:
            *Su agua es muy impura: -Cómprese un purificador*, *Su perro tiene parásitos: - Déle vitaminas*, *Su hija se droga: -Intérnela en un instituto de rehabilitación*, *Su esposa está embarazada -Y no es suyo- consiga un abogado*, *Y si no deja de masturbarse con esa mano, no se le va a curar nunca el hombro*.

 

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Como las piernas de Messi (Biyu)

 

            Jorgito termino de cambiarse. Se miro en el espejo y fantaseo haciendo el gol de la victoria, esquivando defensores en una jugada heroica, propinándole al esférico una exquisita caricia con el empeine de su diestro pie y la tribuna vociferando al unísono su nombre, Jorgitoooo... Jorgitooo". Dejo de hacer poses futbolísticas cuando apareció su esposa.

- Querida, me llamaron los muchachos. Se ve que tienen un partido difícil hoy.

Hacía cuatro meses no lo llamaban. Espero paciente. Se sabía ágil como una gacela y veloz como una saeta, gracias a que se sometió a una severa dieta por lo que bajo 2 de sus 108 kilos. Hoy lo convocaron porque el centro delantero estaba de vacaciones. Su esposa sabia, pero no quiso estropear sus sueños deportivos

- Era cuestión de tiempo para que te llamen gordi. Deben necesitar alguien que meta goles.

- Si, alguien con las piernas de Messi, cortitas y rápidas.

            Tenía puesto un par de botines verde flúor, medias azul eléctrico hasta las rodillas, shorcito naranja fosforescente y la camiseta número diez del Barcelona. En fin, contemplarlo lastimaba la vista. "Desapercibido no va a pasar, siempre le gusto el colorinche", discurrió su esposa. En la cocina se puso a precalentar y alongaba mirando el techo.

- Dentro de dos horitas vuelvo querida, después te cuento.

            Se acicaló el pelo como si protagonizara un comercial anticaspa, aspiro profundo y se alejó trotando.

            Cuando estaba a cuadra y media de la canchita los muchachos advirtieron una masa voluminosa y fluorescente que se aproximaba corriendo. "Ahí viene Jorgito, el loco ya viene trotando".

- Hola muchachos, ¿cómo andan? ¿Todo tranqui?

            Comenzó el partido y de entrada le dijeron: "Jorgito, los goles en aquel arco eh!!". Le costó meterse en el partido.       Recién a los cincuenta y cinco minutos tuvo su primera ocasión de gol, pero lanzo la patada muy temprano y le erro al balón. A los cinco minutos tuvo su segunda y última chance, pero tiro el puntapié muy tarde. El resto del cotejo corrió, marco, se quejó, se cansó.

            Perdieron 5 - 0. El equipo salió del match encorvado por la humillante derrota. Nadie pronunciaba palabra. Jorgito descargo una botellita de agua en su mollera mientras entonaba "we are the champions".

- ¡Los tuvimos en un arco eh! Se nos escapó por poco muchachos - dijo entusiasmado Jorgito. Todos avinieron en una mirada. ¡No lo iban a llamar más! Volvió en su casa con cara de prócer ilustre.

- Hola bichi. ¿Cómo te fue? - quiso enterarse su esposa.

Jorgito se sentó e inicio la crónica de sus hazañas deportivas. Que el arquero rival era de los mejores que había visto en su basta veteranía en las canchas. Que sus compañeros no estaban a la altura de semejante compromiso. Que el referí era muy permisivo y no protegía a los habilidosos.

- ¿Ganaron bichi?

- Me voy a bañar querida ¡tengo las piernas molidas!

            Camino al baño paso por el espejo. "Jorgito, sos como Messi, piernas cortitas y rápidas jeje".

            Su esposa saboreaba una infusión de mate en la cocina cuando escuchó un alarido. Corrió y se topó con Jorgito que clamaba en el suelo.

- Calambre calambre, gorda, ¡tengo calambre!

 

Cuentos policiales

 

El Crimen casi perfecto (Roberto Arlt)

 

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas. 

Lo más curioso de caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron. 

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos. 

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio esta cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber se la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes. 

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio. 

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabía dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba:¿ dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida? 

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones. 

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios. 

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor,; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario , pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis. 

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos. 

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial. 

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación que quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en el magín: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial,. pero convenía verificar la hipótesis. 

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada : la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna. 

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío. 

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo. que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije: 

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo? 

-Con hielo, señor. 

-¿Dónde compraba el hielo? 

- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. - Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- 

-Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento. 

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: 

-        El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada. 

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. 

Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el palto con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar. 

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche. 

A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Lo había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

 

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La loca y el relato del crimen


      I 
      Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento. 
      Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. "Poder humillarla una vez", pensó. "Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse". 
      En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. "Años que quiero levantar vuelo", pensó de pronto. "Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador". En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie. 
      -Che, vos -dijo. 
      La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida. 
      -¿Cómo te llamás? -dijo él. 
      -¿Quién? 
      -Vos. ¿O no me oís? 
      -Echevarne Angélica Inés -dijo ella, rígida-. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí. 
      -¿Y qué hacés acá? 
      -Nada -dijo ella-. ¿Me das plata? 
      -Ahá, ¿querés plata? 
      -La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica. 
      -Bueno -dijo él-. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos. 
      -¿Eh? 
      -¿Ves? Mirá -dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos-. Te arrodillás y te lo doy. 
      -Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana. 
      -¿Escuchaste? -dijo Almada-. ¿O estás borracha? 
      -La macarena, ay macarena, llena de tules -cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato. 
      -Ahí tenés. Yo soy Almada -dijo, y le alcanzó el billete-. Comprate perfume. 
      -La pecadora. Reina y madre -dijo ella-. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete. 
      Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada. 
      -La macarena, ay macarena -cantaba la loca-. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules -cantó la loca. 
      Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: "¿Para qué?", dijo. "¿Quedarme?", dijo él, un hombre pesado, envejecido. "¿Para qué?", le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca. 
      "Nos queda poco de juego, a ella y a mí", pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse. 
      Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío ándate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar. 
      Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo. 
       
      II 
      A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt. 
      El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto. 
      -Trata de ver si podés inventar algo que sirva -le dijo el viejo Luna-. Andate hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo. 
      En el Departamento de Policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves. 
      -Yo no he sido -dijo-. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba. 
      Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda. 
      -Seguro fue este -dijo Rinaldi cuando se lo llevaron-. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando. 
      -Me pareció que decía la verdad. 
      -Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla, Renzi encendió su grabador. 
      -Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercas tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia. 
      -Parece una parodia de Macbeth -susurró, erudito, Rinaldi-. Se acuerda, ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa. 
      -Por un idiota, no por un loco -rectificó Renzi-. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada? 
      La mujer seguía hablando de cara a la luz. 
      -Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer. 
      -Vuelve a empezar -dijo Rinaldi. 
      -Tal vez está tratando de hacerse entender. 
      -¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está -dijo mientras se levantaba de la butaca-. ¿Viene? 
      -No. Me quedo. 
      -Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron? 
      -Por eso -dijo Renzi controlando la cinta del grabador-. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo. 
      Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números. 
      -Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada. 
      -¿Qué me contás? -dijo Luna, sarcástico-. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés. 
      -No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico. 
      -Decime, pibe -dijo Luna lentamente-. ¿Me estás cargando? 
      -Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? -dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna-. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? -remató Renzi, triunfal-. El asesino es el gordo Almada. 
      El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel. 
      -¿Ve? -insistió Renzi-. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio. 
      -Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad? 
      -No me joda. 
      -No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis? 
      -¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario. 
      El viejo Luna sonrió como si le doliera algo. 
      -Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística? 
      -Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente? 
      -Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas. 
      -Escuche, señor Luna -lo cortó Renzi-. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana. 
      -Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María. 
      -Está bien -dijo Renzi juntando los papeles-. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez. 
      -Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? -en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto-. Mira, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario. 
      Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajo la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara: 
      Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo -empezó a escribir Renzi-, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.

 

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Estrella de plata (Sir A. C. Doyle)

 

Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir -me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunándonos juntos.

-¡Ir! ¿Adónde?

-A Dartmoor..., a King’s Pyland.

No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.

Por eso, su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.

-Me seria muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo -le dije.

-Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.

Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca.

-Llevamos buena marcha -dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj-. En este momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.

-No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla-le contesté.

-Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del otro, y el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del asesinato de John Straker y de la desaparición de Silver Blaze?

-He leído lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.

-Es éste uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en tamizar los hechos conocidos en busca de detalles, más bien que en descubrir hechos nuevos. Ha sido ésta una tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia, personal para muchísima gente, que nos vemos sufriendo de plétora de inferencias, conjeturas e hipótesis. Lo difícil aquí es desprender el esqueleto de los hechos..., de los hechos absolutos e indiscutibles..., de todo lo que no son sino arrequives de teorizantes y de reporteros. Acto continuo, bien afirmados sobre esta sólida base, nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los puntos especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que está investigando el caso. En ambos se pedía mi colaboración.

-¡Martes por la tarde! -exclamé yo-. Y estamos a jueves por la mañana... ¿Por qué no fue usted ayer?

-Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes sólo me conocen por las memorias que usted ha escrito. La verdad es que me pareció imposible que el caballo más conocido de Inglaterra pudiera permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, al amanecer otro día y encontrarme con que nada se había hecho, fuera de la detención del joven Fitzroy Sirnpson, comprendí que era hora de que yo entrase en actividad. Pero tengo la sensación de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.

-¿Tiene usted, según eso, formada ya su teoría?

-Tengo por lo menos dentro del puño los hechos esenciales de este asunto. Voy a enumerárselos. No hay nada que aclare tanto un caso como el exponérselo a otra persona, y si he de contar con la cooperación de usted, debo por fuerza señalarle qué posición nor sirve de punto de partida

Me arrellané sobre los cojines del asiento, dando chupadas a mi cigarro, mientras que Holmes, con el busto adelantado y marcando con su largo y delgado dedo índice sobre la planta de la mano los puntos que me detallaba, me esbozó los hechos que habían motivado nuestro viaje.

-Silver Blaze -me dijo- lleva sangre de Isonomv, y su historial en las pistas es tan lucido como el de su famoso antepasado. Está en sus cinco años de edad, y ha ido ganando sucesivamente todos los premios de carreras para su afortunado propietario, el coronel Ross. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito de la Copa Wessex, estando las apuestas a tres contra uno a favor suyo. Es preciso tener en cuenta que este caballo fue siempre el archifavorito de los aficionados a las carreras, sin que nunca los haya defraudado; por eso se han apostado siempre sumas enormes a su favor, aun dando primas. De ello se deduce que muchísima gente estaba interesadísima en evitar que Silver Blaze se halle presente el martes próximo cuando se dé la señal de partida.

