2A LITERATURA TP 2
Actividades
de contingencia 2° año
2°
parte
Expectativas
de logro:
Se
espera que el alumno logre una lectura dinámica en voz alta junto con la
comprensión lectora requerida para su nivel, se familiarice con los diferentes
tipos de mitologías y sus actores, conozca el relato épico y logre identificar
y clasificar bajo su criterio a los sustantivos.
Capacidades
a evaluar:
Capacidad
de respuesta en forma escrita, compresión de texto, ortografía, adecuación
textual, compresión de consignas y prolijidad.
Método
de evaluación:
Trabajo
práctico y defensa oral al retorno a clases ordinarias.
1°
“Las
Funciones de los Personajes” son las que marcan segmentos que hacen
avanzar a los cuentos tradicionales (cuentos infantiles).
2°
Con ellas (algunas) escribí tu propio cuento tradicional.
“1-PROHIBICIÓN: Al PJ se le prohíbe u ordena algo.
2-TRANSGRESIÓN: No se acata la
prohibición.
3-INTERROGATORIO:
El Agresor busca información.
4-INFORMACIÓN: El Agresor consigue
saber lo que quería.
5-ENGAÑO: El agresor engaña al PJ
para provocarle algún daño, lo hace cambiando su aspecto, persuadiéndolo, con
magia o mediante la violencia.
6-FECHORÍA: El Agresor daña o causa
algún mal al PJ para que este o alguien lo repare.
7-CARENCIA: Al PJ le falta algo y va
en su búsqueda.
8-PRIMERA FUNCIÓN DEL DONANTE: Un
Ayudante, le brinda al PJ sus servicios, puede proponerle una prueba antes.
9-RECEPCIÓN DEL OBJETO MÁGICO: El PJ
posee, debe ir a buscar o fabricar un objeto mágico o la ayuda de aliados.
10-VIAJE CON UN GUÍA: El PJ debe
emprender un viaje por lugares desconocidos por esto un Ayudante lo guía.
11-PERSECUCIÓN: El PJ es perseguido.
12-SOCORRO: El Pj es ayudado cuando
parece que es su final.
13-COMBATE: PJ y Agresor finalmente
se enfrentan.
14-VICTORIA: El Agresor es vencido.
15-REPARACIÓN: La Fechoría inicial
es reparada o la Carencia es colmada.
16-CASTIGO: El Agresor es castigado.
17-MATRIMONIO: EL PJ se casa o es
recompensado de alguna manera”
2°
El
circuito de la comunicación.
3°
Completá mediante los siguientes contextos, todos los elementos del circuito de
la comunicación:
“Un abuelo le cuenta un cuento a su nieto”
“Una madre reta a su hija”
“Una tribuna le canta a la estrella de su
equipo”
“Juan le pide a su amigo Pedro que le pague
una deuda”
“Un semáforo se pone en rojo”
“Un joven hace dedo en la ruta”
“Un niño escribe una narración para la
escuela”
“Una novia envía un mensajito de texto a su
novio”
“El novio le contesta con un audio de
whatsapp”
“Un abuelo lee el diario en la plaza”
“Las
1001 noches”
4° Respondé el cuestionario:
1°¿Quién
narra la historia? ¿A quién se la narra? ¿Cuántas veces cambia el narrador?
2°
¿Cuál es la razón por la que el pescador arroja la red solo cuatro veces al
día? ¿Tiene sentido?
3°
¿Por qué crees que en el último intento sacó el jarrón?
4°
¿Cómo es el efrit?
5°
¿Cualés eran las promesas que se hacía el efrit mientras estaba encerrado?
¿Cuál es la más popular? ¿Cuánto tiempo lleva encerrado en la vasija?
6°
¿Qué artilugio usa el pescador para salvarse?
7°
¿Cómo continuaría la historia?
Prácticas del lenguaje
Cuadernillo de lectura
para 2º año
Prof.:
Fabián Gil
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Mitos, leyendas y leyendas urbanas
El árbol de Apolo
La historia de Dafne y Apolo
Un día, cuando Apolo, el dios de la luz y de la verdad, era aún joven,
encontró a Cupido, el dios del amor, jugando con una de sus flechas.
¿Qué estás haciendo con mi flecha?- preguntó Apolo con ira-. Maté una
gran serpiente con ella. ¡No trates de robarme la gloria, Cupido! ¡Ve a jugar
con tu arquito y con tus flechas!
Tus flechas podrán matar serpientes, Apolo –dijo el dios del amor-,
¡pero las mías pueden hacer más daño! ¡Incluso tú puedes caer herido por ellas!
Tan pronto hubo lanzado su siniestra amenaza, Cupido voló a través de
los cielos hasta llegar a lo alto de una elevada montaña. Una vez allí, sacó de
su carcaj dos flechas. Una cuyo efecto en aquel que fuera tocado por ella sería
el de huir de quien le profesara amor. Con la segunda, quien fuera herido por
ella se enamoraría instantáneamente de la primera persona que viera.
Cupido tenía destinada su primera flecha a Dafne, una bella niña que
cazaba en lo profundo del bosque.
Cupido templó la
cuerda de su arco y apuntó con la flecha a Dafne. Una vez en el aire, la flecha
se hizo invisible, así que cuando atravesó el corazón de la niña, ésta sólo
sintió un dolor agudo, pero no supo la causa.
Con las manos cubriéndose la herida, corrió en busca de su padre, el
dios del río.
¡Padre! – exclamó-: ¡Debes hacerme una promesa!
¿De qué se trata? –preguntó el dios.
¡Prométeme que nunca tendré que casarme! –gritó Dafne.
¡Pero yo quiero tener nietos!
¡No, padre! ¡No quiero casarme nunca! ¡Déjame ser siempre libre! –gritó
Dafne, y comenzó a golpear el agua con los puños.
¡Muy bien! – profirió el dios del río-. ¡No te aflijas así, hija mía,
te prometo que no tendrás que casarte nunca!
¡Y prométeme que me ayudarás a huir de mis perseguidores! –agregó
Dafne.
¡Lo haré, te lo prometo!
Después de que Dafne obtuvo esta promesa de su padre, Cupido preparó la
segunda flecha, esta vez destinada a Apolo, quien estaba vagando por los
bosques. Y en el momento en que el joven dios se encontró cerca de Dafne,
templó la cuerda del arco y disparó hacia el corazón de Apolo.
Al instante, el dios se enamoró de Dafne. Y, aunque la doncella llevaba
el cabello salvaje y en desorden, y vestía sólo toscas pieles de animales,
Apolo pensó que era la mujer más bella que jamás había visto.
¡Hola! –le gritó; pero Dafne le lanzó una mirada de espanto y, dando un
salto, se internó en el bosque como lo hubiera hecho un ciervo.
Apolo corrió detrás de ellas gritando: - ¡Detente, detente! Pero la
niña se alejó con la velocidad del viento.
¡Por favor no corras, detente! ¡Yo no soy tu enemigo! ¿Sabes quién soy?
No soy un campesino ni un pastor. ¡Soy un dios, cacé una enorme serpiente con
mi flecha!
Dafne seguía corriendo. Apolo ya estaba cansado de pedirle que se
detuviera, así que aumentó la velocidad, hasta que pronto estuvo cerca de ella.
Ya sin fuerzas, Dafne podía sentir la respiración de Apolo sobre sus cabellos.
¡Ayúdame, padre! –gritó dirigiéndose al dios del río-. ¡Ayúdame!
No acababa de pronunciar estas palabras cuando sus brazos y piernas
comenzaron a tornarse pesados hasta volverse leñosos. El pelo se le convirtió
en hojas y los pies en raíces que empezaron a internarse en la tierra.
Había sido transformada en el árbol del laurel, y nada había quedado de
ella, salvo su exquisito encanto. Apolo se abrazó a las ramas del árbol como si
fueran los brazos de Dafne y, besando su carne de madera, apretó las manos
contra el tronco y lloró.
- Siento que tu corazón late bajo esta corteza –dijo Apolo, mientras
las lágrimas rodaban por su rostro-. Y como no podrás ser mi esposa, serás mi
árbol sagrado. Usaré tu madera para construir mi arpa y fabricar mis flechas, y
con tus ramas haré una guirnalda para mi frente, y siempre serás joven y verde,
tú, Dafne, mi primer amor.
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El trueno y el relámpago
Un día en el
paraíso estaban Dios y el ángel mas hermoso, quien quería dominar toda la
tierra, y así se le ocurrió un plan para engañar a Dios.
Lucifer dijo: Señor
tu sabes que soy el ángel mas bello y quiero gobernar la tierra.
Dios muy dulcemente
le contestó: Bueno podrás tenerlo, pero solo aquello que tus ojos vean tierra
negra.
El ángel se fue
pensando... ¡Qué ingenuo es Dios, dejarse engañar tan fácilmente por un pobre
diablo! y se fue muy seguro a descansar porque había visto que todo era tierra
negra.
A la mañana
siguiente Lucifer fue a la tierra y descubrió que todo estaba blanco, el buen y
sabio Dios ¡había hecho nevar!
El diablo furioso,
creó el trueno para asustar a todos los seres vivos. Dios mas inteligente creó
una luz blanca para avisar a sus hijos que no tuvieran miedo, así creó el
relámpago.
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Historia
del pescador y del Efrit
Las 1001 noches
He llegado a saber, ¡Oh rey afortunado! que había un pescador, hombre
de edad avanzada, casado, con tres hijos y muy pobre. Tenía por costumbre echar
las redes sólo cuatro veces al día y nada más. Un día entre los días a las doce
de la mañana, fue a orillas del mar, dejó en el suelo la cesta, echó la red, y
estuvo esperando hasta que llegara al fondo. Entonces juntó las cuerdas y notó
que la red pesaba mucho y no podía con ella. Llevó el cabo a tierra y lo ató a
un poste. Después se desnudó y entró en el mar maniobrando en torno de la red,
y no paró hasta que la hubo sacado. Vistióse entonces muy alegre, y acercándose
a la red encontró un borrico muerto. Al verlo exclamó desconsolado: "¡Todo
el poder y la fuerza están en Alah, el Altísimo y el Omnipotente!"
Luego dijo: "En verdad que este donativo de Alah es
asombroso". Y recitó los siguientes versos:
¡Oh buzo, que giras
ciegamente en las tinieblas de la noche y de la perdición! ¡Abandona esos
penosos trabajos; la fortuna no gusta del movimiento!
Sacó la red, exprimiéndole el agua, y cuando hubo acabado de exprimirla, la
tendió de nuevo. Después, internándose en el agua, exclamó: "¡En el nombre
de Alah!" Y arrojó la red de nuevo, aguardando que llegara al fondo. Quiso
entonces sacarla, pero notó que pesaba más que antes y que estaba más adherida,
por lo cual la creyó repleta de una buena pesca, y arrojándose otra vez al
agua, la sacó al fin con gran trabajo, llevándola a la orilla, y encontró una
tinaja enorme, llena de arena y de barro.
Al verla se lamentó mucho y recitó estos versos:
¡Cesad, vicisitudes
de la suerte, y apiadaos de los hombres!
¡Qué tristeza! ¡Sobre
la tierra ninguna recompensa es igual al mérito ni digna del esfuerzo realizado
por alcanzarla!
¡Salgo de casa a veces para buscar candorosamente la fortuna, y me enteran de
que la fortuna hace mucho tiempo que murió!
¿Es así ! oh fortuna ! como dejas a los Sabios en la sombra, para que los
necios gobiernen el mundo?