Como es de suponer, en King’s Pyland, lugar donde se hallan situadas las cuadras de entrenamiento del coronel, se tenía en cuenta ese hecho. Tomáronse toda clase de precauciones para guardar al favorito. John Straker, el entrenador, era un jokey retirado, que había corrido con los colores del coronel Ross antes que el excesivo peso le impidiese subir a la báscula. Cinco años sirvió al coronel como jokey, y siete de entrenador, mostrándose siempre un servidor leal y celoso. Tenía a sus órdenes tres hombres, porque se trata de unas cuadras pequeñas, en las que sólo se cuidaban en total cuatro caballos. Todas las noches montaba guardia en la cuadra uno de los hombres, mientras los otros dos dormían en el altillo. De los tres hay los mejores informes. John Straker, que era casado, vivía en un pequeño chalé situado a unas doscientas yardas de las cuadras. No tenía hijos, tenía un buen pasar y una criada. Las tierras circundantes no están habitadas; pero a cosa de media milla hacia el Norte se alza un pequeño grupo de chalés que han sido edificados por un contratista de Tavistok para cuantos, enfermos no, deseen disfrutar de los aires puros de Dartmoor. El pueblo mismo de Tavistok se halla situado a unas dos millas al Oeste; también a cosa de dos millas, pero cruzando los marjales, está la finca de entrenamiento de caballos de Capleton, propiedad de lord Backwater, regentada por Silas Brown. En todas las demás direcciones la región de marjales está completamente deshabitada, y sólo la frecuentan algunos gitanos trashumantes. Ahí tiene cuál era la situación el pasado lunes al ocurrir la catástrofe. Esa tarde, después de someterse a los caballos a ejercicio y de abrevarlos, como de costumbre, se cerraron las cuadras con llave, a las nueve. Dos de los peones se dirigieron entonces a la casa del entrenador, y allí cenaron en la cocina, mientras que el tercero, llamado Ned Hunter, se quedaba de guardia. Pocos minutos después de las nueve, la criada, Edith Baxter, le llevó a la cuadra su cena, que consistía en un plato de cordero con salsa fuerte. No le llevó líquido alguno para beber, porque en los establos había agua corriente y le estaba prohibido al hombre de guardia tomar ninguna otra bebida. La muchacha se alumbró con una linterna, porque la noche era muy oscura y tenía que cruzar por campo abierto.

Ya estaba Edith Baxter a menos de treinta yardas de las cuadras, cuando surgió de entre la oscuridad un hombre, que le dijo que se detuviese. Cuando el tal quedó enfocado por el círculo de luz amarilla de la linterna, vio la muchacha que se trataba de una persona de aspecto distinguido, y que vestía terno de mezclilla gris con gorra de paño. Llevaba polainas y un pesado bastón con empuñadura de bola Pero lo que impresionó muchísimo a Edith Baxter fue la extraordinaria palidez de su cara y lo nervioso de sus maneras. Su edad andaría por encima de los treinta, más bien que por debajo.

-¿Puede usted decirme dónde me encuentro? -preguntó él-. Estaba ya casi resuelto a dormir en el páramo, cuando distinguí la luz de su linterna.

-Se encuentra usted próximo a las cuadras de entrenamiento de King’s Pyland -le contestó ella.

-¿De veras? ¡Qué suerte la mía! -exclamó---. Me han informado de que en ellas duerme solo todas las noches uno de los mozos. ¿Es que acaso le lleva usted la cena? Dígame: ¿será usted tan orgullosa que desdeñe el ganarse lo que vale un vestido nuevo? --sacó del bolsillo del chakto un papel blanco, doblado, y agregó-: Haga usted que ese mozo reciba esto esta noche, y le regalaré el vestido más bonito que se puede comprar con dinero.

La mujer se asustó viendo la ansiedad que mostraba en sus maneras, y se alejó a toda prisa, dejándolo atrás, hasta la ventana por la que tenía la costumbre de entregar las comidas. Estaba ya abierta, y Hunter se hallaba sentado a la mesa pequeña que había dentro. Empezó a contarle lo que le había ocurrido, y en ese instante se presentó otra vez el desconocido.

-Buenas noches -dijo éste, asomándose a la ventana-. Deseo hablar con usted unas palabras.

La muchacha ha jurado que, mientras el hombre hablaba, vio que de su mano cerrada salía una esquina del paquetito de papel.

-¿A qué viene usted aquí? -le preguntó el mozo.

-A un negocio que le puede llenar con algo el bolsillo -le contestó el otro-. Usted tiene dos caballos que figuran en la Copa Wessex... Silver Blaze y Bayard. Déme datos exactos acerca de ellos, y nada perderá con hacerlo. ¿Es cierto que, a igualdad de peso, Bayard podría darle al otro cien yardas de ventaja en las mil doscientas, y que la gente de estas cuadras ha apostado su dinero a su favor?

-De modo que es usted uno de esos condenados individuos que venden informes para las carreras -exclamó el mozo de cuadra-. Le voy a enseñar de qué manera les servimos en King’s Pyland -se puso en pie y echo a correr hacia donde estaba el perro, para soltarlo.

La muchacha escapó a la casa; pero durante su carrera se volvió para mirar, y vio que el desconocido estaba apoyado en la ventana. Sin embargo, un instante después, cuando Hunter salió corriendo con el perro sabueso, el desconocido ya no estaba allí, y aunque el mozo de cuadra corrió alrededor de los edificios, no logró descubrir rastro alguno del mismo.

-¡Un momento! -dije yo-. ¿No dejaría el mozo de cuadra sin cerrar la puerta cuando salió corriendo con el perro?

-¡Muy bien preguntado, Watson, muy bien preguntado! -murmuró mi compañero-. Ese detalle me pareció de una importancia tal, que ayer envié un telegrama a Dartmoor con el exclusivo objeto de ponerlo en claro. El mozo cerró con llave la puerta antes de alejarse. Puedo agregar que la ventana no tiene anchura suficiente para que pase por ella un hombre.

Hunter esperó a que volviesen los otros mozos de cuadra, y entonces envió un mensaje al entrenador, enterándole de lo ocurrido. Straker se sobresaltó al escuchar el relato, aunque, por lo visto, no se dio cuenta exacta de su verdadero alcance. Sin embargo, quedó vagamente impresionado, y cuando la señora Straker se despertó, a la una de la madrugada, vio que su marido se estaba vistiendo. Contestando a las preguntas de la mujer, le dijo que no podía dormir, porque se sentía intranquilo acerca de los caballos, y que tenía el propósito de ir hasta las cuadras para ver si todo seguía bien. Ella le suplicó que no saliese de casa, porque estaba oyendo el tamborileo de la lluvia en las ventanas; pero no obstante las súplicas de la mujer, el marido se echó encima su amplio impermeable y abandonó la casa.

La señora Straker despertose a las siete de la mañana, y se encontró con que aún no había vuelto su marido. Se vistió a toda prisa, llamó a la criada y marchó a los establos. La puerta de éstos se hallaba abierta: en el interior, todo hecho un ovillo, se hallaba Hunter en su sillón, sumido en un estado de absoluto atontamiento. El establo del caballo favorito se hallaba vacío, y no había rastro alguno del entrenador.

Los dos mozos de cuadra que dormían en el altillo de la paja, encima del cuarto de los atalajes, se levantaron rápidamente. Nada habían oído durante la noche, porque ambos tienen el sueño profundo. Era evidente que Hunter sufría los efectos de algún estupefaciente enérgico. Y como no se logró que razonase, le dejaron dormir hasta que la droga perdiese fuerza, mientras los dos mozos y las dos mujeres salían corriendo a la busca de los que faltaban. Aún les quedaban esperanzas de que, por una razón o por otra, el entrenador hubiese sacado al caballo para un entrenamiento de primera hora. Pero al subir a una pequeña colina próxima a la casa, desde la que se abarcaba con la vista los páramos próximos, no solamente no distinguieron por parte alguna al caballo favorito, sino que vieron algo que fue para ellos como una advertencia de que se hallaban en presencia de una tragedia.

A cosa de un cuarto de milla de las cuadras, el impermeable de Job Straker aleteaba encima de una mata de aliagas. Al otro lado de las aliagas, el páramo formaba una depresión a modo de cuenco, y en el fondo de ella fue encontrado el cadáver del desdichado entrenador. Tenía la cabeza destrozada por un golpe salvaje dado con algún instrumento pesado, presentando además una herida en el muslo, herida cuyo corte largo y limpio, había sido evidentemente infligida con algún instrumento muy cortante. Sin embargo, veíase con claridad que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, porque tenía en su mano derecha un cuchillo manchado de sangre hasta la empuñadura, mientras que su mano izquierda aferraba una corbata de seda roja y negra, que la doncella de la casa reconoció como la que llevaba la noche anterior el desconocido que había visitado los establos.

Al volver en sí de su atontamiento. Hunter se expresó también de manera terminante en cuanto a quién era el propietario de la corbata. Con la misma certidumbre aseguró que había sido el mismo desconocido quien, mientras se apoyaba en la ventana, había echado alguna droga en su plato de cordero en salsa fuerte, privando de ese modo a las cuadras de su guardián.

Por lo que se refiere al caballo desaparecido, veíanse en el barro del fondo del cuenco fatal pruebas abundantes de que el animal estaba allí cuando tuvo lugar la pelea. Pero desde aquella mañana no se ha visto al caballo; y aunque se ha ofrecido una gran recompensa, y todos los gitanos de Dartmoor andan buscándolo, nada se ha sabido del mismo. Por último, el análisis de los restos de la cena del mozo de cuadras ha demostrado que contenían una cantidad notable de opio en polvo, dándose el caso de que los demás habitantes de la casa que comieron ese guiso aquella misma noche, no experimentaron ninguna mala consecuencia.

Esos son los hechos principales del caso, una vez despojados de toda clase de suposiciones y expuestos de la peor manera posible. Voy a recapitular ahora las actuaciones de la Policía en el asunto.

El inspector Gregory, a quien ha sido encomendado el caso, es un funcionario extremadamente competente. Si estuviera dotado de imaginación, llegaría a grandes alturas en su profesión. Llegado al lugar del suceso, identificó pronto, y detuvo, al hombre sobre quien recaían, naturalmente, las sospechas. Poca dificultad hubo en dar con él, porque era muy conocido en aquellos alrededores. Se llama, según parece, Fitzroy Simpson. Era hombre de excelente familia y muy bien educado, había dilapidado una fortuna en las carreras, y vivía ahora realizando un negocio callado y elegante de apuestas en los clubs deportivos de Londres. El examen de su cuaderno de apuestas demuestra que él las había aceptado hasta la suma de cinco mil libras en contra del caballo favorito.

Al ser detenido, hizo espontáneamente la declaración de que había venido a Dartrnoor con la esperanza de conseguir algunos informes acerca de los caballos de la cuadra de King’s Pyland, y también acerca de Deshoroiigh, segundo favorito, que está al cuidado de Silas Brown, en las cuadras de Capleton. No intentó negar que había actuado la noche anterior en la forma que se ha descrito, pero afirmó que no llevaba ningún propósito siniestro, y que su único deseo era obtener datos de primera mano. Al mostrársele la corbata se puso muy pálido, y no pudo, en manera alguna, explicar cómo era posible que estuviese en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas demostraban que la noche anterior había estado a la intemperie durante la tormenta, y su bastón, que es de los que llaman abogado de Penang, relleno de plomo, era arma que bien podía, descargando con el mismo repetidos golpes, haber causado las heridas terribles a que había sucumbido el entrenador.

Por otro lado, no mostraba el detenido en todo su cuerpo herida alguna, siendo así que el estado del cuchillo de Straker podía indicar que uno por lo menos de sus atacantes debía de llevar encima la señal del arma. Ahí tiene usted el caso, expuesto concisamente, Watson, y le quedaré sumamente agradecido si usted puede proporcionarme alguna luz.

Yo había escuchado la exposición que Holmes me había hecho con la claridad que es en él característica. Aunque muchos de los hechos me eran familiares, yo no había apreciado lo bastante su influencia relativa ni su mutua conexión.

-¿Y no será posible -le dije- que el tajo que tiene Straker se lo haya producido con su propio cuchillo en los forcejeos convulsivos que suelen seguirse a las heridas en el cerebro?

-Es más que posible; es probable -dijo Holmes-. En tal caso, desaparece uno de los puntos principales que favorecen al acusado.

-Pero, aun con todo eso, no llego a comprender cuál puede ser la teoría que sostiene la Policía.