Y luego, arrojando la tinaja lejos de él, pidió perdón a A lah por su momento
de rebeldía y lanzó la red por vez tercera, y al sacarla la encontró llena de
trozos de cacharros y vidrios. Al ver esto, recitó todavía unos versos de un
poeta:
¡Oh poeta! ¡Nunca soplará hacia ti el viento de la fortuna! ¿Ignoras, hombre
ingenuo, que ni tu pluma de caña ni las líneas armoniosas de la escritura han
de enriquecerte jamás?
Y alzando la frente al cielo, exclamó: "¡Alah! ¡Tú sabes que yo no echo la
red más que cuatro veces por día, y ya van tres!" Después invocó
nuevamente el nombre de Alah y lanzó la red, aguardando que tocase al fondo.
Esta vez, a pesar de todos sus esfuerzos, tampoco conseguía sacarla, pues a
cada tirón se enganchaba más en las rocas del fondo. Entonces dijo: "¡No
hay fuerza ni poder más que en Alah!" Se desnudó, metiéndose en el agua y
maniobrando alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó a tierra.
Al abrirla encontró un enorme jarrón de cobre dorado, lleno e intacto. La boca
estaba cerrada con un plomo que ostentaba el sello de nuestro señor Soleimán,
hijo de Daud (Salomón hijo de David, considerado el Señor de los efrits).
El pescador se puso muy alegre al verlo, y se dijo: "He aquí un objeto que
venderé en el zoco (Bazar) de los caldereros, porque bien vale sus diez dinares
de oro". Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para
sí: "Tengo que abrirlo sin remedio; meteré en el saco lo que contenga y
luego lo venderé en el zoco de los caldereros". Sacó el cuchillo y empezó
a maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo
inclinarlo para verter el contenido en el suelo. Pero nada salió del vaso,
aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se extendió por la
superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que
hubo salido todo el humo, comenzó a condensarse en torbellinos, y al fin se
convirtió en un efrit cuya frente llegaba a las nubes, mientras sus pies se
hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos
semejaban rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca una caverna; sus
dientes, piedras; su nariz, una alcarraza; sus ojos, dos antorchas,y su
,cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver a este efrit, el pescador
quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca
seca, y los ojos se le cegaron a la luz.
Cuando vió al pescador, el efrit dijo: "¡No' hay más Dios que Alah, y Soleimán
es el profeta de Alah!" Y dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de
este modo: "¡Oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me mates; te
obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos!" Entonces
exclamó el pescador: "¡Oh gigante audaz y rebelde, tú te atreves a decir
que Soleimán es el profeta de Alah! Soleimán murió hace mil ochocientos años, y
nosotros estamos al fin de los tiempos. ¿Pero qué historia vienes a contarme?
¿Cuál es el motivo de que estuvieras en este jarrón?"
Entonces el efrit dijo: "No hay más Dios que Alah. Pero permite, ¡Oh
pescador! que te anuncie una buena noticia". Y el pescador repuso:
"¿Qué noticia es esa?"
Y contestó el efrit: "Tu muerte. Vas a morir ahora mismo, y de la manera
más terrible".
Y replicó el pescador: "¡Oh jefe de los efrits! ¡Mereces por esa noticia
que el cielo te retire su ayuda! ¡Pueda él alejarte de nosotros! Pero ¿por qué
deseas mi muerte? ¿Qué hice para merecerla? Te he sacado de esa vasija, te he
salvado de una larga permanencia en el mar, y te he traído a la tierra".
Entonces el efrit dijo: "Piensa y elige la especie de muerte que
prefieras; morirás del modo que gustes". Y el pescador dijo: "¿Cuál
es mi crimen para merecer tal castigo?" Y respondió el efrit: "Oye mi
historia, pescador". Y el pescador dijo: "Habla y abrevia tu relato,
porque de impaciente que se halla mi alma se me está saliendo por el
pie".
Y dijo el efrit:
"Sabe que yo soy un efrit rebelde. Me rebelé contra Soleimán, hijo de
Daud. Mi nombre es Sakhr El-Genni. Y Soleimán envió haciamí a su visir Assef,
hijo de Barkhia, que me cogió a pesar de mi resistencia, y me llevó a manos de
Soleimán. Y mi nariz en aquel momento se puso bien humilde.
Al verme, Soleimán hizo su conjuro a Alah y me mandó que abrazase su religión y
me sometiese a su obediencia. Pero yo me negué. Entonces mandó traer ese
jarrón, me aprisionó en él y lo selló con plomo, imprimiendo el nombre del
Altísimo. Después ordenó a los efrits fieles que me llevaran en hombros y me
arrojasen en medio del mar. Permanecí cien años en el fondo del agua, y decía
de todo corazón: "Enriqueceré eternamente al que logre libertarme".
Pero pasaron los cien años y nadie me libertó. Durante los otros cien años me
decía: "Descubriré y daré los tesoros de la tierra a quien me liberte".
Pero nadie me libró. Y pasaron cuatrocientos años, y me dije: "Concederé
tres cosas a quien me liberte". Y nadie me libró tampoco. Entonces,
terriblemente encolerizado, dije con toda el alma: "Ahora
mataré a quien me libre, pero le dejaré antes elegir, concediéndole la clase de
muerte que prefiera". Entonces tú, ¡oh pescador! viniste a librarme y por
eso te permito que escojas la clase de muerte".
El pescador, al oír estas palabras del efrit, dijo: "¡Por Alah que la
oportunidad es prodigiosa! ¡Y había de ser yo quien te libertase! Indúltame,
efrit, que Alah te recompensará! En cambio, si me matas, buscará quien te haga
perecer".
Entonces el efrit le dijo: "¡Pero si yo quiero matarte es precisamente
porque me has libertado!"
Y el pescador le contestó: "¡Oh jeique de los efrits, así es como
devuelves el mal por el bien! ¡A fe que no miente el proverbio!" Y recitó
estos versos:
¿Quieres probar la amargura e las cosas? ¡Sé bueno y cervicial !
¡Los malvados desconocen la gratitud! _
¡Pruébalo, si quieres y tu, suerte, será la de la pobre Magir, madre de
Amer!
Pero el efrit le dijo: "Ya hemos hablado bastante. Sabe que sin remedio te
he de matar."
Entonces pensó el pescador: "Yo no soy más que un hombre y él un efrit,
pero Alah me ha dado una razón bien despierta. Acudiré a una astucia para
perderlo. Veré hasta dónde llega su malicia." Y entonces dijo al efrit:
"¿Has decidido realmente mi muerte?" Y el efrit contestó: "No lo
dudes." Entonces dijo: "Por el nombre del Altísimo, que está grabado
en sello de Soleimán, te conjuro a que respondas con verdad a mi
pregunta." Cuando el efrit oyó el nombre del Altísimo, respondió muy
conmovido: "Pregunta, que yo contestaré la verdad." Entonces dijo el
pescador: "¿Cómo has podido entrar por entero en este jarrón donde apenas
cabe tu pie o tu mano?" El efrit dijo: "¿Dudas acaso de ello?"
El pescador respondió: "Efectivamente, no lo creeré jamás mientras no vea
con mis propios ojos que te metes en él."
En este momento de su
narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡Oh rey afortunado! que cuando el pescador dijo al efrit
que no le creería como
no lo viese con sus propios ojos, el efrit comenzó a agitarse, convirtiéndose
nuevamente en humareda
que subía hasta el firmamento. Después se condensó, y empezó a entrar enel
jarrón poco a poco, hasta el fin. Entonces el pescador cogió rápidamente la
tapadera de plomo, con el sello de Soleimán, y obstruyó la boca del jarrón. Después,
llamando al efrit, le dijo: "Elige y pesa la clase de muerte que más te
convenga; si no, te echaré al mar, y me haré una casa junto a la orilla, e
impediré a todo el mundo que pesque, diciendo: "Allí hay un efrit, y si lo
libran quiere matar a los que le libertan".
Luego enumeró todas las variedades de muertes para facilitar la elección. Al
oírle, el efrit intentó salir, pero no pudo, y vió que estaba encarcelado y
tenía encima el sello de Soleimán, convenciéndose entonces de que el pescador
le había encerrado en un calabozo contra el cual no pueden prevalecer ni los
más débiles ni los más fuertes de los efrits. Y comprendiendo que el pescador
le llevaría hacia el mar, suplicó: "No me lleves, ¡no me lleves!" Y
el pescador dijo: "No hay remedio". Entonces, dulcificando su
lenguaje, exclamó el efrit: "¡Ah pescador! ¿Qué vas a hacer conmigo?"
El otro dijo: "Echarte al mar, que si has estado en él mil ochocientos
años, no saldrás esta vez hasta el día del juicio. ¿No te rogué yo que me de¡aras
la vida para que Alah la conservase a ti y no me mataras para que Alah no te
matase?
Obrando infamemente rechazaste mi plegaria. Por eso Alah te ha puesto en mis
manos, y no me remuerde el haberte engañado."
Entonces, dijo el efrit: "Abreme el jarrón y te colmaré de
beneficios."
El pescador respondió: "Mientes, ¡oh maldito! Entre tú y yo pasa
exactamente lo que ocurrió entre el visir del rey Yunán y el médico
Ruyán."
Y el efrit dijo: "¿Quiénes eran el visir del rey Yunán y el médico Ruyán? ¿Qué historia es ésa?"
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La casa de Asterión
(Jorge Luís Borges)
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de
misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su
debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también
es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche
a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará
pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud
y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la
tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay
una puerta cerrada, añadiré que ho hay una cerradura? Por lo demás, algún
atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como
la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño
y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente
oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de
las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en
vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi
modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un
hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es
comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no
ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y
los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al
carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al
suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha
cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el
que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro
patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora
verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se
bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado
sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar
es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del
tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar
patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la
calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que
una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los
mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay
en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo,
Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya
no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para
que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las
galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras.
Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojala me
lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?,
me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de
hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de
bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro
apenas se defendió.
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Álvaro llevaba años sin poner los pies en el
pueblecito de Galicia donde creció; pero, la grave enfermedad que sufría su
padre, le obligó a desplazarse a la zona rural donde se
crió para darle un último adiós. Por desgracia su padre tenía las horas
contadas. Angustiado por el ambiente familiar que había en la que antes fue su
casa, decidió salir a pasear para despejarse un poco. No le importó que ya
hubieran pasado las 2 de la madrugada, tenía que separarse de sus hermanos,
unos insensibles que como parásitos ,y con su padre aún con vida, se repartían
la herencia como hienas despedazan la carroña.
Distraído y con la mente en otro lado,
caminaba por los abandonados caminos que llevaban a la ermita del pueblo, una
pequeña iglesia que se cerró varios años atrás por el
grave deterioro que había sufrido su tejado en una
lluvia de granizo. La ermita antes era la última escala en la procesión del
pueblo, que finalizaba llevando la imagen de un Cristo desde la Iglesia que había cerca de la plaza hasta
allí. Pero cada vez eran menos los habitantes de la comarca y el pueblo parecía una fantasmagórica visión de
lo que Álvaro recordaba de su niñez, por lo que la ermita nunca fue restaurada.
Cuando se encontraba a escasos metros del
tramo final, escuchó una especie de cánticos, su curiosidad le llevó a
acercarse aún más, pero algo en su interior le decía que debía esconderse. Un
frío indescriptible parecía metérsele en los huesos y
comenzó a sentir un fuerte olor a cera quemada.
Instintivamente decidió ocultarse tras unos arbustos para contemplar
aterrado lo que parecía una romería fantasmal precedida por un hombre que con
la cara demacrada portaba una cruz en la mano; los demás integrantes eran aún
mucho más aterradores, pues claramente podía verse que ya estaban muertos y sus
rostros eran poco más que unas calaveras que
movían sus escalofriantes mandíbulas mientras entonaban un rosario. Todos los
muertos portaban una vela en su mano y su lento paso parecía dirigirles
directamente a la casa del padre de Álvaro.