-Mucho me temo que cualquier hipótesis que hagamos se encuentre expuesta a objeciones graves -me contestó mi compañero-. Lo que la Policía supone, según yo me imagino, es que Fitzroy Simpson, después de suministrar la droga al mozo de cuadras, y de haber conseguido de un modo u otro una llave duplicada, abrió la puerta del establo y sacó fuera al caballo con intención, en apariencia, de mantenerlo secuestrado. Falta la brida del animal, de modo que Simpson debió de ponérsela. Hecho esto, y dejando abierta la puerta, se alejaba con el caballo por la paramera, cuando se tropezó o fue alcanzado por el entrenador. Se trabaron, como es natural, en pelea, y Simpson le saltó la tapa de los sesos con su bastón, sin recibir la menor herida producida por el cuchillito que Straker empleó en propia defensa; y luego, o bien el ladrón condujo el animal a algún escondite que tenía preparado, o bien aquel se escapó durante la pelea, y anda ahora vagando por los páramos. Así es como ve el caso la Policía, y por improbable que ésta parezca, lo son aún más todas las demás explicaciones. Sin embargo, yo pondré a prueba su veracidad así que me encuentre en el lugar de la acción. Hasta entonces, no veo que podamos adelantar mucho más de la posición en que estamos.

Iba ya vencida la tarde cuando llegamos a la pequeña población de Tavistock, situada, como la protuberancia de un escudo, en el centro de la amplia circunferencia de Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación: era el uno hombre alto y rubio, de pelo y barba leonados y de ojos de un azul claro, de una rara viveza; el otro, un hombre pequeño y despierto, muy pulcro y activo, de levita y botines, patillitas bien cuidadas y monóculo. Este último era el coronel Ross, sportrnau muy conocido, y el otro, el inspector Gregorv, apellido que estaba haciéndose rápidamente famoso en la organización detectivesca inglesa.

-Me encanta que haya venido usted, señor Holmes -dijo el coronel-. El inspector aquí presente ha hecho todo lo imaginable; pero yo no quiero dejar piedra sin mover en el intento de vengar al pobre Straker y de recuperar mi caballo.

-¿No ha surgido ninguna circunstancia nueva? -preguntó Holmes.

-Siento tener que decirle que es muy poco lo que hemos adelantado -dijo el inspector-. Tenemos ahí fuera un coche descubierto, y como usted querrá, sin duda, examinar el terreno antes que oscurezca, podemos hablar mientras vamos hacia allí.

Un minuto después nos hallábamos todos sentados en un cómodo landó y rodábamos por la curiosa y vieja población del Devonshire. El inspector Gregory estaba pletórico de datos, y fue soltando un chorro de observaciones, que Holmes interrumpía de cuando en cuando con una pregunta o con una exclamación. El coronel Ross iba recostado en su asiento, con el sombrero echado hacia adelante, y yo escuchaba con interés el diálogo de los dos detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con la que Holmes había predicho en el tren.

-La red se va cerrando fuertemente en torno a Fitzroy Simpson -dijo a modo de comentario-, y yo creo que él es nuestro hombre. No dejo por eso de reconocer que se trata de pruebas puramente circunstanciales, y que puede surgir cualquier nuevo descubrimiento que eche todo por tierra.

-¿Y qué me dice del cuchillo, de Straker?

-Hemos llegado a la conclusión de que se hirió él mismo al caer.

-Eso me sugirió mi amigo, el doctor Watson, cuando veníamos. De ser así, influiría en contra de Simpson.

-Sin duda alguna. A él no se le ha encontrado ni cuchillo ni herida alguna. Las pruebas de su culpabilidad son, sin duda, muy fuertes: tenía gran interés en la desaparición del favorito; recae sobre él la sospecha de haber narcotizado al mozo de cuadra; no hay duda de que anduvo a la intemperie durante la tormenta; iba armado de un pesado bastón, y se encontró su corbata en las manos del muerto. La verdad es que creo que poseemos material suficiente para presentarnos ante el Jurado.

Holmes movió negativamente la cabeza, y dijo:

-Un defensor hábil lo haría todo pedazos. ¿Para qué iba a sacar al caballo del establo? Si pretendía algún daño, ¿por qué no lo iba a hacer allí mismo? ¿Se le ha encontrado una llave duplicada? ¿Qué farmacéutico le vendió el opio en polvo? Sobre todo, ¿en qué sitio pudo esconder un caballo como éste, él, forastero en esta región? ¿Qué explicación ha dado acerca del papel que deseaba que la doncella hiciese llegar al mozo de cuadra?

-Asegura que se trataba de un billete de diez libras. Se le encontró en el billetero uno de esa suma. Pero las demás objeciones que usted hace no son tan formidables como parecen. Ese hombre no es ajeno a la región. Se ha hospedado por dos veces en Tavistock durante el verano. El opio se lo trajo probablemente de Londres. La llave, una vez que le sirvió para sus propósitos, la tiraría lejos. Quizá se encuentre el caballo en el fondo de alguno de los antiguos pozos de mina que hay en el páramo.

-¿Y qué me dice a propósito de la corbata?

-Confiesa que es suya, y afirma que la perdió. Pero ha surgido en el caso un factor nuevo, que quizá explique el que sacara al caballo del establo.

Holmes aguzó los oídos.

-Hemos encontrado huellas que demuestran que la noche del lunes acampó una cuadrilla de gitanos a una milla del sitio en donde tuvo lugar el asesinato. Los gitanos habían desaparecido el martes. Ahora bien: partiendo del supuesto de que entre los gitanos y Simpson existía alguna clase de concierto, ¿no podría ser que cuando fue alcanzado llevase el caballo a los gitanos, y no podría ser que lo tuviesen éstos?

-Desde luego que cabe en lo posible.

-Se está explorando el páramo en busca de estos gitanos. He hecho revisar también todas las cuadras y edificios aislados en Tavistock, en un radio de diez millas.

-Tengo entendido que muy cerca de allí hay otras cuadras de entrenamiento.

-Sí, y es ése un factor que no debemos menospreciar en modo alguno. Como su caballo Desborough es el segundo en las apuestas, tenían interés en la desaparición del favorito. Se sabe que Silas Brown, el entrenador, lleva apostadas importantes cantidades en la prueba, y no era, ni mucho menos, amigo del pobre Straker. Sin embargo, hemos registrado las cuadras, sin encontrar nada que pueda relacionarlo con los sucesos.

-¿Tampoco se ha descubierto nada que relacione a este Simpson con los intereses de las cuadras de Capleton?

-Absolutamente nada.

Holmes se recostó en el respaldo, y la conversación cesó. Unos minutos después nuestro cochero hizo alto junto a un lindo chalé de ladrillo rojo, de aleros salientes, que se alzaba junto a la carretera. A cierta distancia, después de cruzar un prado, vejase un largo edificio anexo de tejas grises. En todas las demás direcciones el páramo, de suaves ondulaciones y bronceado por los helechos en trance de mustiarse, dilatábase hasta la línea del horizonte, sin más interrupción que los campanarios de Tavistock y un racimo de casas, allá hacia el Oeste, que señalaba la situación de las cuadras de Capleton. Saltamos todos fuera del coche, a excepción de Holmes, que siguió recostado, con la mirada fija en el cielo que tenía delante, completamente absorto en sus pensamientos. Sólo cuando yo le toqué en el brazo dio un violento respingo y se apeó.

-Perdone -dijo, volviéndose hacia el coronel Ross, que se había quedado mirándole, algo sorprendido-. Estaba soñando despierto-había en sus ojos cierto brillo y en sus maneras una contenida excitación que me convencieron, acostumbrado como estaba yo a sus actitudes, de que se había puesto sobre alguna pista, aunque no podía imaginar si la habría alcanzado.

-Quizá prefiera usted, señor Holmes, seguir directamente hasta la escena del crimen -dijo Gregory.

-Opto por quedarme unos momentos más aquí mismo y abordar una o dos cuestiones de detalle. Supongo que traerían aquí a Straker, ¿verdad?

-Sí, su cadáver está en el piso de arriba. Mañana tendrá lugar la investigación judicial.

-Llevaba algunos años a su servicio, ¿no es cierto, coronel Ross?

-Siempre vi en él a un excelente servidor.

-Dígame, inspector, harían ustedes, me imagino, un inventarío de todo cuanto tenía en los bolsillos al morir, ¿verdad?

-Si desea usted ver lo que se le encontró, tengo los objetos en el cuarto de estar.

-Me gustaría mucho.

Entramos en fila en la habitación delantera, y tomamos asiento en torno a una mesa central, redonda, mientras el inspector abría con llave un cofre cuadrado de metal y colocaba delante de nosotros un montoncito de objetos. Había una caja de cerillas vestas, un cabo de dos pulgadas de vela de sebo, una pipa A. D. P. de raíz de eglantina, una tabaquera de piel de foca que contenía media onza de Cavendish en hebra larga, un reloj de plata con cadena de oro, un lapicero de aluminio, algunos papeles y un cuchillo de mango de marfil y hoja finísirna, recta, con la marca «Weiss and Co. Londres».

-Este es un cuchillo muy especial -dijo Holmes, cogiéndolo y examinándolo minuciosamente-. Como advierto en él manchas de sangre, supongo que se trata del que se encontró en la mano del difunto. Watson, con seguridad que este cuchillo es de los de su profesión.

-Es de la clase que llamamos para cataratas -le contesté.

-Eso me pareció. Una hoja muy fina destinada a un trabajo muy delicado. Artefacto raro para ser llevado por un hombre que había salido a una expedición peligrosa, especialmente porque no podía meterlo cerrado en el bolsillo.

-La punta estaba defendida por un disco de corcho, que fue hallado junto al cadáver -dijo el inspector-. La viuda nos dijo que el cuchillo llevaba ya varios días encima de la mesa de tocador y que lo cogió al salir de la habitación. Como arma, valía poca cosa; pero fue quizá lo mejor de que pudo echar mano en ese momento.

-Es muy posible. ¿Y qué papeles son ésos?

-Tres de ellos son cuentas de vendedores de heno, con su recibí. Otro es una carta con instrucciones del coronel Ross. Y éste otro es una factura de un modista por valor de treinta y siete libras y quince chelines, extendida por madame "Lesurier" de Bond Street, a nombre de Wiliam Darbyshire. La señora Straker nos ha informado de que el tal Darbyshire era un amigo de su marido, y que a veces le dirigían aquí las cartas.

-Esta madame Darbyshire era mujer de gustos algo caros -comentó Holmes, mirando de arriba abajo la cuenta-. Veintidós guineas es un precio bastante elevado para un solo vestido ¡Ea!, por lo visto, ya no hay nada más que ver aquí, y podemos marchar hasta el lugar del crimen.

Cuando salíamos del cuarto de estar, se adelantó una mujer que había estado esperando en el pasillo, y puso su mano sobre la manga del inspector. Tenía el rostro macilento, delgado, ojeroso, con el sello de un espanto reciente.

-¿Les han echado ustedes ya mano? ¿Los han descubierto ustedes? -exclamó jadeante.

-No, señora Straker; pero el señor Holmes, aquí presente, ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos todo cuanto esté a nuestro alcance.

Holmes le dijo:

-Señora Straker, estoy seguro de haber sido presentado a usted hará algún tiempo en Plymouth, durante una garden party.

-No, señor. Está usted equivocado.

-iVálgame Dios! Pues yo lo habría jurado. Llevaba usted un vestido de seda color tórtola, con guarniciones de pluma de avestruz.

-En mi vida he usado un vestido así -contestó la señora.

-Entonces ya no cabe duda -dijo Holmes.

Se disculpó y salió de la casa del inspector. Un. corto paseo a través del páramo nos llevó a la hondonada en que fue hallado el cadáver. Las aliagas de las que había sido colgado el impermeable se hallaban al borde mismo del hoyo.