Álvaro, tan asustado como intrigado, decidió
seguir a distancia a la cadavérica procesión, que cada vez se acercaba más a la
que fue su casa, el lugar donde sufría la agonía de una lenta enfermedad su
padre. Hasta que sorprendentemente su padre apareció caminando y, sin mediar
palabra, uno de los esqueletos envuelto en una túnica se le acercó y le ofreció
una de las velas. Su padre, como hipnotizado, alargó la mano y la recogió, y
tal y como había aparecido se esfumó en ese instante. El resto de integrantes
de esa Santa Compaña también parecieron evaporarse en una extraña niebla. Todos
menos el portador de la cruz, el primer integrante de la procesión de muertos
que quedó tendido en el suelo durante unos segundos. Pasado ese tiempo se
levantó, y con la cara totalmente descompuesta por el cansancio y como si su
misma vida fuera gradualmente absorvida por la compañía de los muertos, como un
sonámbulo comenzó a caminar en dirección al pueblo.
Álvaro estaba tan petrificado por el miedo
que no podía moverse, sólo el grito desgarrador de una de sus hermanas le
despertó del shock en el que se encontraba. Casi sin
darse cuenta había caminado siguiendo a
Corrió tan rápido como pudo hasta la
habitación donde yacía su padre ya sin vida, prácticamente toda la familia se
encontraba con él en el momento que su alma abandonó su cuerpo, Álvaro entendió
en ese momento que la imagen que vio de su padre no era más que su alma
uniéndose a una Santa Compaña con la que vagaría eternamente reclamando el alma de otros
moribundos.
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Cuentos realistas
Miel silvestre
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a
sus doce años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en
la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos
leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto
es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar
escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su
libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron
hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco
débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores -iniciados también en Julio
Verne- sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin
embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos
dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a
ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de
contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No
fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho
pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En
consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a
quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero
que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse
de la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual
modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida
intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos
stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus
recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a
pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole
arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y
a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
-¿Adónde vas ahora? -le había preguntado
sorprendido.
-Al monte; quiero recorrerlo un poco -repuso
Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.
-¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso.
Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar
por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante,
fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y
quedó quieto. Metiose las manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella
inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de
nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la
picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente
dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche -aunque de
un carácter un poco singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue
despertado por su padrino.
-¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer
vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama,
alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a
otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
-¿Qué hay, qué hay? -preguntó echándose al
suelo.
-Nada... Cuidado con los pies... La
corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las
curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y
marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes,
sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y
fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la
exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero
profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes
mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas
hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su
riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o
droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet
quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los
pies, la placa lívida de una mordedura.
-¡Pican muy fuerte, realmente! -dijo
sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya
ningún valor, no respondió, felicitándose, en cambio, de haber contenido a
tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la
noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez
con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería
en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era
maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las
ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó
pronto. Dábale la impresión -exacta por lo demás- de un escenario visto de día.
De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un
animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo
zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco,
diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio
en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
-Esto es miel -se dijo el contador público
con íntima gula-. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él -Benincasa- y las bolsitas
estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego;
levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba
cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su
mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen,
constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica
abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las
bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto
de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen.
Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría
transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo.
¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de
eucaliptus. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas
qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco
bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el
panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar
el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente
abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua
del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron
así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la
suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la
cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien
abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el
suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del
paisaje.
-Qué curioso mareo... -pensó el contador. Y
lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se
había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de
plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los
pies y las manos le hormigueaban.
-¡Es muy raro, muy raro, muy raro! -se
repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo, el motivo de esa
rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección -concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en
seco, de espanto.
-¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!...
¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se
le erizó el cabello de terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la
sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el
horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le
cohibió todo medio de defensa.
-¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato
voy a morir!... ¡No puedo mover la mano!...
En su pánico constató, sin embargo, que no
tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo
normal. Su angustia cambió de forma.
-¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me
van a encontrar!...
Pero una visible somnolencia comenzaba a
apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se
aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba
vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y
en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso
negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último
espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del
hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un
precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora
oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de
hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y
sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La
corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas
propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual
carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría
de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir
Benincasa.
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El retorno de Vargas
Cuando
esa noche tórrida el doctor Villalba decidió que había que convencer al viejo
Vargas para que volviese, a todos nos pareció una idea brillante. Sostenido por
el entusiasmo de la comisión directiva en pleno, y por el calor y la algarabía
de esta juventud maravillosa que veníamos a ser nosotros, decidió constituirse
en la casa de Vargas ipso facto. Se incorporó secundado por los honorables
miembros de la comisión directiva y abandonó el bufet con paso resuelto.
Nosotros los seguimos después de vaciar en tragos apurados los vasos altos del
vermut y capturar al voleo las sobras de la picada que nuestros prohombres
acababan de abandonar. Era una noche atroz, como suelen ser las noches de enero
en mi pueblo, cuando la humedad del río, caliente y pegajosa, queda flotando
sobre las calles y las casas y nos envuelve y nos sofoca.
El que iba adelante era el doctor, naturalmente, y los
que íbamos atrás, los más chicos sobre todo, no podíamos menos que quedarnos
admirados. El traje a medida, la corbata brillante, el pañuelo al tono en el
bolsillo del saco, el pelo tirantísimo y duro de fijador, los anteojos negros
elegantes. Y ese paso de tipo ganador que se lleva todo por delante, con esos
trancos largos y elásticos como de tigre. Caminamos las ocho cuadras a buen
paso y terminamos ensopados de sudor. Todos salvo el presidente, que parecía
flotar en una burbuja fresca y traslúcida que lo exoneraba de todo.
La casa era sencilla. Un chalet con tejas a dos aguas y
una galería al frente, algo elevado, a la que se llegaba a través de cuatro o
cinco escalones de laja. Con un ademán el doctor Villalba mandó que tocaran el
timbre. Los demás formamos una especie de escuadra improvisada a sus espaldas.
Yo estaba excitadísimo porque me imaginaba la cara de Vargas cuando se topara
con semejante comitiva, y me sentía parte de la historia grande de mi club y mi
pueblo. Pero la que abrió la puerta fue una mujer pequeñita y nerviosa que
preguntó qué queríamos. Volvió dos minutos después para decir que podíamos
pasar. Entró el presidente, luego los de la comisión, por fin nosotros. Vargas
esperaba en el amplio comedor que daba a la calle sofocada de la que veníamos.
Hacía dos años que no lo veía, desde la tarde tumultuosa en la que había
dirigido su último partido. Estaba igual: un gordo serio y retacón que usaba un
bigote espeso y canoso. Nos recibió sentado ante una larga mesa y sin
apresurarse se puso de pie cuando entramos. Estrechó todas las manos pero no
sonrió.
El presidente Villalba se le sentó enfrente y los de la
comisión se repartieron a cada lado. Así dispuestos daban la impresión de una
mesa examinadora en la que el doctor dirigía el tribunal y Vargas era el
alumno. Los jóvenes nos quedamos de pie, porque nadie nos invitó a sentarnos,
porque no cabíamos todos y porque la atmósfera solemne y difícil del encuentro
nos tenía cohibidos. Cuando me cansé de estar parado rígido y firme, me recosté
con disimulo sobre un modular cuyos estantes estaban llenos de chucherías,
adornos hechos con caracoles marinos, mates y platos de esos que se venden como
recuerdo de Mar de Ajó y Santa Teresita.
El presidente fue al grano sin demasiado prólogo
porque, según afirmó, no eran tiempos para sutilezas literarias, ya que el club
estaba en una situación desesperada. Dijo que si no se tomaban medidas
drásticas podía derrumbarse el esfuerzo titánico del último lustro, ese que
había permitido a la institución ascender dos categorías, trascender al nivel
nacional y ubicarse en el escalón de privilegio que por derecho propio le
correspondía. Que era un tiempo tormentoso que exigía timoneles experimentados
y que el clamor popular (que no se equivocaba jamás y que era un juez justísimo
e inapelable) tenía puestos sus ojos y sus esperanzas, sus miras y sus
convicciones en don Inocencio Pedro Vargas, el héroe conductor del plantel más
exitoso en la historia del club.
Cuando terminó, algunos de los más jóvenes estuvieron a
punto de ponerse a aplaudir, pero se contuvieron. Entró la mujer que nos había
recibido, se acercó a su marido con pasos cortos y sonoros y le dijo algo al
oído. Vargas preguntó si todos tomaban café, y Villalba aceptó por él y por el
resto. La mujer volvió a la cocina. Al cerrar la puerta sentí un soplo de aire
fresco que venía del otro lado y caí en la cuenta de que en el comedor el aire
se había convertido poco menos que en vapor de sopa.
El doctor le ofreció un Benson a Vargas, que negó con
la cabeza y sacó un paquete de Jockey cortos del bolsillo de la camisa. El otro
sonrió y evocó en voz alta una imagen que todos recordábamos: Vargas de pie
junto a la línea de cal, con la boina azul bien calada y el cigarrillo colgado
en la comisura de los labios, gritando de tanto en tanto alguna indicación a
sus dirigidos. Todos sonrieron al recordarlo, porque esa estampa nos llevaba a
los tiempos gloriosos del doble ascenso, cuando el equipo parecía una máquina
indestructible.
El único que no sonrió fue Vargas, que cruzó las manos
sobre la mesa con el cigarrillo humeando entre los dedos y preguntó serenamente
qué había pasado con aquello de la modernización y la filosofía del éxito y los
jugadores de la Capital y el nuevo técnico húngaro.
El doctor Villalba se puso serio y dijo que así como el
crecimiento es sinónimo de cambios, a veces es sinónimo de errores y hasta de
dolor. Y que así como las plantas que crecen alzan sus ramas en todas
direcciones y luego algunas se secan castigadas por el sol o arrancadas por el
viento, así los hombres edifican sus sueños en terrenos hostiles y
problemáticos, y que a veces los mejores proyectos y las más saludables
intenciones naufragan en los mares turbulentos del azar y la perfidia, máxime
en esferas tan volátiles e impredecibles como las arenas del deporte.
Entró la mujer sosteniendo la bandeja del café y volvió
el silencio. Villalba se apresuró a ponerse de pie para ayudarla a repartir los
pocillos. Vargas permaneció sentado y agradeció con una inclinación de cabeza
cuando le alcanzaron el suyo.
Vargas preguntó con qué jugadores iba a disputarse el
próximo campeonato porque, según sus cálculos, del plantel del ascenso no
quedaba nadie salvo un marcador lateral y el arquero suplente, y todas las
incorporaciones de los dos años anteriores habían sido préstamos.
Villalba alzó ambas manos, bajó la cabeza y dijo que se
rendía ante la capacidad de análisis y la velocidad de anticipación de las
dificultades que demostraba cabalmente Vargas. Dijo que le sacaba las palabras
de la boca y que era digno de un estratega el modo en que advertía las
dificultades que se erguían en el horizonte. Dijo que eran tiempos de una
gravedad insólita, precisamente porque el club enfrentaba una situación
económica desesperante. Que ciertamente esos muchachos ilustres, artífices de
la hazaña del doble ascenso, habían dejado su sitio a las nuevas estrellas
llegadas de la mano del húngaro, y que justamente el dinero ingresado por sus
pases había permitido afrontar el ambicioso proyecto del último bienio. Pero
que el descenso reciente obligaba a replantear las estrategias del club si lo
que se pretendía era retornar a las pretéritas abundancias, y que los tiempos
que se avecinaban eran de entrega y sacrificio, hechos a la medida de hombres
con espíritu de titanes, hombres capaces de forjar a jóvenes de acero, porque
precisamente ésa y no otra sería la tarea impostergable del futuro inmediato:
extraer de la cantera de las inferiores las joyas, las alhajas, los eslabones
de una nueva cadena de éxitos que hicieran olvidar rápidamente el descenso y
colocaran al club de nuevo en la senda del triunfo. Y que no había, ni en el
pueblo ni en la provincia toda, un formador de hombres, un forjador de
jugadores como él, como don Inocencio Vargas.
El doctor había sido tan vehemente en este tramo de su
discurso que un mechón engominado le resbaló sobre la frente, aunque se
apresuró a ordenarlo con un ademán veloz de la mano izquierda. Entró la mujer
con la bandeja vacía. Recorrió la mesa retirando los pocillos. No tardó
demasiado, porque a los que estábamos de pie no nos habían servido. Cuando
terminó se acercó a su marido y de nuevo le habló al oído. Salió. Vargas dijo
que en la vereda se estaba juntando gente. Uno de los muchachos que estábamos
de pie corrió apenas una cortina y, volviéndola enseguida a su sitio, dijo que
eran como cincuenta personas. Vargas sonrió por primera vez en la noche y
comentó que en este pueblo los secretos duran lo que un pedo en una canasta. El
presidente fue el primero en festejar el comentario, aunque dudo que le haya
gustado la grosería. Todos lo imitaron. Vargas no esperó a que se callaran los
últimos para retomar el hilo del asunto, concluyendo que entonces, según
entendía, deberían jugar recién descendidos con un grupo de muchachos sin
experiencia ni en primera ni en esa categoría.
El doctor Villalba volvió al tono solemne y
contrariado. Dijo que sí, que la verdad cruda es un remedio a veces detestado
pero siempre preferible al engaño dulce de los placebos. Y que en ésa, la hora
más difícil, sólo había sitio para la sinceridad más descarnada. Y que era
precisamente la urgencia atroz del momento la que lo señalaba a él, a Inocencio
Vargas, como el único salvador posible de esa nave en mares de zozobra, porque,
aunque no quería ser ave de mal agüero, la categoría en la que habrían de jugar
era sumamente difícil y cabía la posibilidad horrorosa de que la campaña
terminase en un nuevo descenso. Mirándose las manos dijo que eso significaría echar
por la borda el esfuerzo mancomunado de los últimos cinco años, porque la
institución volvería al lugar ignominioso en el que había yacido sumergida, y
eso era justamente lo que había que impedir, y que ése era todo el motivo por
el cual se había constituido esa comitiva que él tenía el orgullo de encabezar,
para pedirle que no desatendiera el llamado de la historia y el clamor de
quienes lo admiraban y lo querían bien.
Entró la mujer. Se la veía nerviosa, pero esta vez no
se acercó a su marido. Lo miró fijo mientras recorría la mesa y los muebles
vaciando los ceniceros en un tachito. Salió y cerró la puerta. Vargas encendió
un nuevo cigarrillo. Soltó hacia el techo una gran bocanada de humo. Entre el
calor y el hedor de los cuerpos y el tabaco, el tufo era de náusea. A nadie se
le había ocurrido encender el ventilador de techo, pero los únicos que parecían
dotados de habla y movimiento, como para hacer ése o cualquier otro gesto, eran
Vargas y el doctor. El viejo se levantó para sacar del cajón del modular un
nuevo paquete de Jockey cortos. Cuando iba de nuevo hacia la mesa se detuvo
ante la ventana y espió tras la cortina. Mientras se sentaba haciendo crujir la
silla de roble comentó que afuera se habían juntado ya más de doscientas
personas. Yo ya lo sabía, porque aun sin asomarse uno se percataba del gentío
por el rumor de voces que llegaba desde la vereda. Me extrañó un poco ver que
los ojos de Vargas brillaban.
Esta vez, y aunque el viejo permaneció en silencio,
Villalba demoró en hablar. Cuando arrancó le había dado a su tono apesadumbrado
un dejo intimista. Dijo ese refrán de que cuentas claras conservan la amistad.
Agregó que el prestigio de la institución no podía permitir que las antiguas
deudas quedaran impagas. Y que, si en el frenesí modernizador de los últimos
dos años el club había cometido el descuido de no cancelar la deuda de sus
honorarios como entrenador, no debía atribuirlo a mala voluntad o ingratitud,
sino únicamente a las desprolijidades propias de un organismo vivo que quiere
crecer aunque lo haga tumultuosamente, como el club al que todos los presentes
amaban. Y que la primera medida administrativa que iba a tomar el lunes por la
mañana sería abonar los compromisos que con él tenía la institución, porque sus
autoridades comprendían perfectamente la completa licitud del reclamo que en
varias ocasiones don Inocencio les había hecho llegar, y que nada puede
construirse en el largo plazo si no es a partir del respeto escrupuloso de los
compromisos contraídos.
Entró la mujer. Tosió varias veces mientras movía la
mano frente a su rostro, como si la sofocase el humo que saturaba el ambiente.
Miró de nuevo al marido, ahora con una evidente expresión de disgusto de la que
Vargas no se dio por enterado. Avanzó hacia las ventanas, descorrió todas las
cortinas y encendió el ventilador. Como si se hubiese tratado de una señal, los
que se apiñaban afuera empezaron a aplaudir y a improvisar algunos cantos. De
comedidos, algunos de nosotros nos asomamos e hicimos señas para que guardaran silencio.
Adentro todavía faltaban cosas por decir y por hacer, y la tensión que nos
rodeaba nada tenía que ver con el espíritu festivo que empezaba a cocinarse
afuera. Nos hicieron caso.
Por primera vez los ojos de Vargas se posaron en los
míos, mientras volvía a ocupar mi puesto junto al modular. Me preguntó si había
mucha gente. Sin exagerar, dije que eran como quinientos. Me atoré un poco con
las palabras porque me ponía nervioso tener como interlocutor a semejante
prócer. Noté de nuevo el brillo que había adquirido su mirada.
Vargas se puso de pie. Miró a Villalba directamente y
con tono afable dijo que seguramente no había que dejar esperando a tanta
gente, en ese calor sofocante, sin dar a conocer las buenas nuevas. La
expresión del presidente pasó de la tensión al alivio y del alivio a la
alegría. «Venga esa mano, mi amigo», dijo el doctor irguiéndose también. La
sonrisa le iba de una oreja a la otra y se le veían los dientes blanquísimos.
Los demás también se levantaron e improvisaron una fila para saludar a Vargas.
Yo, que estaba cerca de la puerta de la cocina, vi que la mujer la abría y se
quedaba de una pieza contemplando el desparramo de bromas, felicitaciones,
apretones de manos, abrazos y palmadas. No sé si por timidez o por bronca, volvió
a cerrarla poco a poco. Pero por la mirada que tenía clavada en su marido me
pareció que era lo segundo.
Enseguida el presidente dio la vuelta alrededor de la
mesa, apoyó la mano sobre el hombro del viejo y lo condujo hacia la puerta,
mientras con un gesto perentorio le indicaba al chico que estaba más próximo al
umbral que la abriese de par en par.
Fue impresionante el barullo que metió la gente cuando
los vio aparecer juntos. Algunos flashes disparados en la noche, en el momento
en que se asomaron a la galería, hicieron que pareciera una escena de las que
se ven en las películas. Yo casi me vi obligado a adivinar esa parte del
asunto, porque detrás del presidente y de Vargas se amucharon los miembros de
la comisión, que rodearon a los dos protagonistas en el porche. Quedé atrás de
todo, al lado del marco de la puerta abierta, casi dentro de la casa.
Vi los brazos en alto del doctor, que pedía silencio.
La gente hizo caso de inmediato. No recuerdo exactamente lo que dijo, porque
ahí afuera las palabras se perdían en el aire denso de la noche. Sonó como un
resumen de lo que había dicho adentro. Habló del lustro de la gloria, de la
modernización traumática, de la hora del sacrificio, del turno de los jóvenes,
del peligro inminente, de la grandeza postergada, del futuro de fábula. La
gente lo escuchaba como en trance. Lo único que se oía, además del arrullo
tronante de la voz del presidente, era el golpeteo incendiado de los bichos
contra las bombitas de luz. Terminó hablando de los próceres que escribían las
páginas definitivas de la historia, de esos hombres diferentes cuyo destino era
abrir caminos para que los demás sigan los rumbos trazados, de la soledad
trágica de esas vidas proféticas. Y dijo que el único hombre sobre la tierra
que podía salvar al club de su caída era don Inocencio Pedro Vargas, director
técnico desde el próximo lunes por la mañana.
Los aplausos no arrancaron enseguida, como si el
hechizo de su voz profunda tardara en disiparse. Pero bastó que alguno de la
comisión empezase para que una ovación creciente y duradera se contagiara y
sonase como un torrente caudaloso.
Después volvió el silencio. A mis espaldas vi que la
mujer entraba a la sala desde la cocina, hacía caso omiso del alboroto de la
multitud que palpitaba en la vereda, y comenzaba a barrer bajo la mesa y las
sillas mientras meneaba tristemente la cabeza.
Vargas, afuera, carraspeó aclarándose la garganta. Miró
concienzudamente al público, o al menos a la porción de curiosos que podía
verse desde el porche. Después giró para alcanzar con la mirada a los de la
comisión, que guardaban sus espaldas. Por último detuvo sus ojos en el doctor
Villalba, antes de volver la vista al frente. Cuando todos suponían que iba a
hablar, encendió un cigarrillo. Se tomó su tiempo para aspirar un par de
pitadas. Dejó el cigarrillo en la comisura de la boca. Recién después, con su
voz algo cascada, con una expresión dulce en el rostro y una sonrisa tímida
apenas dibujada en los labios, dijo que él no era un hombre de grandes discursos
y que por lo tanto iba a ser breve. Volvió a pitar. Dijo que por cierto era un
momento especial también para él y que, pensándolo bien, tenía únicamente una
cosa que decir a los allí presentes, y fundamentalmente a los señores miembros
de la comisión directiva y al señor presidente del club.
Se sacó el cigarrillo de los labios. Lo pisó contra las
baldosas del porche. Miró al presidente, a la comisión, al resto de la
comitiva, al enjambre de curiosos. Y nos mandó a todos a cagar a los yuyos.
Pegó media vuelta y cerró con un portazo.
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Cuentos fantásticos
En el expreso al
norte (Ray Bradbury)
Fue en el Expreso Oriente que se dirigía al
norte desde Venecia hasta Calais, pasando por París,
donde la anciana advirtió la presencia de un fantasmagórico pasajero.
Obviamente era un viajero que agonizaba por
causa de alguna terrible enfermedad.
Ocupaba el compartimiento 22 del tercer vagón contando desde atrás, se
hacía servir la comida allí y sólo a la hora del crepúsculo se levantaba para
sentarse en el coche comedor rodeado de luces eléctricas y el sonido de los
cristales y las risas de las mujeres.
El pasajero llegó esa noche, moviéndose con
terrible lentitud, y se sentó al otro lado del corredor donde estaba esta mujer
entrada en años, con su pecho como una fortaleza, la frente serena, los ojos
con una amabilidad que se había ido endulzando con el tiempo.
Al lado de aquella mujer había una maleta
negra de médico y un termómetro metido en su masculino bolsillo-solapa.
La palidez de aquel hombre fantasmal hizo que
su mano izquierda trepara hasta su bolsillo para palpar el termómetro.
-¡Dios mío! -Susurró la señorita Minerva
Halliday.
Pasó el jefe del comedor. Ella le tocó el
hombro y señaló a aquel pasajero con un ademán.
-Discúlpeme, pero, ¿adónde se dirige ese
pobre hombre?
-Calais y Londres, señora. Si Dios quiere.
Y se alejó de prisa.