-Tengo entendido que esa noche no hacía viento -dijo Holmes.

-En absoluto; pero llovía fuerte.

-En ese caso, el impermeable no fue arrastrado por el viento, sino colocado ahí deliberadamente.

-Sí; estaba extendido sobre las aliagas.

-Eso me interesa vivamente. Veo que el suelo está lleno de huellas. Sin duda que habrán pasado por aquí muchos pies desde la noche del lunes.

-Colocamos aquí al lado un trozo de estera, y ninguno de nosotros pisó fuera de ella.

-Magnífico.

-Traigo en este maletín una de las botas que calzaba ‘Straker, uno de los zapatos de Fitzroy Simpson y una herradura vieja de Silver Blaze.

-¡Mi querido inspector, usted se está superando a sí mismo! Holmes echó mano del maletín, bajó a la hondonada y colocó la estera más hacia el centro. Después, tumbado boca abajo, y apoyando la barbilla en las manos, escudriñó minuciosamente el barro pataleado que tenía delante.

-¡Hola! -dijo de pronto-. ¿Qué es esto?

Era una cerilla vesta, medio quemada y tan embarrada que a primera vista parecía una astillita de madera.

-No me explico cómo se me pasó por alto -dijo el inspector, con expresión de fastidio.

-Era invisible, porque estaba sepultada en el barro. Si yo la he descubierto, ha sido porque la andaba buscando.

-¡Cómo! ¿Que esperaba usted encontrarla?

-Creí que no era improbable.

Holmes sacó del maletín la bota y el zapato comparó las impresiones de ambos con las huellas que había en el barro. Trepó acto continuo al borde de la hondonada y anduvo a gatas por entre los helechos y los matorrales.

-Sospecho que no hay más huellas -dijo el inspector-. Yo he examinado muy minuciosamente el suelo en cien yardas a la redonda.

-¡De veras! -dijo Holmes, levantándose-. No habría cometido yo la impertinencia de volver a examinarlo, si usted me lo hubiese dicho. Pero, antes de que oscurezca, quiero darme un paseíto por los páramos, a fin de poder orientarme mañana, y me voy a meter esta herradura en el bolsillo, a ver si me da buena suerte.

El coronel Ross, que había dado algunas muestras de impaciencia ante el método tranquilo y sistemático de trabajar que tenía mi compañero, miró su reloj.

-Inspector, yo desearía que regresase usted conmigo -dijo-. Quisiera consultarle acerca de varios detalles, y especialmente sobre si no deberíamos borrar a nuestro caballo de la lista de inscripciones para la copa, mirando por las conveniencias del público.

-No haga semejante cosa -exclamó Holmes con resolución-. Yo, en su caso, dejaría el nombre en la lista.

El coronel se inclinó, y dijo:

-Me alegro muchísimo de que me haya dado su opinión. Cuando haya terminado su labor, nos encontrará en la casa del pobre Straker, y podremos ir juntos en coche a Tavistock.

Regresó con el inspector, mientras Holmes y yo avanzábamos despacio por el páramo. El sol empezaba a hundirse detrás de los edificios de las cuadras de Capleton, y la dilatada llanura que se extendía ante nosotros estaba como teñida de oro, que se ensombrecía, convirtiéndose en un vivo y rojizo color marrón, en los sitios donde los helechos y los zarzales captaban la luminosidad del atardecer.

-Por este lado, Watson -dijo, por fin, Holmes-. Dejemos de lado por el momento la cuestión de quién mató a Straker, y ciñámonos a descubrir el paradero del caballo. Pues bien; suponiendo que se escapó durante la tragedia o después de ésta, ¿hacia dónde pudo ir? Los caballos son animales de índole muy gregaria. Abandonado este nuestro a sus instintos, o bien regresaría a King’s Pyland o se dirigiría a Capleton. ¿Qué razón puede haber parra que lleve una vida selvática por los páramos? De haberlo hecho, con seguridad que alguien lo habría visto a estas horas. ¿Y qué razón hay también para que lo secuestren los gitanos? Esta gente se larga siempre de los lugares donde ha habido algún asunto feo, porque no quieren que la Policía les caiga encima con toda clase de molestias. Ni por asomos podían pensar en vender un caballo como éste. Correrían, pues, un grave peligro y no ganarían nada llevándoselo. Eso es evidente.

-¿Dónde está, pues, el caballo?

-He dicho ya que con seguridad marchó a King’s Pyland o a Capleton. Al no estar en King’s Pyland, tiene que estar en Capleton. Tomemos esto como hipótesis de trabajo, y veamos adónde nos lleva En esta parte del páramo, según hizo notar el inspector, el suelo es muy duro y seco; pero forma pendiente en dirección a Capleton, y desde aquí mismo se distingue que hay, allá lejos, una hondonada alargada, que quizá estaba muy húmeda la noche del lunes. Si nuestra hipótesis es correcta, el caballo tuvo que cruzar esa hondonada, y es en ésta donde debemos buscar sus huellas.

Mientras hablábamos, habíamos ido caminando a buen paso, y sólo invertimos algunos minutos en llegar a la hondonada en cuestión. Yo, a petición de Holmes, tiré hacia la derecha, siguiendo citalud, y él tiró hacia la izquierda; no habría andado yo cincuenta pasos cuando le oí lanzar un grito, y vi que me llamaba con la mano. Las huellas del caballo se dibujaban con claridad en la tierra blanduzca que él tenía delante, y la herradura que sacó del bolsillo ajustaba exactamente en ellas.

-Vea usted qué valor tiene la imaginación -me dijo Holmes-. Es la única cualidad que le falta a Gregory. Nosotros nos imaginamos lo que pudo haber ocurrido, hemos actuado siguiendo esa suposición, y resultó que estábamos en lo cierto. Sigamos adelante.

Cruzamos el fondo pantanoso y entramos en un espacio de un cuarto de milla de césped seco y duro. Otra vez el terreno descendió en declive, y otra vez tropezamos con las huellas. Perdimos éstas por espacio de media milla, pero fue para volver a encontrarlas muy cerca ya de Capleton. El primero en verlas fue Holmes, y se detuvo para señalármelas con expresión de triunfo en el rostro. Paralelas a las huellas del caballo, veíanse las de un hombre.

-Hasta aquí el caballo venía solo -exclamó.

-Así es. El caballo venía solo hasta aquí. ¡Hola! ¿Qué es esto?

Las dobles huellas cambiaron de pronto de dirección, tomando la de King’s Pyland. Holmes dejó escapar un silbido, y los dos fuimos siguiéndolas. Los ojos de Holmes no se apartaban de las pisadas, pero yo levanté la vista para mirar a un lado, y vi con sorpresa esas mismas dobles huellas que volvían en dirección contraria.

-Un tanto para usted, Watson -dijo Holmes, cuando yo le hice ver aquello-. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría traído de vuelta sobre nuestros propios pasos. Sigamos esta huella de retorno.

No tuvimos que andar mucho. La doble huella terminaba en la calzada de asfalto que conducía a las puertas exteriores de las cuadras de Capleton. Al ácercarnos, salió corriendo de las mismas un mozo de cuadra.

-Aquí no queremos ociosos -nos dijo.

-Sólo deseo hacer una pregunta -dijo Holmes, metiendo en el bolsillo del chaleco los dedos índice y pulgar-. ¿Será demasiado temprano para que hablemos con tu jefe, el señor Silas Brown, si acaso venimos mañana a las cinco de la mañana?

-¡Válgame Dios, caballero! Si alguno anda a esa hora por aquí, será él, porque es siempre el primero en levantarse. Pero, ahí lo tiene usted precisamente, y él podrá darle en persona la respuesta. De ninguna manera, señor, de ninguna manera; me jugaría el puesto si él me ve recibir dinero de usted. Si lo desea, démelo más tarde.

En el momento en que Sherlock Holmes metía de nuevo en el bolsillo la media corona que había sacado del mismo, avanzó desde la puerta un hombre entrado en años y de expresión violenta, que empuñaba en la mano un látigo de caza.

-¿Qué pasa, Dawson? -gritó- No quiero chismorreos. Vete a tu obligación. Ustedes..., ¿qué diablos quieren ustedes por acá?

-Hablar diez minutos con usted, mi buen señor -le contestó Holmes con la más meliflua de las voces.

-No tengo tiempo para hablar con todos los ociosos que aquí se presentan. Lárguense, si no quieren salir perseguidos por un perro.

Holmes se inclinó hacia adelante y cuchicheó algo al oído del entrenador. Este dio un respingo y se sonrojó hasta las sienes.

-¡Eso es un embuste! -gritó--. ¡Un embuste infernal!

-Perfectamente, pero ¿quiere que discutamos acerca de ello en público, o prefiere que lo hagamos en la sala de su casa?

-Bueno, venga conmigo, si así lo desea.

Holmes se sonrió, y me dijo:

-No le haré esperar más que unos minutos, Watson. ¡Ea! señor Brown, estoy a su disposición.

Antes de que Holmes y el entrenador reapareciesen pasaron sus buenos veinte minutos, y los tonos rojos se habían ido desvaneciendo hasta convertirse en grises. Jamás he visto cambio igual al que había tenido lugar en Silas Brown durante tan breve plazo. El color de su cara era cadavérico, brillaban sobre sus cejas gotitas de sudor, y le temblaban las manos de tal manera que el látigo de caza se agitaba lo mismo que una rama sacudida por el viento. Sus maneras valentonas y avasalladoras habían desaparecido por completo, y avanzaba al costado de mi compañero con las mismas muestras de zalamería de un perro a su amo.

-Serán cumplidas sus instrucciones. Serán cumplidas -le decía.

-No quiero equivocaciones -dijo Holmes, volviéndose a mirar; y el entrenador parpadeó al encontrarse con la mirada amenazadora de mi compañero.

-¡Oh, no, no las habrá! Estaré allí. ¿Quiere que lo cambie antes o después?

Holmes meditó un momento y de pronto rompió a reír.

-No, no lo cambie -dijo-. Le daré instrucciones por escrito a este respecto. Nada de trampas, o...

-¡Puede usted confiar en mí, puede usted confiar en mí!

-Usted actuará en ese día igual que si fuera suyo.

-Puede usted descansar en mí.

-Sí, creo que puedo hacerlo. Bueno, mañana sabrá usted de mí.

Holmes dio media vuelta, sin hacer caso de la mano temblorosa que el otro le tendió, y nos pusimos en camino para King’s Pyland.

-Rara vez he tropezado con una mezcla de fanfarrón, cobarde y reptil, como este maese Silas Brown -comentó Holmes, mientras caminábamos juntos a paso largo.

-Entonces es que el caballo lo tiene él, ¿verdad?

-Me vino con fanfarronadas queriendo hurtar el cuerpo, pero yo le hice una descripción tan exacta de todos los pasos que había dado aquella mañana, que ha acabado convenciéndose de que le estuve mirando. Usted, como es natural, se fijaría en que la puntera de las huellas tenía una forma cuadrada muy especial, y también se fijaría en que las de sus botas correspondían exactamente a la de las huellas. Además, como es natural, ningún subalterno se habría atrevido a semejante cosa. Le fui relatando cómo él, al levantarse el primero, según tenía por costumbre, vio que por el páramo vagaba un caballo solitario; que se dirigió hasta el lugar en que estaba el animal, y que reconoció con asombro, por la mancha blanca de la frente que dio al caballo favorito su nombre, que la casualidad ponía en sus manos el único caballo capaz de vencer al otro, por el que él había apostado su dinero. Acto continuo, le conté que su primer impulso había sido devolverlo a King’s Pyland, pero que el demonio le había hecho ver cómo podía ocultar el caballo hasta después de la carrera, y que entonces había vuelto sobre sus pasos y lo había escondido en Capleton. Al oír cómo yo le contaba todos los detalles, se dio por vencido, y solo pensó ya en salvar la piel.

-Pero se había realizado un registro en sus establos.

-Bueno, un viejo disfrazacaballos, como él, tiene muchas artimañas.

-Pero ¿no le da a usted miedo dejar el caballo en poder suyo, teniendo como tiene toda clase de intereses en hacerle daño?

-Mi querido compañero, ese hombre lo conservará con el mismo cuidado que a las niñas de sus ojos. Sabe que su única esperanza de que le perdonen es el presentarlo en las mejores condiciones.

-A mí no me dio el coronel Ross la impresión de hombre capaz de mostrarse generoso, haga él lo que haga.

-La decisión no está en manos del coronel Ross. Yo sigo mis propios métodos, y cuento mucho o cuento poco, según me parece. Es la ventaja de no actuar como detective oficial. No sé si usted habrá reparado en ello, Watson; pero la manera de tratarme el coronel fue un poquitín altanera. Estoy tentado en divertirme un poco a costa suya. No le hable usted nada acerca del caballo.

-Desde luego que no lo haré sin permiso de usted.

-Además, esto resulta un hecho subalterno si se compara con el problema de quién mató a John Straker. ¿A ese problema al que usted se va a dedicar?

-Todo lo contrario, ambos regresamos a Londres con el tren de la noche.

Las palabras de mi amigo me dejaron como fulminado. Llevábamos sólo algunas horas en Devonshire, y me resultaba totalmente incomprensible que suspendiese una investigación que tan brillante principio había tenido.

Ni una sola palabra más conseguí sacarle hasta que estuvimos de regreso en casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en la sala.

-Mi amigo y yo regresamos a la capital con el expreso de medianoche -dijo Holmes-. Hemos podido respirar durante un rato el encanto de sus magníficos aires de Dartmoor.

El inspector puso tamaño ojos, el coronel torció desdeñosamente el labio.

-Veo que usted desespera de poder detener al asesino del pobre Straker -dijo el coronel.

Holmes se encogió de hombros, y dijo:

-Desde luego, existen graves dificultades para conseguirlo. Sin embargo, tengo toda clase de esperanzas de que su caballo tomará el martes la partida en la carrera, y yo le suplico tenga para ello listo a su jokey. ¿Podría pedir una fotografía del señor John Straker?

El inspector sacó una de un sobre que tenía en el bolsillo, y se la entregó a Holmes.

-Querido Gregory, usted se adelanta a todo lo que yo necesito. Si ustedes tienen la amabilidad de esperar aquí unos momentos, yo quisiera hacer una pregunta a la mujer de servicio.

-No tengo más remedio que decir que me ha defraudado bastante su asesor londinense -dijo el coronel Ross, ásperamente, cuando mi amigo salió de la habitación-. No veo que hayamos adelantado nada desde que él vino.

-Tiene usted por lo menos la seguridad que le ha dado de que su caballo tomará parte en la carrera.

-Sí, tengo la seguridad que él me ha dado -dijo el coronel, encogiéndose de hombros-. Preferiría tener mi caballo.

Iba yo a contestar algo en defensa de mi amigo, cuando éste volvió a entrar en la habitación.

-Y ahora, caballeros, estoy listo para ir a Tavistock -les dijo. Al subir al coche, uno de los mozos de cuadra mantuvo abierta la portezuela. De pronto pareció ocurrírsele a Holmes una idea, porque se echó hacia adelante y dio un golpecito al mozo en el brazo, diciéndole:

-Veo ahí, en el prado, algunas ovejas. ¿Quién las cuida?

-Yo las cuido, señor.

-¿No les ha pasado nada malo a estos animales durante los últimos tiempos?

-Verá usted, señor no ha sido cosa muy grave, pero el hecho es que tres de los animales han quedado mancos.

Me fijé en que la contestación complacía muchísimo a Holmes, porque se rió por lo bajo y se frotó las manos.

-¡Ahí tiene, Watson, un tiro de largo alcance, de alcance muy largo! -me dijo, pellizcándome el brazo-. Gregorv, permítame llamarle la atención sobre esta extraña epidemia de las ovejas. ¡Adelante, cochero!

El coronel Ross seguía mostrando en la expresión de su cara la pobre opinión que se había formado de las habilidades de mi compañero; pero en la del inspector pude ver que su interés se había despertado vivamente.

-¿Da usted importancia a ese asunto? -preguntó.

-Extraordinaria.

-¿Existe algún otro detalle acerca del cual desearía usted llamar mi atención?

-Sí, acerca del incidente curioso del perro aquella noche.

-El perro no intervino para nada.

-Ese es precisamente el incidente curioso -dijo como comentario Sherlock Holmes.

Cuatro días después estábamos de nuevo, Holmes y yo, en el tren, camino de Winchester, para presenciar la carrera de la Copa de Wessex. El coronel Ross salió a nuestro encuentro, de acuerdo con la cita que le habíamos dado, fuera de la estación, y marchamos en su coche de sport de cuatro caballos hasta el campo de carreras, situado al otro lado de la ciudad. La expresión de su rostro era de seriedad, y, sus maneras, en extremo frías.

-No he visto por parte alguna a mi caballo -nos dijo.

-Será usted capaz de conocerlo si lo ve, ¿no es así? -le preguntó Holmes.

Esto irritó mucho al coronel, que le contestó:

-Llevo veinte años dedicado a las carreras de caballos, y nadie me había hecho hasta ahora pregunta semejante. Cualquier niño seria capaz de reconocer a Silver Blaze por la mancha blanca de la frente y su pata delantera jaspeada.

-¿Y cómo van las apuestas?

-Ahí tiene usted lo curioso del caso. Ayer podía usted tomar apuestas a quince por uno, pero esta diferencia se ha ido reduciendo cada vez más y actualmente apenas se ofrece el dinero tres a uno.

-¿Ejem! -exclamó Holmes-. Es evidente que hay alguien que sabe algo.

Cuando nuestro coche se detuvo en el espacio cerrado, cerca de la tribuna grande, miré el programa para ver las inscripciones. Decía así:

COPA WESSEX

52 soberanos c. u., con 1.000 soberanos más, para caballos de cuatro y de cinco años. Segundo, 300 libras. Tercero, 200 libras.

Pista nueva (una milla y mil cien yardas).

1. The Negro, del señor Heath Newton (gorra encamada, chaquetilla canela).

2. Pugilist, del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaquetilla azul y negra).

3. Desborouglz de lord Backwater (gorra amarilla y mangas ídem).

4. Silver Blaze, del coronel Ross (gorra negra y chaquetilla roja).

5. Iris, del duque de Balmoral (franjas amarillas y negras).

6. Rasper, de lord Singleford (gorra púrpura y mangas negras).

-Borramos al otro caballo nuestro y hemos puesto todas nuestras esperanzas en la palabra de usted -dijo el coronel-. ¿Cómo? ¿Qué ocurre? ¿Silver Blaze favorito?

-Cinco a cuatro contra Silver Blaze -bramaba el ring-. ¡Cinco a cuatro contra Silver Blaze! ¡Quince a cinco contra Desborough! ¡Cinco a cuatro por cualquiera de los demás!

-Ya han levantado los números -exclamé---. Figuran allí los seis.

-¡Los seis! Entonces es que mi caballo corre -exclamó el coronel, presa de gran excitación-. Pero yo no lo veo. Mis colores no han pasado.

-Sólo han pasado hasta ahora cinco caballos. Será ese que viene ahí.

Mientras yo hablaba salió del pesaje un fuerte caballo bayo y cruzó por delante de nostros al trotecito, llevando a sus espaldas los bien conocidos colores negro y rojo del coronel.

-Ese no es mi caballo -gritó el propietario-. Ese animal no tiene en el cuerpo un solo cabello blanco. ¿Qué es lo que usted ha hecho, señor Holmes?

-Bueno, bueno; vamos a ver cómo se porta -contestó mi amigo, imperturbable. Estuvo mirando al animal durrante algunos minutos con mis gemelos de campo. De pronto gritó-: ¡Estupendo! ¡Magnífico arranque! Ahí los tenemos, doblando la curva.

Desde nuestro coche de sport los divisamos de manera magnífica cuando avanzaban por la recta. Los seis caballos marchaban tan juntos y apareados que habría bastado una alfombra para cubrirlos a todos; pero a mitad de la recta la saeta de Desborough perdió su fuerza, y el caballo del coronel, surgiendo al frente a galope, cruzó el poste de llegada, a unos eis cuerpos delante de su rival, mientras que Iris, del duque de Balmoral, llegaba tercero, muy rezagado.

-Sea como sea, la carrera es mía -jadeó el coronel, pasándose la mano por los ojos-. Confieso que no le veo al asunto ni pies ni cabeza. ¿No le parece, señor Holmes, que es hora ya de que usted desvele su misterio?

-Desde luego, coronel. Lo sabrá usted todo. Vamos juntos a echar un vistazo al caballo. Aquí lo tenemos -agregó cuando penetrábamos en el pesaje, recinto al que sólo tienen acceso los propietarios y sus amigos-. No tiene usted sino lavarle la cara y la pata con alcohol vínico, y verá cómo se trata del mismo querido Silver Blaze de siempre.

-¡Me deja usted sin aliento!

-Me lo encontré en poder de un simulador, y me tomé la libertad de hacerle correr tal y como me fue enviado.

-Mi querido señor, ha hecho usted prodigios. El aspecto del caballo es muy bueno. En su vida corrió mejor. Le debo a usted mil excusas por haber puesto en duda su habilidad. Me ha hecho un gran favor recuperando mi caballo. Me lo haría usted todavía mayor si pudiera echarle el guante al asesino de John Straker.

-Lo hice ya -contestó con tranquilidad Holmes.

El coronel y yo le miramos atónitos:

-¡Que le ha echado usted el guante! ¿Y dónde está?

-Está aquí.

-¡Aquí! ¿Dónde?

-En este instante está en mi compañía.

El coronel se puso colorado e irritado, y dijo:

-Señor Holmes, confieso cumplidamente que he contraído obligaciones con usted; pero eso que ha dicho tengo que mirarlo o como un mal chiste o como un insulto.

Sherlock Holmes se echó a reír, y contestó:

-Coronel, le aseguro que en modo alguno he asociado el nombre de usted con el crimen. ¡El verdadero asesino está detrás mismo de usted!

Holmes avanzó y puso su mano sobre eL reluciente cuello del pura sangre.

-¡E] caballo! -exclamarnos a una el coronel y yo.

-Sí, el caballo. Quizá aminore su culpabilidad si les digo que lo hizo en defensa propia, y que John

Straker era un hombre totalmente indigno de la confianza de usted. Pero ahí suena la campana, y como yo me propongo ganar algún dinerillo en la próxima carrera, diferiré una explicación más extensa para otro momento más adecuado.

Aquella noche, al regresar en tren a Londres, dispusimos del rincón de un pullman para nosotros solos; creo que el viaje fue tan breve para el coronel Ross como para mí, porque lo pasamos escuchando el relato que nuestro compañero nos hizo de lo ocurrido en las cuadras de entrenamiento a Dartmoor, el lunes por la noche, y de los medios de que se valió para aclararlo.

-Confieso -nos dijo- que todas las hipótesis que yo había formado a base de las noticias de los periódicos resultaron completamente equivocadas. Sin embargo, había en esos relatos determinadas indicaciones, de no haber estado sobrecargadas con otros detalles que ocultaron su verdadero significado. Marché a Devonshire convencido de que Fitzroy Simpson era el verdadero culpable, aunque, como es natural, me daba cuenta de que las pruebas contra él no eran, ni mucho menos, completas.