Minerva Halliday, a quien ya se le había ido
el apetito, observó aquel esqueleto hecho de nieve.
El hombre y la vajilla tendida sobre su mesa
parecían una sola cosa. Los cuchillos, tenedores y cucharas canturreaban con un
sonido frío de plata. Él escuchaba, fascinado, como si escuchara el sonido de
su propia alma mientras la vajilla se arrastraba, se tocaba y repiqueteaba; un
tintineo de otra esfera. Tenía las manos apoyadas sobre su falda como si fueran
mascotas solitarias y cuando el tren se balanceó al compás de una curva
abrupta, su cuerpo, negligente, se balanceó hacia un lado y hacia otro,
tambaleándose...
Cuando el tren tomó una curva más pronunciada
se golpeó la vajilla de plata. Una mujer de una mesa lejana gritó mientras
reía:
-¡No puedo creerlo!
A lo que un hombre respondió con otro grito y
una risotada más fuerte:
-¡Yo tampoco!
Esta coincidencia hizo que el fantasmal
pasajero sufriera un terrible derretimiento. La risa dubitativa había penetrado
en sus oídos.
Era evidente que se encogía. Sus ojos se
ahuecaban y casi se podía percibir un vapor frío saliendo de su boca.
La señorita Minerva Halliday, consternada, se
inclinó hacia adelante, extendió una mano y se oyó decir:
-Yo sí creo.
El efecto fue instantáneo.
El fantasmal pasajero se irguió en su silla.
El color regresó a sus blancas mejillas. Los ojos se le iluminaron con el
rebrote del fuego. Su cabeza giró hacia el otro lado del corredor y observó a
esa mujer maravillosa que curaba con las palabras solamente.
Curiosamente sonrojada, la vieja enfermera de
pecho grande y cálido, sorprendida, se levantó y se marchó apresurada.
No pasaron cinco minutos cuando Minerva
Halliday oyó al jefe de comedor que corría por el corredor, golpeando las puertas y susurrando. Cuando pasó por
su puerta abierta, la miró.
-¿Es usted...?
-No -respondió adivinando-. No soy médico
sino enfermera diplomada. ¿Es por el pobre hombre del coche comedor?
-¡Sí! ¡Sí! Por favor, señora, venga por acá.
Habían llevado al fantasmal viajero hasta su
compartimiento.
Al llegar, Minerva Halliday espió hacia el
interior.
Allí estaba desparramado el extraño hombre,
con sus ojos marchitos cerrados, la boca como una herida sin desangrar, y la
cabeza traqueteando al compás de los viajes del tren como único vestigio de
vida.
«¡Dios mío! Está muerto», pensó.
-Lo llamaré si lo necesito -dijo en voz alta.
El jefe de comedor se fue.
La señorita Minerva Halliday cerró sigilosamente
la puerta corrediza y se volvió para examinar al muerto, porque estaba segura
que estaba muerto. Y sin embargo...
Pero finalmente se atrevió a acercarse y a
tocarle las muñecas por donde corría tanta agua helada. Se echó hacia atrás,
como si sus dedos se hubiesen quemado con hielo seco. Luego se inclinó hacia
adelante y susurró en la cara del hombre pálido:
-Escúcheme con atención, ¿sí?
Como respuesta, Minerva Halliday creyó oír el
palpitar helado de un único latido de corazón.
-No sé cómo puedo adivinarlo. Sé quién es y
de qué está enfermo...
El tren tomó una curva. La cabeza del hombre
se inclinó como si su cuello estuviese roto.
-Le diré por qué agoniza –murmuró-. Agoniza
por una enfermedad..., por la gente.
Los ojos del enfermo se abrieron de golpe,
como si le hubiesen atravesado el corazón con una bala.
-La gente de este tren lo está matando. Esa
es su enfermedad.
Algo parecido a una respiración se agitó
detrás de la herida cerrada de la boca del hombre.
-Sssí...
Le tomó con fuerza la muñeca para buscarle el
pulso:
-Usted viene de algún país del centro de
Europa, ¿no? De algún lugar donde las noches son largas y donde la gente
escucha cuando sopla el viento, ¿verdad? Pero ahora las cosas han cambiado y
usted trata de escapar viajando, pero...
El fantasmal pasajero se marchitó.
-¿C-c-cómo... lo... –susurró-, sabe...?
-Soy una enfermera especial con una memoria
especial. Yo vi..., yo conocí a alguien como usted cuando tenía seis años...
-¿Lo vio? -exhaló el hombre pálido.
-En Irlanda, cerca de Kileshandra. En la casa
de mi tío, que tenía cien años, llena de lluvias ybrumas. Allí estaba caminando
por el techo una noche y había ruidos en el corredor como si sehubiera desatado
una tormenta y por fin esa sombra entró en mi habitación. Se sentó en mi cama y
el frío de su cuerpo me dio frío. Recuerdo y estoy segura que no fue un sueño,
porque la sombra que vino a sentarse a mi cama y habló en un susurro..., era
muy parecida... a usted.
Con los ojos cerrados, desde lo más profundo
de su alma ártica, el viejo enfermo languideció al preguntar: -Y..., ¿quién...,
qué..., soy yo?
-Usted no está enfermo. No se está
muriendo... Usted es...
El silbato del Expreso Oriente aulló en la
lejanía.
-...un fantasma -concluyó.
-¡Sssí! -exclamó.
Era un vasto grito de necesidad, reconocimiento
y corroboración. Casi se yergue por completo.
-¡Sí!
Cuando de pronto entró un joven sacerdote,
ansioso por cumplir con su deber. Los ojos brillantes, los labios húmedos, la
mano aferrada a su crucifijo. Miró con detenimiento la figura derrumbada del
fantasmal pasajero y preguntó:
-¿Puedo...?
-¿Darle la extremaunción? -El antiguo
pasajero abrió un ojo como la tapa de una cajita de Plata-. ¿Usted? No. -El ojo
del pasajero se volvió hacia la enfermera-: ¡Ella!
-¡Señor! -exclamó el joven sacerdote.
Dio un paso atrás, tomó el crucifijo como si
fuera la cuerda de un paracaídas, giró y se alejó apresuradamente.
Dejando a la vieja enfermera examinando a su
cada vez más extraño paciente, que finalmente dijo:
-¿Cómo podrá ayudarme?
-Bueno -dijo con una risita modesta-. Debemos
encontrar un modo.
Con otro aullido, el Expreso Oriente enfrentó
nuevos kilómetros de noche, bruma y niebla y los atravesó con un alarido.
-¿Va a Calais? -preguntó Minerva Halliday.
-Más lejos, a Dover, Londres o quizás a un
castillo en las afueras de Edimburgo donde pueda estar a salvo...
-Eso es casi imposible. -Bien pudo haberle
disparado en el centro del corazón-. No. ¡No!
Espere, espere –exclamó-. Quiero decir que es
imposible sin mí. Viajaré con usted hasta Calais y Dover.
-Pero usted no me conoce.
-Es verdad, pero yo lo soñé de chica, mucho
antes de haber conocido a alguien como usted, en las nieblas y lluvias de
Irlanda. A los nueve años solía explorar los páramos en busca del sabueso de Baskerville.
-Sí -respondió el pasajero fantasmal-. Usted
es inglesa y los ingleses creen.
-Es cierto. Más que los norteamericanos que
dudan. ¿Los franceses? ¡Unos cínicos! Los ingleses son los mejores. Casi no
existe una vieja casa londinense que no tenga su triste señora niebla llorando
antes del amanecer.
Cuando de pronto la puerta del
compartimiento, sacudida por una larga curva en el camino, se abrió de par en
par. Una embestida de charla ponzoñosa, de conversación delirante, de lo que
sólo podía ser una risa irreligiosa entró inundándolos desde el corredor. El
pasajero fantasmal se marchitó.
Levantándose de un salto, Minerva Halliday
fue a cerrar la puerta y se volvió para observar a su compañero de viaje con la
familiaridad de toda una vida de encuentros insomnes.
-Ahora –preguntó-, ¿quién es usted
exactamente?
El pasajero fantasmal, viendo en su rostro el
rostro de una triste pequeña que bien pudo haber conocido años atrás, le reseñó
su vida:
-«Viví» en un lugar en las afueras de Viena
durante doscientos años. Para sobrevivir a las amenazas de ateos y verdaderos
creyentes tuve que esconderme en bibliotecas entre pilas de libros llenos de
polvo para alimentarme de mitos y cuentos de terror. Viví orgías de pánico y
terror a medianoche por los caballos que se desbocaban, los perros que ladraban
y los gatos que catapultaban... migas sacudidas de las tapas de los féretros. A
medida que pasaban los años, mis compatriotas del mundo invisible fueron
desapareciendo uno tras otro mientras los castillos se derrumbaban o los nobles
alquilaban sus jardines encantados a los clubes de mujeres o a empresarios hoteleros.
Desalojados, nosotros, los fantasmales deambuladores del mundo nos sumergimos
en el alquitrán, en las ciénagas y en los campos del descreimiento, duda,
escarnio o simplemente burla.
Como la población y la falta de fe se
duplicaba día a día, todos mis amigos espectrales huyeron. Yo soy el último y
aquí estoy tratando de cruzar Europa en tren para buscar la torre de un
castillo seguro y bañado en lluvia, donde los hombres suelan asustarse como corresponde
del hollín y del humo de las almas vagabundas. ¡Mi vida por Inglaterra y
Escocia!
Su voz se volvió silencio.
-¿Y cómo se llama? -preguntó Minerva
finalmente.
-No tengo nombre –susurró-. Miles de nieblas
han visitado a mi familia. Miles de lluvias han mojado mi tumba. Las marcas del
cincel se borraron con la humedad, el agua y el sol. Mi nombre desapareció
entre las flores, el pasto y el polvo de mármol. -Abrió los ojos-. ¿Por qué hace
esto? ¿Por qué quiere ayudarme?
Minerva sonrió cuando oyó la respuesta
correcta escapándose por entre sus labios:
-Nunca en mi vida hice una travesura.
-¡Una travesura!
-Mi vida transcurrió como la de un búho
relleno. No fui monja y sin embargo no me casé.
Dedicada al cuidado de una madre inválida y
un padre casi ciego, me consagré a los hospitales, las camas sepulcrales, los
gritos nocturnos y los remedios que no huelen precisamente a perfume para los
hombres. De modo que yo también tengo algo de fantasma, ¿no? Y ahora, esta
noche, con mis sesenta y seis años, por fin encontré un paciente magníficamente
distinto, fresco, absolutamente nuevo. ¡Señor! ¡Qué desafío! ¡Qué carrera! Lo
acompañaré para ayudarlo a ahuyentar a la gente del tren, a atravesar las
multitudes de París, luego en el viaje por mar, a salir del tren, a subir al
ferry.
Será sin duda una...
-¡Una travesura! -exclamó el pasajero
fantasmal, sacudido por espasmos de risa.
-¿Travesura? Sí, eso es. Pero -agregó Minerva
Halliday-, en París, no comen a los que hacen travesuras aun cuando asan a los
sacerdotes, ¿verdad?
Él cerró los ojos y murmuró:
-¿En París? Ah..., sí.
El tren aulló. La noche pasó.
Y llegaron a París.
En cuanto llegaron, un niño de no más de seis
años pasó corriendo junto a ellos y se quedó paralizado de frío. Miró al
pasajero fantasmal y el pasajero fantasmal le devolvió un recuerdo de témpanos
de hielo antártico. El niño soltó un grito y huyó. La vieja enfermera abrió la
puerta de golpe para observar lo que ocurría.
El niño le farfullaba a su padre en el otro
extremo del corredor. El padre se abalanzó por el corredor a los gritos:
-¿Qué está pasando acá? ¿Quién se atrevió a
asustar a mi...?