Mientras íbamos en coche, y cuando ya estábamos a punto de llegar a la casa del entrenador, se me ocurrió de pronto lo inmensamente significativo del cordero en salsa fuerte. Quizá ustedes recuerden que yo estaba distraído, y que me quedé sentado cuando ya ustedes se apeaban. En ese instante me asombraba, en mi mente, de que hubiera yo podido pasar por alto una pista tan clara.

-Pues yo -dijo el coronel- confieso que ni aun ahora comprendo en qué puede servirnos.

-Fue el primer eslabón de mi cadena de razonamientos. El opio en polvo no es, en modo alguno. sustancia insípida. Su sabor no es desagradable, pero sí perceptible. De haberlo mezclado con cualquier otro plato, la persona que lo hubiese comido lo habría descubierto sin la menor duda, y es probable que no hubiese seguido comiendo. La salsa fuerte era exactamente el medio de disimular ese sabor. Este hombre desconocido, Fitzroy Simpson, no podía en modo alguno haber influido con la familia del entrenador para que se sirviese aquella noche esa clase de salsa, y llegaría a coincidencia monstruosa el suponer que ese hombre había ido, provisto de opio en polvo, la noche misma en que comían un plato capaz de disimular su sabor. Semejante caso no cabe en el pensamiento. Por consiguiente, Simpson queda eliminado del caso, y nuestra atención se centra sobre Straker y su esposa, que son las dos personas de cuya voluntad ha podido depender el que esa noche se haya cenado en aquella casa cordero con salsa fuerte. El opio fue echado después que se apartó la porción destinada al mozo de cuadra que hacía la guarda, porque los demás de la casa comieron el mismo plato sin que sufrieran las malas consecuencias. ¿Quién, pues, de los dos tuvo acceso al plato sin que la criada le viera?

Antes de decidir esta cuestión, había yo comprendido todo el significado que tenía el silencio del perro, porque siempre ocurre que una deducción exacta sugiere otras. Por el incidente de Simpson me había enterado de que en la casa tenían un perro, y, sin embargo, ese perro no había ladrado con fuerza suficiente para despertar a los dos mozos que dormían en el altillo, a pesar de que alguien había entrado y se había llevado un caballo. Era evidente que el visitante nocturno era persona a la que el perro conocía mucho.

Yo estaba convencido va, o casi convencido, de que John Straker había ido a las cuadras en lo más profundo de la noche y había sacado de ellas a Silver Blaze. ¿Con qué finalidad? Sin duda alguna que con una finalidad turbia, porque, de otro modo, ¿para qué iba a suministrar una droga estupefaciente a su propio mozo de cuadras? Pero yo no atinaba con qué finalidad podía haberlo hecho. Antes de ahora se han dado casos de entrenadores que han ganado importantes sumas de dinero apostando contra sus propios caballos, por medio de agentes y recurriendo a fraudes para impedirles luego que ganasen la carrera. Unas veces valiéndose del jockey, que sujetaba el caballo. Otras veces recurriendo a medios más seguros y más sutiles. ¿De qué medio pensaba servirse en esta ocasión? Yo esperaba encontrar en sus bolsillos algo que me ayudase a formar una conclusión.

Eso fue lo que ocurrió. Seguramente que ustedes no han olvidado el extraño cuchillo que se encontró en la mano del difunto, un cuchillo que ningún hombre en su sano juicio habría elegido para arma. Según el doctor Watson nos dijo, se trataba de una forma de cuchillo que se emplea en cirugía para la más delicada de las operaciones conocidas. También esa noche iba a ser empleado para realizar una operación delicada. Usted, coronel Ross, con la amplia experiencia que posee en asuntos de carreras de caballos, tiene que saber que es posible realizar una leve incisión en los tendones de la corva de un caballo, y que esa incisión se puede hacer subcutánea, sin que quede absolutamente ningún rastro. El caballo así operado sufre una pequeñísima cojera, que se atribuiría a un mal paso durante los entrenamientos o a un ataque de reumatismo, pero nunca a una acción delictiva.

-¡Canalla y miserable! -exclamó el coronel.

-Ahí tenemos la explicación de por qué John Straker quiso llevar el caballo al páramo. Un animal de tal vivacidad habría despertado seguramente al más profundo dormilón en el momento en que sintiese el filo del cuchillo. Era absolutamente necesario operar al aire libre.

-¡He estado ciego! -exclamó el coronel-. Naturalmente que para eso era para lo que necesitaba el trozo de vela, y por lo que encendió una cerilla.

-Sin duda alguna. Pero al hacer yo inventarío de las cosas que tenía en los bolsillos, tuve la suerte de descubrir, no sólo el método empleado para el crimen, sino también sus móviles.

Como hombre de mundo que es, coronel, sabe que nadie lleva en sus bolsillos las facturas pertenecientes a otras personas. Bastante tenemos la mayor parte de nosotros con pagar las nuestras propias. Deduje en el acto que Straker llevaba una doble vida, y que sostenía una segunda casa. La índole de la factura me demostró que andaba de por medio una mujer, - una mujer que tenía gustos caros. Aunque es usted generoso con su servidumbre, dificilmente puede esperarse que un empleado suyo esté en condiciones de comprar a su mujer vestidos para calle de veinte guineas. Interrogué a la señor Straker, sin que ella se diese cuenta, acerca de ese vestido. Seguro ya de que ella no lo había tenido nunca, tomé nota de la dirección de la modista, convencido de que visitándola con la fotografía de Straker podría desembarazarme fácilmente de aquel mito del señor Darbyshire.

Desde ese momento quedó todo claro. Straker había sacado el caballo y lo había llevado a una hondonada en la que su luz resultaría invisible para todos. Simpson, al huir, había perdido la corbata, y Straker la recogió con alguna idea, quizá con la de atar la pata del animal. Una vez dentro de la hondonada, se situó detrás del caballo, y encendió la luz; pero aquél, asustado por el súbito resplandor, y con el extraordinario instinto, propio de los animales, de que algo malo se le quería hacer, largó una coz, y la herradura de acero golpeó a Straker en plena frente. A pesar de la lluvia, Straker se había despojado ya de su impermeable para llevar a cabo su delicada tarea, y, al caer, su mismo cuchillo le hizo un corte en el muslo. ¿Me explico con claridad?

-¡Asornbroso! -exclamó el coronel-. ¡Asombroso! Parece que hubiera estado usted allí presente.

-Confieso que mi último tiro fue de larguísimo alcance. Se me ocurrió que un hombre tan astuto como Straker no se lanzaría a realizar esa delicada incisión de tendones sin un poco de práctica previa. ¿En qué animales podía ensayarse? Me fijé casualmente en las ovejas, e hice una pregunta que, con bastante sorpresa mía, me demostró que mi suposición era correcta.

-Señor Holmes, ha dejado usted las cosas completamente claras.

-Al regresar a Londres, visité a la modista, y ésta reconoció en el acto a Straker corno uno de sus buenos clientes, llamado Darbyshire, que tenía una esposa muy llamativa y muy aficionada a los vestidos caros. Estoy seguro de que esta mujer lo metió a él en deudas hasta la coronilla, y que por eso se lanzó a este miserable complot.

-Una sola cosa no nos ha aclarado usted todavía -exclamó el coronel-. ¿Dónde estaba el caballo?

-¡Ah! El caballo se escapó, y uno de sus convecinos cuidó de él. Creo que por ese lado debernos conceder una amnistía. Pero, si no estoy equivocado, estarnos ya en el empalme de Clapham, y llegaremos a la estación Victoria antes de diez minutos. Coronel, si usted tiene ganas de fumar un cigarro en nuestras habitaciones, yo tendré mucho gusto en proporcionarle cualquier otro detalle que pueda despertar su interés.

 

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Cuentos realistas

La gallina degollada (Horacio Quiroga)

 

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

 

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Hechizo indio


    
La única vez que vi sonreír a Aniceto Manuel Gutiérrez fue al término del partido más difícil de su vida, jugado el 4 de diciembre de 1963 entre su equipo, el Sportivo La Piedad, y el poderoso Estero Velázquez, por la finalísima de la Liga Chaqueña. Aunque los tengo guardados, no necesito acudir a los recortes amarillentos que relatan las crónicas de ese cotejo. Los tres diarios que publicaron el comentario del partido destacaron la manera insólita en que Gutiérrez, back central, «borró» de la cancha a Néstor Iribarren, el crack del equipo rival, sin tocarlo, sin rozarlo, sin aproximársele siquiera, utilizando al parecer la sola energía de su mirada.
    Debo aclarar que, junto con mis compañeros de La Piedad, fui uno de los primeros sorprendidos. En el partido de ida Iribarren nos había vuelto locos. Nos había gambeteado, nos había desbordado, nos había toqueteado la pelota ante las narices. Y el que había llevado la peor parte en el bailongo había sido el pobre Aniceto, que por su función era el último escollo que debía sortear el delantero en cada ataque. No tuvo otra alternativa, nuestro sufrido defensor, que surtirle una patada tras otra para tratar de frenarlo, y aun así daba toda la impresión de ser un esfuerzo inútil. De hecho, Aniceto salió expulsado antes de terminar el primer tiempo, y perdimos dos a cero porque nos hicieron precio, o porque ellos se relajaron, o porque los rezos del padre Alcides fueron escuchados, o por todo eso al mismo tiempo. Pero en la revancha aconteció el extraño milagro: Iribarren no cruzó la mitad de la cancha, no tocó una sola pelota en ataque, se limitó a deambular por su propio campo con expresión despavorida durante los noventa minutos, y al final del partido huyó de la cancha tan rápido como se lo permitieron las piernas. Sin esa pieza clave de su estructura ofensiva, el equipo de Estero Velázquez no nos hizo daño alguno y pudimos imponernos cuatro a cero y ascender por única vez al Regional Nordeste.
    Ya hablé de las crónicas del partido. La de La Voz de Resistencia tiene un título sugerente: «Hechizo indio». Pasa que Aniceto era un indio toba, y la expresión aterida y la conducta inverosímil de Iribarren le daban pie al periodista para jugar un tanto con la idea de un embrujo. No fue muy original. El Mentor tituló algo parecido: «Marcado por arte de magia»; la nota descansaba en coloridos juegos del mismo tenor. Pero no se asomaron a la verdad ni de lejos. A mí mismo me habría pasado inadvertida si el propio Aniceto no hubiera compartido conmigo su secreto.
    Aniceto Manuel Gutiérrez era oriundo de una población toba establecida cerca de Colonia Burkart, el pueblo de gringos algodoneros en el que nací y me crié. Era petiso, muy chueco, y sus piernas enclenques y sus huesos prominentes testimoniaban su hambrienta niñez en el monte. Rara vez soltaba una palabra, y sólo si alguien le dirigía una pregunta. Jamás festejaba los goles ni se quedaba a conversar después de los partidos.
    Llegaba con el tiempo casi justo. Venía descalzo, con los zapatos de fútbol que le habían dado los curas bien embetunados y atados como un collar alrededor de su cuello para que no se le mojaran al vadear el arroyo. Se los calzaba sin prisa detrás del arco y esperaba a los demás bien erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho, de pie en el borde del área, como anticipando que ése sería su territorio durante el cotejo. Debíamos ser para él un espectáculo extraño, con nuestras risas despreocupadas y nuestros ademanes sueltos, propios de muchachos que andan por la vida con el buche lleno todos los días. Me consuela saber que no le éramos hostiles. Lo tratábamos tanto como él nos lo permitía, y como hijos de esa tierra bárbara no cometíamos la estupidez de etiquetar a la gente por el color de su piel o el origen de su apellido. Respondía a nuestros saludos con una leve inclinación de cabeza, con una economía de movimientos que quienes no lo conocían podían confundir con desagrado. Pero no había tal cosa en su ánimo. Creo que simplemente en la misma cantidad de años le había tocado vivir el doble que a nosotros, y eso tendía a aumentarle los silencios.
    Empezó a jugar en Sportivo La Piedad a cambio de que los curas le permitieran llevarse algunos cortes de madera del aserradero que tenían en los fondos de la parroquia, que a él le servían para ir levantando su casa. El año anterior, cuando en la escuela tiraron abajo el pabellón viejo para hacer aulas nuevas con la plata que mandó la gobernación, Aniceto había ligado una puerta y tres ventanas que con otros muchachos lo ayudamos a llevar hasta su casa. Anduvimos cruzando el monte un buen rato, hasta que dimos con un rancherío escuálido. Entre los ranchitos se veía el esqueleto de la casa de Aniceto. Nos convidó unos mates y nos explicó en un murmullo sus planes para terminarla. Era evidente que hablar de su casa lo emocionaba profundamente porque nunca lo habíamos escuchado hilvanar más de veinte palabras, y en esta ocasión habló como cinco minutos. Eran muchos de familia y no tenía corazón para obligarlos a apilarse como en el rancho que todavía ocupaban y que su padre les había dejado. Por eso demoraba en terminarla: por los malabares que improvisaba para darles el gusto a las hermanas y a la madre y a los hermanos chiquitos. Pero a veces sentía que el asunto se le iba de las manos. Con las aberturas que acabábamos de acarrear pensaba dar por terminado el perímetro de la casa, pero le faltaba el techo.
    La temporada siguiente, cuando nos prendimos en la ronda final de la liga, los curas nos mandaron a hablar con el hermano administrador, que cuaderno en mano fue anotando lo que cada jugador quiso estipular como premio de campeonato. Yo iba a pedir una motoneta Siambretta, porque en esa época andaba con la idea de ponerme un reparto de huevos. Pero un par de lugares antes que yo pasó Aniceto, que pidió el techo para la casa. El cura lo sacó carpiendo, porque dijo que era un despropósito y una exageración una solicitud como ésa. Aniceto no lo contradijo, pero se quedó ahí, de pie, como esperando que la Creación volviese al polvo de sus inicios. El cura, ansioso por despacharlo, le dijo que podía transigir, cuando mucho, en cubrirle la cuarta parte del techo que pedía. Luis Cevallos, otro de los que hicieron aquella travesía por el monte con las ventanas a cuestas, pasó delante de mí y, cuando el cura le preguntó, le dijo con la mayor naturalidad que quería otro cuarto de techumbre. El cura no dijo nada. Cuando me tocó el turno reclamé mi cuarta parte y Romualdo Calabrese hizo lo mismo. Al salir nos demoramos a propósito con Luis y con Romualdo para que Aniceto nos sacara cierta ventaja, porque no queríamos ponerlo en el aprieto de tener que darnos las gracias.
    Igual faltaba lo principal, que era ganar esa última ronda. Con Colonia Velarde fue un trámite y con Empalme Leguiza fue un juego de chicos. Pero con Estero Velázquez se nos vino la noche, tal como ya relaté, por el enigma gordiano que representaba Iribarren. En el partido de ida, en cancha de ellos, nos pegó un peludo inolvidable. Ese muchacho jugaba a otra cosa. Tenía el raro privilegio de los cracks: no necesitaba mirar ni sus pies ni la pelota mientras gambeteaba. Observaba al rival que tenía enfrente y lo dormía en cada enganche.
    Si alguien podía marcar a Iribarren era Aniceto Manuel Gutiérrez. Estoy convencido de que si nuestro pago hubiera sido menos ignoto, o si la vida le hubiese regalado dos piernas más firmes, Aniceto habría hecho carrera con una pelota en los pies. Tenía una condición innata para la marca. Y su economía emocional le confería una concentración absoluta en los avatares del juego. Sabedor de su debilidad física para los piques largos, esperaba a los rivales en los puntos exactos de la cancha. Los estudiaba sin prisa hasta que era capaz de anticipar cada una de sus mañas, de sus trampas, de sus debilidades. Era como si construyese un mapa cerebral en el que figuraban los delanteros, los caminos y los atajos elegidos por los delanteros, y las trampas y los cebos tendidos por los delanteros. Una vez acabado el diagrama, los acechaba sin angustia y sin pasiones evidentes. Al tercero o cuarto quite limpio de balón que les propinaba, sus rivales tendían a ponerse nerviosos. A veces lo pechaban, lo codeaban y lo insultaban entre dientes, pero ni siquiera entonces Gutiérrez extraviaba su buen juicio.
    Tampoco estaba preso de su libreto. Si se topaba con un contrario demasiado rápido o impredecible dejaba su estrategia de lado y le surtía tres o cuatro buenas patadas, aun cinco, las que hicieran falta para disciplinar al aprendiz de sedicioso. En ese fútbol medio salvaje los árbitros sólo echaban jugadores en casos extremos, y Aniceto era tan discreto que aun para revolcar a delanteros usaba sus movimientos de humo y pasaba inadvertido.
    Pero Iribarren fue demasiado. Tal vez fue la presión de jugar una final de liga, o saber que lo que estaba en danza era ni más ni menos que el techo de su casa, o la propia habilidad de ese delantero. Lo cierto es que Aniceto no pudo encontrarle la vuelta. Intentó sin suerte cortarle los caminos y cerrarle los corredores, y cuando vio que no podía le entró a pegar como si fuera una piñata, hasta que se hizo echar antes del final del primer tiempo.
    Y recién ahora llego al centro de mi relato. A la tarde del 4 de diciembre de 1963, cuando se jugó la revancha. No creo imprescindible aclarar que en la semana que medió entre las dos finales Aniceto no pronunció palabra. A decir verdad no lo vi más tenso o más ansioso de lo que lo había visto siempre. Creo que yo cargaba sobre mis espaldas sus angustias y las mías: sufría por su techo lo que no habría sufrido por mi Siambretta. No me le acerqué, porque no tenía nada especial para decirle y porque Aniceto era de esas personas que atesoran las palabras para utilizarlas sólo en casos de emergencia. En esos tiempos no existían las suspensiones y Aniceto podría jugar, pero ¿qué sentido tenía? ¿Cuánto podía durar en la cancha con Iribarren enfrente, anudándole las piernas flacas en cada gambeta?
    A la final aquella fue medio mundo, o medio Chaco para ser más exactos. Imponían un poco el gentío y el barullo. Lo usual era que jugásemos con tan poco público que podías escuchar cómo un espectador eructaba el chorizo del entretiempo. Cuando llegó Iribarren me dio un poco de envidia porque se le acercaron los dos o tres fotógrafos que iban a cubrir el partido y le pidieron que posara. Después de los chasquidos de los diafragmas, Iribarren inició un trotecito de calentamiento que lo llevó cerca del lateral.
    Entonces vi a Aniceto aproximándosele. Iribarren lo miraba sin odio, pese a que todavía debían dolerle los hachazos del domingo anterior. Y Aniceto le devolvía la mirada con sus ojos de piedra. Cuando estuvo a cinco metros movió los labios en una frase que, a esa distancia, no comprendí. Y se llevó las manos a la cintura para tomarse el borde de la camiseta, en ese gesto típico de quien se dispone a intercambiar su casaca con el rival. No pude menos que maravillarme. Mi noble compañero, aunque se estaba jugando el techo bajo el cual guarecer a su familia, era capaz de esa expresión de cortesía viril y deportiva, honrando al rival que probablemente volviese a derrotarlo.
    Lo sorprendente ocurrió desde el momento en que empezó a rodar la bola. Porque para mi sorpresa, la de mis compañeros y la de los suyos, Iribarren se replegó hacia su propia área, se paró apenas delante de los backs y se limitó a lanzar pases largos a sus desconcertados wines durante todo el partido. Fue como si el mundo se hubiera tumbado al revés de un domingo al siguiente. Los que manejamos la pelota fuimos nosotros. Y los que tuvieron que pegar fueron ellos, incluido Iribarren, que, falto de experiencia en ese sitio de la cancha, tenía para marcar a los rivales la torpeza típica de los delanteros que nunca se rebajan a esas tareas poco edificantes.
    El partido se vino a nuestro buche a los saltitos, como esos pajaritos que de pibes cazábamos en el monte con un cajón de madera y un palo con un piolín. Despacito y sin apuro nos fuimos al descanso dos a cero y lo liquidamos de contra en el segundo tiempo.
    Después de los primeros festejos me acordé de Aniceto y quise darle un abrazo. Lo localicé en su sitio de siempre, de pie, apenas afuera de la medialuna del área, con los brazos cruzados, el rostro erguido, la expresión serena y lejana. Al verlo divisé también, mucho más atrás, la cabeza rubia de Iribarren, su piel pálida, su expresión urgida de toda la tarde, mientras subía de un salto al micro que lo devolvería a su pueblo.
    Me acerqué a Aniceto sonriendo y adelantando la diestra. Lo felicité por nuestro éxito. Me lo agradeció con una de sus graves y silenciosas inclinaciones de cabeza. Viéndolo ataviado con nuestra camiseta roja y recordando el gesto que había tenido con Iribarren antes del comienzo del match, me atreví a preguntarle por qué finalmente no habían intercambiado las casacas.
    Me miró como si no me comprendiera. Le recordé entonces la escena que había presenciado, el saludo distante con el rival tan temido y su ademán de entregarle la camiseta al final del partido.
    Aniceto Manuel Gutiérrez me escrutó un largo minuto antes de hablar: «No le ofrecí ninguna camiseta —me dijo—: Le pedí disculpas y le aclaré que si cruzaba la mitad de la cancha lo iba a tener que cagar a tiros».
    Cuando Aniceto hizo silencio bajó la vista hacia su vientre y repitió el gesto de tomar con las manos el borde de su camiseta y apenas levantarla. Debajo de la casaca, sostenidos por el pantalón corto, llevaba cruzados dos pistolones del tiempo de la Colonia, negros y opacos, salvo por los gatillos y los percutores, que se veían como recién lustrados. Alzó su mirada oscura hacia mis ojos incrédulos. Y fue entonces que sonrió.

 

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Cuentos fantásticos


El libro (Sylvia Iparraguirre)

El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzaba su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras, anormalmente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Intrigado, bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras páginas. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.

Se acomodó y leyó parte al azar, con mayor atención. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, marcada por inscripciones de todo tipo. Pasaron unos segundos en los que sintió el ajetreo lejano de la estación y la máquina express del bar.

Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrirlo. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza la su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el dedo entre las páginas fue a mirar asombrado el espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con los dedos entre las páginas va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, has el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo, faltaba tres minutos para la partida. Que hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una cualidad mimética y se refería a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón inexplicable, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno en su mano; luchó con el impulso casi irrefrenable de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban la estación atrás y salían al aire abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.

 

 

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Ante la ley (Franz Kafka)

 

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

 

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El Puente 

 

Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.


     Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.


     Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.

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Cuentos de ciencia ficción

 

La sirena (Manuel Mujica Láinez)

 

Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.

La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?

Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.

No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.

Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.

Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.

-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?

La mofa: ¿Has encontrado?

Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre.

No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.

Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.

En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.

Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.

Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.

¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.

Al amanecer prosigue la carga de los bergantines.

Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.

Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.

¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?

Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.

La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.

Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.

Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.

El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.

Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.

La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera.

Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.

Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.

Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.

Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.

 

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La Primera Máquina del Tiempo (Fredric Brown)

 

El doctor Grainger dijo solemnemente:

-Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus tres amigos la contemplaron con atención.

Era una caja cuadrada de unos quince centímetros de lado con esferas y un interruptor.

-Basta con sostenerla en la mano -prosiguió el doctor Grainger-, ajustar las esferas para la fecha que se desee, oprimir el botón y ya está.