Se detuvo. Desde la puerta clavó la mirada en
aquel pasajero fantasmal del Expreso Oriente, que en ese momento decidió
frenar.
-... hijo -concluyó.
El pasajero fantasmal le devolvió una mirada
serena con sus ojos gris niebla.
-Yo. -El francés dio un paso hacia atrás,
mojándose los labios sin poder creerlo.
-¡Perdóneme! ¡Lo siento!
Y giró para salir corriendo, al tiempo que le
daba un empujón a su hijo.
-Siempre haciendo lío. ¡Vamos!
Cerraron la puerta.
-¡París! -resonó un eco en el tren.
-Silencio y de prisa -recomendó Minerva
Halliday mientras guiaba a su antiguo amigo a la plataforma plagada de malos
humores y equipajes mal colocados.
-¡Me estoy derritiendo! -exclamó el pasajero
fantasmal.
-Se le pasará en el lugar adonde vamos ahora.
-Sacó una canasta de picnic y corrió al milagro del último taxi que aguardaba.
Llegaron al cementerio Père Lachaise bajo un
cielo tormentoso. El portón estaba cerrado. La enfermera hizo tintinear un
puñado de francos. El portón se abrió.
Una vez adentro, deambularon en paz entre los
diez mil monumentos. Había tanto mármol frío y tantas almas ocultas que la
vieja enfermera sintió un repentino mareo, un dolor en la muñeca y un frío vertiginoso
que le corría por el lado izquierdo del rostro. Meneó la cabeza en señal de
rechazo.
Y caminaron entre las lápidas.
-¿Dónde haremos el picnic? -preguntó.
-En cualquier lugar -replicó Minerva
Halliday-. Pero, ¡cuidado! Porque este es un cementerio francés.
Lleno de cínicos. Ejércitos de ególatras que quemaron a personas de fe
y que al año siguiente fueron a su vez quemados en la hoguera por profesar su
fe. Por eso, escoja bien. Elija.
-Caminaron. El pasajero fantasmal señaló un
lugar.
-Esta primera lápida. Abajo: nada. Una muerte
sin siquiera un susurro de tiempo. La segunda tumba: una mujer, una creyente
reservada porque amaba a su marido y quería volver a verlo en la eternidad...,
un murmullo de espíritu, el latir de un corazón. Mejor. Esta tercera tumba
pertenece a un escritor de historias policiales que trabajaba para una revista
francesa. Pero amaba las noches, la bruma, los castillos. Esta tumba tiene la
temperatura ideal, como un buen vino. Sentémonos aquí, mientras usted decanta
la champaña y esperamos hasta volver al tren.
Minerva Halliday le ofreció un vaso llena de
felicidad.
-¿Puede beber?
-Puedo probar -lo aceptó-. Lo único que se
puede hacer es probar.
El pasajero fantasmal casi «se muere» cuando
dejaron París. Un grupo de intelectuales, recién salidos de sus seminarios
sobre la «náusea» sartreana y los acalorados debates sobre Simone de Beauvoir,
atravesó los corredores, dejando tras ellos un aire hirviente y vacío.
El pálido pasajero palideció aún más.
La segunda parada después de París, ¡otra
invasión! Una ola de alemanes subió a bordo: su falta de fe en espíritus
ancestrales, sus dudas acerca de la política se revelaban a viva voz. Algunos
hasta llevaban libros titulados «¿Estuvo Dios alguna vez en nuestra patria?».
El fantasma del Expreso Oriente se hundió más
en sus huesos radiográficos.
-¡Dios mío! -exclamó Minerva Halliday, corrió
a su compartimiento de donde no tardó en volver y arrojó una cascada de libros
variados.
-¡Hamlet! –exclamó-. Su padre, ¿no? Canción
navideña. Cuatro fantasmas. Cumbres borrascosas. Kathy vuelve, ¿sí? ¿Para
hechizar la nieve? Y Otra vuelta de tuerca y..., ¡Rebecca! Y mi preferido...,
La pata de mono. ¿Cuál?
Pero el fantasma del Expreso Oriente no
pronunció una sola palabra del espectral Marley. Sus ojos estaban cerrados, la
boca zurcida con carámbanos.
-¡Espere! -exclamó Minerva Halliday. Y abrió
el primer libro...
Donde Hamlet, apoyado contra la pared del
castillo, oyó el quejido del fantasma paterno, y entonces Minerva leyó las
siguientes palabras:
« ¡Está próxima la hora en que debo
restituirme a las sulfúreas y torturantes llamas!»
Y luego leyó:
«Yo soy el alma de tu padre, condenada por
cierto tiempo a andar errante de noche...»
Y otra vez:
«Si tuviste alguna vez amor a tu querido
padre... ¡Oh Dios!... ¡Véngale de su infame y monstruoso asesinato...!»
Y nuevamente:
«...el más infame asesinato...»
Y el tren avanzaba en la noche mientras
Minerva Halliday pronunciaba las últimas palabras del fantasma del padre de
Hamlet:
«...Adiós...»
«...Adiós, adiós. Acuérdate de mí...»
Y Minerva repitió:
«...acuérdate de mí...»
Y el fantasma del Expreso Oriente tembló.
Ella fingió no advertirlo, pero tomó otro libro:
«Marley estaba muerto, para empezar...»
Sus manos volaban como pájaros entre los
libros.
«Soy el Fantasma de
Luego:
«El Fantasma Rickshaw se deslizó desde la
bruma y avanzó a tropezones por la niebla...»
Y, ¿no se oía acaso un eco muy débil de
cascos de caballo sonando detrás, dentro de la boca del fantasma del Expreso
Oriente?
«El latido incesante bajo los maderos del
corazón del anciano», siguió Minerva suavemente.
De repente, como un salto de rana, se oyó el
primer pulso débil del corazón del fantasma del
Expreso Oriente después de más de una hora.
Los alemanes aglomerados en el corredor
dispararon una artillería de descreimiento.
Pero ella se encargó de suministrar el
remedio:
«El sabueso ladró en el páramo...»
Y el eco de ese ladrido, ese grito tan
lejano, subió desde el alma de su compañero de viaje, gimiendo desde su
garganta.
Mientras avanzaba la noche y la luna se
alzaba en el cielo y una Mujer vestida de Blanco atravesaba el paisaje y la
vieja enfermera hablaba y contaba y un murciélago que se convertía en lobo y
luego en lagarto trepaba a la pared de la frente del pasajero fantasmal.
Y por fin el tren se adormeció en silencio y
Minerva Halliday dejó caer el último libro con el estruendo de un cuerpo que se
desploma en el piso.
-Requiescat in pace -susurró el pasajero del
Expreso Oriente; sus ojos, cerrados.
-Sí -asintió Minerva con una sonrisa-.
Requiescat in pace. -Y durmieron.
Y por fin llegaron al mar.
Había niebla, que se convirtió en bruma, que
se transformó en llovizna, como una lluvia de lágrimas que cae de un cielo
infinito.
Esto logró que el pasajero fantasmal abriera y
desengomara la boca, que murmurara palabras de gratitud por aquel cielo
encantado y por aquella costa visitada por olas de fantasmas mientras el tren se
deslizaba dentro de la estación, donde pronto tendría lugar una mudanza masiva;
un tren atestado de gente convertido en un barco atestado de gente.
El fantasma del Expreso Oriente se mantuvo
apartado; la última figura de aquel tren autoembrujado.
-¡Un momento! -exclamó, con voz suave y
lastimera-. ¡El barco! Ese barco no tiene ni un lugar donde poder ocultarme. Y,
¡la aduana!
Pero los vistas aduaneros apenas miraron el
rostro pálido y nevado bajo la gorra y las orejeras oscuras, y rápidamente le
hicieron la señal a aquella alma glacial para que subiera al ferry.
Para sentirse rodeado de voces mudas, hombros
indiferentes, multitudes que se empujaban mientras el barco se balanceaba y se
mecía y la enfermera veía cómo los frágiles trozos de hielo del pasajero se
derretían una vez más.
Un grupo de chicos que andaba vociferando por
ahí le dio la idea.
-¡Vamos! ¡Rápido!
Y estuvo a punto de levantar y arrastrar al
hombre de mimbre tras los chicos y chicas.
-No -clamó el antiguo pasajero-. ¡El ruido!
-Es un ruido especial. -La enfermera lo
arrastró hacia una puerta-. ¡Es un remedio! ¡Por aquí!
El hombre miró perplejo a su alrededor.
-Pero esto es un salón de juegos -murmuró.
Ella lo guió hasta el centro mismo del
griterío y las corridas.
-¡Niños! -gritó Minerva Halliday.
Los niños se detuvieron congelados.
-¡Llegó la hora de contar cuentos!
Estaban a punto de comenzar a correr otra vez
cuando Minerva agregó:
-¡Cuentos de fantasmas!
Señaló como por casualidad al pasajero
fantasmal, cuyos pálidos dedos de polilla sujetaron la bufanda que rodeaba su
garganta helada.
-¡Todos sentados! -gritó la enfermera.
Los chicos cayeron a plomo en el suelo.
Alrededor del pasajero del Expreso Oriente, comoindios rodeando una tienda,
todos observaron aquella figura por donde las ventiscas silbaban extrañas
temperaturas en su boca jadeante.
El pasajero flaqueó. Minerva Halliday se
apresuró a decir:
-Ustedes creen en los fantasmas, ¿no es
verdad?
-Sí -resonó el grito unánime-. ¡Sí!
Fue como si una baqueta hubiese atravesado su
columna vertebral. El pasajero del Expreso Oriente se irguió. En sus ojos
destellaron los brillos inflexibles más quebradizos. Rosas invernales florecieron
en sus mejillas. Y cuanto más se inclinaban los niños expectantes, más alto se
erguía y más cálida era su expresión. Con un dedo glacial señaló el rostro de
los niños.
-Yo... –susurró-. Yo... -una pausa-, les voy
a contar un cuento de terror. Acerca de un fantasma de verdad.
-Sí. ¡Viva! -exclamaron los chicos.
Y comenzó a hablar y a medida que la fiebre
de su lengua conjuraba sapos, atraía la bruma e invitaba a la lluvia, los
chicos se abrazaban y se acercaban unos a los otros, una cama de alquitrán sobre
la que el pasajero antiguo podía recostarse feliz. Y mientras él hablaba, la
enfermera Halliday, apoyada contra la puerta, veía lo que él veía al otro lado
del mar encantado, los acantilados fantasmales, los acantilados de tiza, los
seguros acantilados de Dover y no muy lejos, a la espera, las torres
susurrantes, las profundidades de los castillos murmurantes, donde los
fantasmas eran como siempre lo habían sido en los serenos altillos expectantes.
Al contemplar aquello, la vieja enfermera sintió que su mano subía por la
solapa del bolsillo en busca del termómetro. Sintió su propio pulso.
Una breve oscuridad le nubló los ojos.
De pronto uno de los chicos dijo:
-¿Y usted quién es?
Juntando su mortaja de hilos de telaraña, el
pasajero fantasmal aguzó su imaginación y respondió.
El silbato del ferry que anunciaba la llegada
interrumpió el largo relato de cuentos de medianoche. Los padres inundaron el
lugar para recuperar a sus hijos olvidados y alejarlos del caballero del Expreso
Oriente de ojos fantasmales cuya boca delirante los hacía temblar cuando susurraba
y susurraba hasta que el ferry empujó la dársena y el último niño fue
arrastrado, bajo protesta. Sólo quedaron el viejo y la enfermera en el salón de
juegos y el ferry dejó de temblar sus deliciosos temblores, como si hubiese
escuchado, oído y disfrutado los cuentos de medianoche.
En la explanada, el viajero del Expreso
Oriente dijo, en tono enérgico.
-Ya no necesito ayuda para bajar. ¡Cuidado!
Y avanzó por la plancha. Y aun cuando los
niños habían sido un tónico que le permitió recuperar el color, la altura y las
cuerdas vocales, cuanto más se acercaba a Inglaterra, más firme era su paso y
cuando por fin tocó la dársena, una pequeña y feliz explosión de sonido irrumpió
de sus labios delgados y la enfermera, atrás, no frunció más el entrecejo y
dejó que corriera hacia el tren.
Al verlo correr como un niño, no pudo más que
quedarse henchida de alegría y algo más que alegría. Él corrió y el corazón de
Minerva Halliday corrió con él. De pronto Minerva Halliday sintió una puñalada
de sorprendente dolor y como si una tapa de oscuridad la golpeara y
desvaneciera.
En su prisa, el pasajero fantasmal no
advirtió que la vieja enfermera no estaba a su lado ni a sus espaldas; tan feliz
corría.
Al llegar al tren se sujetó jadeante del
picaporte del compartimiento. Sólo entonces sintió la ausencia y se dio vuelta.
Minerva Halliday no estaba. Pero un instante
después llegó, más pálida que antes, pero con una sonrisa increíblemente radiante.
Minerva Halliday trastabilló y casi se cae. Esta vez fue él quien la ayudó.
-Querida señora –dijo-, ha sido usted tan
gentil.
-Pero... -replicó Minerva serena, mirándolo,
esperando que él la viera de verdad-, no vine a despedirme.
-¿Cómo...?
-Seguiré con usted -contestó.
-Pero..., ¿y sus planes?
-Cambiaron. Ahora tengo otro lugar adonde ir.
Giró la cabeza y miró por encima de sus
hombros.
En el muelle, una multitud se aglomeraba
rápidamente para observar el cuerpo de alguien que yacía sobre los tablones de
madera. Hubo un murmullo de voces y alguien gritó. Se repitió la palabra «médico»
varias veces.
El pasajero fantasmal observó a Minerva
Halliday.
Luego miró a la multitud y al objeto causante
de la alarma general: un termómetro roto descansaba entre los pies de la
multitud. Volvió a mirar a Minerva Halliday, que seguía contemplando el
termómetro roto.
-Mi queridísima compañera -dijo por fin el
pasajero-. ¡Vamos!
Ella lo miró a los ojos.
-¿Travesuras?
-Travesuras -asintió él.
Y la ayudó a subir al tren, que no tardó en
dar una sacudida acompañada por un estrépito y se alejó sibilante por las vías
hacia Londres y Edimburgo y los páramos y los castillos y las noches oscuras y
la eternidad.
-¿Quién era? -preguntó el pasajero fantasmal
mirando hacia atrás a la multitud reunida en el muelle.
-¡Ay, Señor! -contestó la enfermera-. Nunca
lo supe realmente.
Y el tren se marchó.
Las vías demoraron veinte segundos exactos en
dejar de temblar.
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Continuidad
de los parques
Había empezado a
leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por
la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después
de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión
de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia
el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres
y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en
seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo
que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba
la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El
puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya,
atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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Acefalía
A un señor le cortaron la cabeza, pero como
después estalló una huelga y no pudieron
enterrarlo, este señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y arreglárselas bien o mal.
En
seguida notó que cuatro de los cinco sentidos se le habían ido con la cabeza.
Dotado solamente de tacto, pero lleno de buena voluntad, el señor se sentó en un banco de la plaza Lavalle y
tocaba las hojas de los árboles una por una, tratando de distinguirlas y
nombrarlas. Así, al cabo de varios días pudo tener la certeza de que había
juntado sobre sus rodillas una hoja de eucalipto, una de plátano, una de
magnolia foscata y una piedrita verde.
Cuando el señor advirtió que esto último era
una piedra verde, pasó un par de días muy perplejo. Piedra era correcto y
posible, pero no verde. Para probar imaginó que la piedra era roja, y en el
mismo momento sintió como una profunda repulsión, un rechazo de esa mentira
flagrante, de una piedra roja absolutamente falsa, ya que la piedra era por
completo verde y en forma de disco, muy dulce al tacto.
Cuando
se dio cuenta de que además la piedra era dulce, el señor pasó cierto tiempo
atacado de gran sorpresa. Después optó por la alegría, lo que siempre es
preferible, pues se veía que, a semejanza de ciertos insectos que regeneran sus
partes cortadas, era capaz de sentir diversamente. Estimulado por el hecho
abandonó el banco de la plaza y bajó por la calle Libertad hasta
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El cuartito
de la terraza
1º de abril
Hola, mi amor. Me parece genial que hayamos
decidido escribirnos por mail porque no nos daban los tiempos para chatear. Son
las doce del mediodía y acabo de almorzar con un sándwich. Voy a desocupar el
cuartito de la terraza. Tener algo que hacer me vendrá bien para soportar estos
meses de ausencia. ¡Justo tenían que trasladarte recién comprada la casa! Pero
no es un reproche. Ya entendí que son apenas dos meses y un aumento importante
de sueldo y jerarquía. Esa habitación me fascina. Cuando la limpie la
convertiré en mi atelier. Pienso cambiar el pequeño ventiluz por una gran
ventana para disfrutar de luz natural la mayor parte del día. Tengo carta
blanca, ¿no? Te comento que me tomé dos semanas de licencia para ocuparme del
cuarto.
Después de que lo despeje, llamaré a Salvador
para que se ocupe de los trabajos de albañilería y pintura. Más detalles, en mi
próximo correo. Un día y ya te extraño. Mil besos.
Meli.
2 de abril
Querido Hernán: ayer no sabía por dónde
empezar. Tuve que llevar el portalámpara porque la tierra pegada a los vidrios
del ventanuco no dejaba filtrar los rayos de sol. Llamé a un cerrajero para que
cortara el candado de la puerta y colocara una cerradura nueva. ¿Te acordás que
volvimos a la inmobiliaria para pedir la llave de ese enorme cerrojo? No me
explico por qué tantas precauciones para proteger muebles que se caen a pedazos
de viejos y húmedos. Creo que lo único rescatable es una mesa chica de madera
maciza y un sillón con brazos que todavía no probé hasta que lo libere de polvo
y telarañas. El contenido de los armarios es pura basura. Periódicos, revistas,
frascos vacíos, trapos, bolsas de supermercados, almanaques, tarros de pintura
secos, pinceles apelmazados, zapatillas gastadas y cajas en desuso; todo ello
atacado por el moho y la tierra. No quise hurgar demasiado porque pensé en las
alimañas que en semejante abandono pudieran refugiarse. Mañana veré cómo librarme
de ellos. No trabajes tanto. Sería bueno que aceptaras la invitación de tus
compañeros para distraerte un poco. Te autorizo (siempre que no haya mujeres).
Te quiero.
Meli.
4 de abril
¡Hombre impaciente! Ayer no te escribí porque
acompañé a mi mamá al centro y después estuve horas esperando a los del
Ejército de Salvación para que se llevaran los muebles. Cuando la habitación
quedó vacía (sólo dejé la mesa y el sillón a los que sometí a un tratamiento de
limpieza y encerado) parecía un salón de baile. Claro que las paredes son un
asco. Hay que fregarlas para ver si debajo de la mugre persiste la pintura.
Estuve hasta la noche cepillándolas y ahora
estoy por subir con un balde y una esponja para lavarlas.
¿Así que accediste a ir al boliche? ¡Con lo
que te gusta jugar al pool! Me alegro de que el ambiente de trabajo sea
placentero. Así no me vas a extrañar tanto. Mmmm… Eso es lo que me imagino.
Abrazos y besos.
Meli.
5 de abril
¡No vas a creerlo! Cuando empecé a pasar la
esponja por la pared del fondo la pintura se ablandó (o así me lo pareció),
porque en realidad estaba empapelada. Avanzo tan lentamente para despegar el
papel que está adherido al revoque que parece que la pared se hubiera
ensanchado. Todavía no cené, pero antes de comer voy a llamar a mamá porque
hace varios días que quiere que la acompañe al cine. ¿Hay salas de cine en ese
pueblito? Ya me contaste del comedor de doña Marta, de la proveeduría y del
boliche, pero quiero saber como es ese lugar y su gente. Así puedo imaginar que
estamos juntos. Te amo.
Meli.
8 de abril
Ya sé que no hay excusas por no escribirte en
estos días y lamento que hayas tenido que llamar a mi madre para tener noticias
mías. El teléfono está descompuesto hace una semana y ya reclamé el arreglo
varias veces. El celu lo perdí. Pensé que se lo habían llevado con los muebles
pero cuando pregunté me dijeron que no. Todavía no salí a comprar otro. Parece
que el invierno se adelantó y los días amanecen nublados, lluviosos y con
viento. Pero no importa, porque este cuarto insume todo mi tiempo. Cuando
terminé de arrancar el empapelado, quedó visible una puerta. Primero pensé que
era una falsa abertura, pero cuando la empujé se abrió hacia otra sala más
grande cuyo fondo exhibía un amplio ventanal. Te imaginarás mi sorpresa. La habitación
carecía de todo mobiliario y lucía tan limpia y nueva como recién construida.
Caminé hacia la ventana y divisé un extenso parque cubierto de árboles y
macizos con flores. El sol resplandecía y abejas, colibríes y mariposas
pululaban entre los setos. Casi podía aspirar la brisa cálida y perfumada. Ayer
volví y me pareció ver un movimiento entre los matorrales, pero a pesar de que
estuve hasta la noche no distinguí más que el silvestre paisaje de la víspera.
Hoy ví personas detrás del ventanal. ¿Dónde vivirán? No hay casas a la vista.
Perdí la noción del tiempo hasta que me sobresaltaron los gritos de mamá. Salí
del salón y cerré la puerta. Todavía no estoy preparada para compartirlo.
¡Tendrías que escuchar los reproches porque yo había corrido el pasador por
dentro! Que si me pasaba algo, que se había empapado esperando que le abriera,
que… Después de desahogarse, me contó que la habías llamado y que estabas
preocupado por mí. Estoy bien, corazón, aunque un poco agotada. Te escribo
desde la casa de mi madre porque insistió en que no pasara la noche sola. Me
dice que me nota más flaca, que me alimento mal desde que te fuiste. Te prometo
que no voy a dejar pasar otro día sin noticias. Besos. Meli.
8 de abril
Mirá, Hernán, te contesto por escrito porque me
aturdiste con las cosas que me acabás de decir y preguntar. Tu razonamiento es
tan lógico como tu profesión. Volveré a casa a primera hora y mediré los dos
cuartos por dentro y por fuera. Sé que los fondos del cuartito están al filo de
la terraza y que detrás no hay más que las terrazas de las casas linderas, pero
yo vi otro espacio detrás de la ventana. Aquí sigue el temporal, pero el
paisaje del otro lado es veraniego. Parece una locura, ¿no? Mañana voy a
traspasar el ventanal para comunicarme con esas personas. Después volveré con
mamá para descartar cualquier alucinación de mi parte.
Ahora me voy a dormir y voy a descolgar el
teléfono porque sé que tratarás de disuadirme. Suerte (para mí) que mamá es
contraria a los celulares. No te inquietes. Nada malo puede medrar en medio de
tanta belleza.
Te voy a escribir apenas vuelva. Te quiero,
siempre.
Meli.
Diario
Noticias de policía
BUSCAN A MUJER DESAPARECIDA
Se trata de Melina Rodríguez, vista por
última vez por su madre el pasado 8 de abril. La progenitora relata que su hija
abandonó la casa por la mañana temprano mientras ella estaba entregada al
sueño. Cuando descubrió su ausencia la fue a buscar a su residencia marital,
pero no encontró rastros de la desaparecida. Su marido regresó al día siguiente
y según fuentes policiales, después de inspeccionarlas terrazas de las casas
vecinas, hizo derribar un cuarto existente en la propia. Por el momento no hay
indicios de su paradero.