Smedley, uno de los tres amigos del doctor, tomó la caja para examinarla.

-¿De veras funciona?

-Realicé una breve prueba con ella repuso el sabio. La puse un día atrás y oprimí el botón. Me vi a mí mismo -mi propia espalda- saliendo de esta sala.

Me causó cierta impresión, como pueden suponer.

-¿Qué hubiera sucedido si usted hubiese echado a correr hacia la puerta para propinar un buen puntapié en salva sea la parte a usted mismo?

El doctor Grainger no pudo contener una carcajada.

-Tal vez no hubiese podido hacerlo... porque eso hubiese sido alterar el pasado.

Es la antigua paradoja de los viajes por el tiempo, como ustedes saben. ¿Qué pasaría si uno volviese al pasado para matar a su propio abuelo antes que éste se casase con su abuela?

Smedley, con la caja en la mano, se apartó súbitamente de los otros tres reunidos.

Les miró sonriendo y dijo:

-Eso es precisamente lo que voy a hacer. He ajustado el aparato para sesenta años atrás mientras ustedes charlaban.

-¡Smedley! ¡No haga eso!

El doctor Grainger se adelantó hacia él.

-Deténgase, doctor, o apretaré el botón ahora mismo. Deme tiempo para que le explique.

Grainger se detuvo.

-Yo también conozco esa paradoja. Y siempre me ha interesado porque sabía que, si alguna vez se me presentase la ocasión, asesinaría a mi abuelo sin contemplaciones. Le odiaba. Era un matón, un individuo cruel y pendenciero, que convirtió en un verdadero infierno la vida de mi pobre abuela y de mis padres. Y ahora se ha presentado la ocasión que tanto ansiaba.

Smedley apretó el botón.

Durante una fracción de segundo, todo se hizo borroso... después, Smedley se encontró en medio de un campo. Tardó poco en orientarse. Si allí era donde se construiría la casa del doctor Grainger, entonces la granja de su bisabuela no podía estar a más de un kilómetro y medio hacia el sur. Emprendió la marcha en esa dirección. Por el camino se adueñó de un madero que constituiría un buen garrote.

Cerca de la granja, encontró a un joven pelirrojo que daba de latigazos a un perro.

-¡Basta, bruto! -dijo Smedley, corriendo hacia él.

-No se meta en lo que no le importa -dijo el joven, propinando un nuevo latigazo al can.

Smedley enarboló el garrote.

Sesenta años más tarde, el doctor Grainger dijo solemnemente:

-Caballeros, la primera máquina del tiempo.

Sus dos amigos la contemplaron con atención.

 

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Recuerdo perdido (Isaac Asimos)

 

Transcurridos miles de siglos recordó que era Ames. No la combinación de longitudes de ondas que a través de todo el universo era ahora el equivalente de Ames, sino el sonido que correspondía a la pronunciación de su nombre. Nació así una pálida evocación de las ondas sonoras que ahora no percibía, y que no percibiría jamás. El nuevo proyecto aguzaba su memoria, resucitando tantas y tantas cosas extraviadas en la noche de los tiempos. Entonces condensó las cargas de energía que constituían el conjunto de su individualidad, ysus líneas de fuerza se extendieron mucho más allá de las estrellas. La respuesta de Brock llegó hasta él.«Puedo confiar en Brock», pensó Ames. Estaba seguro. El flujo energético de Brock entró en contacto con el suyo:

 — ¿No vas a venir, Ames?

 — Claro que sí.

 — ¿Participarás en el concurso?

    ¡Sí! — Las líneas de fuerza de Ames se agitaron con intensas pulsaciones —.

    Sin duda. He soñado con una nueva forma artística. Algo original.

 — ¡Cuánto esfuerzo derrochado en vano! ¿Cómo puedes creer que exista una nueva variante después de dos mil siglos? No podemos descubrir nada nuevo. Por un momento Brock quedó fuera de fase e interrumpió la comunicación, y Ames vio obligado a reajustar sus líneas de fuerza. Captó entonces extraños pensamientos a la deriva, le llegó una visión de galaxias polvorientas sobre el telón aterciopelado de la nada, percibió las líneas de fuerza de torrentes insondables de energía vida, errantes por toda la galaxia.

    Por favor, Brock— suplicó Ames —, absorbe mis pensamientos. No bloquees tu mente.

Se me ha ocurrido la manera de manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia.¿Por qué molestarse con Energía? No hay nada nuevo Energía, y lo sabes. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Acaso no de prueba eso que debemos experimentar con la Materia?

 — ¿La Materia? Ames registro entonces las vibraciones energéticas de Brock y las interpretó como manifestaciones despectivas.

 — ¿Por qué no? — dijo —. ¿Acaso nosotros no hemos sido antes Materia? De eso hace un quintillón de años, por lo menos ¿Por qué no construir objetos o incluso formas abstractas partiendo de la materia en un medio material? Escucha, Brock... ¿Por qué no moldear una réplica nuestra con Materia, una Materia a nuestra imagen y semejanza, tal como fuimos alguna vez? 

— No recuerdo nuestro aspecto— dijo Brock  —. Todos lo olvidaron ya.

— Yo lo recuerdo— dijo Ames con vehemencia—. No pienso en otra cosa, y estoy comenzando a recordar. Brock, déjame mostrarte. Dime que tengo razón. Dímelo.

    No. Es estúpido. Es... repugnante.

 — Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos. Hemos reunido nuestra energía desde el principio, desde el momento en que nos convertimos en lo que ahora somos. ¡Por favor, Brock!

 — De acuerdo, pero hazlo rápido. Ames no había sentido correr un temblor igual, a lo largo de sus líneas de fuerza, desde. ¿Desde cuándo? Si lo intentaba ahora ante Brock y obtenía éxito, se atrevería a manipular la Materia ante la Asamblea de Seres Energéticos que estaban esperando en vano el nacimiento de una novedad desde hacía varios milenios. La Materia se hallaba ahora muy dispersa, en los intersticios de las galaxias; pero Ames la concentró, barrió volúmenes que sumaban años-luz elevados al cubo, seleccionó los átomos, obtuvo una consistencia gelatinosa y obligó a la materia a disponerse en forma ovoidal, alargada en su parte inferior.

 — ¿No lo recuerdas, Brock, si era como esto?

El haz energético de Broc se conmovió con una sacudida en fase.

 — No me obligues a recordar. No recuerdo nada.

 — Eso era la cabeza. Así la llamaba; cabeza. La recuerdo también que podría pronunciar el nombre. Quiero decir, emitir sus sonidos -esperó un momento, y dijo-: Mira, ¿recuerdas esto?En la parte superior del ovoide apareció la palabra «CABEZA».

 — ¿Qué es eso? — preguntó Brock.

 — Pues el término que designa la cabeza. Los símbolos que representaban esa palabra en sutraducción sonora. ¡Dime que lo puedes recordar ahora, Brock!

 — Había algo — Brock vaciló—. Algo a la mitad. Y tomó forma un cuerpo vertical

 — ¡Sí, claro! ¡La nariz, eso es! — dijo Ames, a la vez que aparecía la palabra «NARIZ» en el lugar indicado -. Y aquí están los ojos, a ambos lados. ¿En realidad deseaba lo que estaba haciendo?

 — La boca -dijo, sus líneas de fuerza temblaban-. Y el mentón, y la manzana de Adán, y las clavículas. ¡Voy recordando los nombres!— Y todas ellas aparecieron escritas junto a la figura ovoide.

 — No había pensado en todo eso en varios miles de siglos — dijo Brock  —. ¿Por qué lo trajiste a mi memoria? ¿Por qué? Ames estaba absorto en sus pensamientos. Había otras cosas, el órgano del oído y sus receptores de ondas sonoras. ¡Las orejas! ¿Dónde hay que ponerlas? No recuerdo nada.

    Olvídalo todo— gritó Brock  —. Las orejas y todo lo demás. ¡No lo recuerdes! 

— ¿Qué hay de malo en recordar?— replicó Ames, desconcertado.

 — Que la superficie no era áspera ni fría como tu escultura, sino dulce y tibia. Que los ojos eran tiernos y vivos, y los labios de la boca trémulos y acariciantes se posaban sobre los míos.

Las líneas de fuerza de Brock palpitaban y se apagaban, intermitentemente...

 — ¡Me duele tanto!

 — Me recordaste que antes fui mujer, y que conocí el amor. Que los ojos no sólo sirvenpara ver, y que ahora no tengo con qué llenar ese vacío. Entonces ella añadió materia violentamente a la cabeza, elaborada en forma burda y gimió:

 — Pues bien, que esto la termine — giró sobre sí misma y se fue. Y Ames vio comprendió que antes fue un hombre. La fuerza de su energía partió la cabeza en dos. Salió velozmente por las galaxias, siguiendo el rastro energético de Brock, para volver al inexorable destino de la vida. Los ojos de la cabeza resquebrajada seguían brillando con la humedad que depositó Brock, cuando quiso representar las lágrimas. Y la cabeza de Materia logró lo que los seres energéticos no podrían conseguir en toda su existencia: lloró por la humanidad entera y por la frágil belleza de los cuerpos a los que un día los hombres reninciaron, miles de siglos atrás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 


Resúmenes de novelas de aventuras

 

El príncipe Valiente



 

Poesía, canciones y caligramas


 


De música ligera (Soda Stereo)

 

Ella durmió al calor de las masas, 
y yo desperté queriendo soñarla, 
algún tiempo atrás pensé en escribirle, 
y nunca sorteé las trampas del amor. 

De aquel amor de música ligera, 
nada nos libra, nada mas queda. 

No le enviaré cenizas de rosas, 
ni pienso evitar un roce secreto. 

De aquel amor de música ligera, 
nada nos libra, nada más queda.

 

 

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Preso en mi ciudad

 

Una vez, le hice el amor,
a un drácula con tacones,

era un pop violento que guió,
el gran estilo siniestro.


Ahora ya no llora,
preso en mi ciudad,
casi ya no llora,
atrapado en libertad.


Practicamos tiro al pichón,
y un test para ir al espacio,
con mi delicioso campeón,
y el rock como todo llanto.


Fue un esclavo sensible y chillón,
y fácil para el gatillo,
atrapó un beso bienhechor,
con ojos al rojo vivo.





 

 


Volver

(L: Alfredo Le Pera – M: Carlos Gardel)

 

Yo adivino el parpadeo, 
de las luces que a lo lejos, 
van marcando mi retorno. 

Son las mismas que alumbraron, 
con sus pálidos reflejos, 
hondas horas de dolor. 

Y aunque no quise el regreso, 
siempre se vuelve, 
al primer amor. 

La vieja calle, 
donde me cobijo, 
tuya es su vida, 
tuyo es su querer. 

Bajo el burlón, 
mirar de las estrellas, 
que con indiferencia, 
hoy me ven volver. 

Volver, 
con la frente marchita, 
las nieves del tiempo, 
platearon mi sien. 

Sentir, 
que es un soplo la vida, 
que veinte años no es nada, 
que febril la mirada, 
errante en las sombras, 
te busca y te nombra. 

Vivir, 
con el alma aferrada, 
a un dulce recuerdo, 
que lloro otra vez. 

Tengo miedo del encuentro, 
con el pasado que vuelve, 
a enfrentarse con mi vida. 

Tengo miedo de las noches, 
que pobladas de recuerdos, 
encadenen mi soñar. 

Pero el viajero que huye, 
tarde o temprano, 
detiene su andar. 

Y aunque el olvido, 
que todo destruye, 
haya matado mi vieja ilusión, 
guardo escondida, 
una esperanza humilde, 

que es toda la fortuna, 
de mi corazón. 



 


 

 

 

 


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