Interrogados los vecinos, pocos datos
pudieron aportar ya que la pareja hacía tres semanas que se había mudado al
barrio. Tanto sus parientes como sus amigos descartan la hipótesis de una
desaparición voluntaria.
El corazón delator (E. A. Poe)
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy
nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos.
Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento
mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me
entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y
día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho
al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me
interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al
de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba
en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui
decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por
loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si
hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué
previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo
que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo
girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces,
cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una
linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera
ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al
ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora
entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta
verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como
yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría
la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba
abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente
para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice
durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré
el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el
viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado
el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la
noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo
mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor
cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve
con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche,
había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba
contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco
la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo
sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes
pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la
pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los
ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y
seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a
abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se
enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante
una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que
volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo
había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo
sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era
el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el
ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el
mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los
terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que
estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi
corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era
nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea...
o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo
con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque
Después de haber esperado largo tiempo, con
toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña,
una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con
qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante
al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo
empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul
apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no
podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un
instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman
erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel
momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era
el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar
de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí
callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera,
tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo.
Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más
rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que
ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con
atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en
el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél
me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos
minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más
fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se
apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo
había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en
la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un
segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí
alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me
preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por
fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver.
Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien
muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco
dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para
esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con
rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la
cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la
habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con
tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido
advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha...
ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las
cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos
en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle.
Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron
muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún
atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a
los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la
bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito
durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la
campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que
revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la
habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se
hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la
habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga,
mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en
el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis
modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo.
Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con
animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé
que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más
intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta
para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada
vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se
producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero
seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el
sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y
presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón.
Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no
habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido
crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz
muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente.
¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las
observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres
seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo
Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban
burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier
cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí
que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más
fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-.
¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está
latiendo su horrible corazón!
--- 0 ---
El gato negro (E. A. Poe)
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque
simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando
mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que
esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi
propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin
comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos
episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros
resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá
alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz
de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión
de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la
docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan
grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me
gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran
variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter
creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis
principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño
hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la
naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el
generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de
aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi
esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales
domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre
ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito
y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y
hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había
convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me
seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el
curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se
alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron
igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a
hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración
como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y
hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en
mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el
gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca
y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe
de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras
escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando
hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror
se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento
era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en
los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco.
Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero
el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún
bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída
final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no
tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi
alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a
sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por
la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a
transgredir lo que constituye
La noche de aquel mismo día en que cometí tan
cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de
mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad
pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó
destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer
una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero
estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto.
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las
paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba
antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción
del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre
habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de
la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!,
¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi
que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen
de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa.
Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía
considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la
reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un
jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y
tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado
de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto
con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón,
ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del
fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me
hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado
sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal
moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y
me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo
alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan
grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no
tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta
aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó
prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció
encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero,
pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni
sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me
disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití
que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.
Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el
gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una
antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había
anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí
me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga
creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal;
un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si
fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi
odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel
gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que
lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en
el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me
costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse
bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si
echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien
clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi
pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero
confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un
mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me
siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me
siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal
me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que
sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre
la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la
única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de
forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me
estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las
miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en
un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude
ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes,
sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos
disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos
pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre
mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de
los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica,
me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a
vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto
de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha
y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido
mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces,
llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo
y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me
entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver.
Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr
el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi
mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos.
Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no
convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se
tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo
retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y
decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de
El sótano se adaptaba bien a este propósito.
Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un
mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la
cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir
el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese
descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente
saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente
el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa,
arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de
que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la
bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla.
Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi
primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi
atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el
monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho
responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de
policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa
inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No
dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de
un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos
y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para
reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba
de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía
la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa
está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias
bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la
pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi
corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras
del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz
respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería
locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un
instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
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El extraño (H. P. Lovecraft)
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen
miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias
en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de
antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente
en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron...
a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me
siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos
marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de
pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba
telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre
odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de
cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender
velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera
brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la
torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al
cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía
ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no
puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades;
sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna
cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo
que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo,
puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo
semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para
mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las
criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía
asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las
figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos
libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo
haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya
que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió
hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya
que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como
un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros.
Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los
árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había
leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado
allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero
a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire
más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente
por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre
silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin,
soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el
deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis
manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de
la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar
la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y
perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos
peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en
adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi
peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y
sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de
espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya
que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un
frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío
me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría
mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y
en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por
la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y
espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí
que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la
terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la
oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible.
Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su
viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre,
halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando
la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso
avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más
alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta
daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor
circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y
espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto
tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento.
Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su
caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese
necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy
por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé
la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el
cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos
me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol
cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más
reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel
alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De
pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del
cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas
incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo
esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me
invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja
de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde
la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor
estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en
vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima
del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja;
pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve
que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la
verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer
por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego
volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno
tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo
soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de
las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí
era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de
una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura
imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos
que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de
mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado
capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé
bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones.
Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético
anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía
detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación
o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda
costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis
circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se
insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no
del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de
vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por
praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en
tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a
nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de
un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando
llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de
hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante
familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el
foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía
estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al
espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las
ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al
exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de
ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que
departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas
sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que
despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la
habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único
instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en
venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones
que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando
cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible
intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas
los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío
y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían
enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas
llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las
paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto,
escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos,
comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo
viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de
las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado
del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida
que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez;
y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo
que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible
intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra
de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de
delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué
se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso,
indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre,
decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz
desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre
jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-,
y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos,
con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas
humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que
me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como
para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que
no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin
nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los
miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el
primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar
la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi
voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio
y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí
de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda
respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no
obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba
más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el
monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros
que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron
caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido;
recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el
edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación
que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis
dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de
la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante
olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en
un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio
fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la
luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré
que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había
llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los
fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego
entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de
Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la
luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo
las innominadas fiestas de Nitokris bajo
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no
por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que
aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa
abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y
toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
--- 0 ---
Lírica
Himno Nacional Argentino
Sean
eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
¡Oíd, mortales!, el grito sagrado
libertad, libertad, libertad!
Oíd el ruido de rotas cadenas
ved el trono a la noble igualdad.
Se levanta a la faz de
una nueva y gloriosa Nación
coronada su sien de laureles
y a sus plantas rendido un león.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
De los nuevos campeones los rostros
Marte mismo parece animar
la grandeza se anida en sus pechos
a su marcha todo hacen temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas
y en sus huesos revive el ardor
lo que ve renovando a sus hijos
de
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
Pero sierras y muros se sienten
retumbar con horrible fragor
todo el país se conturba por gritos
de venganza, de guerra y furor.
En los fieros tiranos la envidia
escupió su pestífera hiel.
Su estandarte sangriento levantan
provocando a la lid más cruel.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
¿No los veis sobre Méjico y Quito
arrojarse con saña tenaz,
y cuál lloran bañados en sangre
Potosí, Cochabamba y
¿No los veis sobre el triste Caracas
luto y llantos y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
A vosotros se atreve, argentinos
el orgullo del vil invasor.
Vuestros campos ya pisa contando
tantas glorias hollar vencedor.
Mas los bravos que unidos juraron
su feliz libertad sostener,
a estos tigres sedientos de sangre
fuertes pechos sabrán oponer.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
El valiente argentino a las armas
corre ardiendo con brío y valor,
el clarín de la guerra, cual trueno,
en los campos del Sud resonó.
Buenos Aires se pone a la frente
de los pueblos de la ínclita Unión,
y con brazos robustos desgarran
al ibérico altivo león.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
San José, San Lorenzo, Suipacha.
Ambas Piedras, Salta y Tucumán,
la colonia y las mismas murallas
del tirano en la Banda Oriental,
son letreros eternos que dicen:
aquí el brazo argentino triunfó,
aquí el fiero opresor de
su cerviz orgullosa dobló.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o
juremos con gloria morir.
La
victoria al guerrero argentino
con sus alas brillantes cubrió,
y azorado a su vista el tirano
con infamia a la fuga se dio;
sus banderas, sus armas se rinden
por trofeos a la Libertad,
y sobre alas de gloria alza el Pueblo
trono digno a su gran Majestad.
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
Desde un polo hasta el otro resuena
de la fama el sonoro clarín,
y de América el nombre enseñando
les repite: ¡Mortales, oíd!
Ya su trono dignísimo abrieron
las Provincias Unidas del Sud!
Y los libres del mundo responden:
¡Al gran Pueblo Argentino, salud!
Sean eternos los laureles
que supimos conseguir:
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir.
--- 0
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Marcha de San Lorenzo
(Letra: Carlos J. Benielli - Música: Cayetano A.
Silva)
Febo
asoma; ya sus rayos
iluminan el histórico convento;
tras los muros, sordo ruido,
oír se deja de corceles y de acero.
Son las huestes que prepara
San Martín para luchar en San Lorenzo;
el clarín estridente sonó
y la voz del gran jefe
a la carga ordenó.
Avanza
el enemigo
a paso redoblado,
al viento desplegado
su rojo pabellón.
Y nuestros granaderos,
aliados de la gloria,
inscriben en la historia
su página mejor.
Cabral,
soldado heroico,
cubriéndose de gloria,
cual precio a la victoria,
su vida rinde, haciéndose inmortal;
y allí, salvó su arrojo
la libertad naciente
de medio continente,
¡Honor, honor al gran Cabral!
Canción a la Bandera
(De la Ópera Aurora)
(Letra:
H.C.Quesada y L. Illica - Música: Héctor Panizza)
Alta en
el cielo un águila guerrera,
audaz se eleva en vuelo triunfal,
azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del mar.
Así en
la alta aurora irradial,
punta de flecha el áureo rostro imita
y forma estela al purpurado cuello,
el ala es paño, el águila es bandera.
Es la
bandera de la patria mía
del sol nacida que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mia,
del sol nacida, que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mía,
del sol nacida que me ha dado Dios.
Mi Bandera
Marcha
(Letra:
Juan Chassaing - Música: Juan Imbroisi)
Aquí
está la bandera idolatrada,
la enseña que Belgrano nos legó,
cuando triste
con valor sus vínculos rompió.
Aquí
está la bandera esplendorosa
que al mundo con sus triunfos admiró,
cuando altiva en la lucha y victoriosa
la cima de los Andes escaló.
Aquí
está la bandera que un día
en la batalla tremoló triunfal
y, llena de orgullo y bizarría,
a San Lorenzo se dirigió inmortal.
Aquí
está, como el cielo refulgente,
ostentando sublime majestad,
después de haber cruzado el Continente,
exclamando a su paso: ¡Libertad!
¡Libertad! ¡Libertad!
Saludo a
(Letra
y Música: Leopoldo Corretjer)
Salve,
argentina, bandera azul y blanca,
jirón del cielo en donde reina el sol;
tú, la más noble, la más gloriosa y santa;
el firmamento su color le dio.
Yo te
saludo, bandera de mi patria,
sublime enseña de libertad y honor,
jurando amarte, como así defenderte,
mientras palpite mi fiel corazón.
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