5 AÑO TEXTOS PARA LITERATURA
Literatura
Cuadernillo
de lectura
para
5º año
Prof.: Fabián Gil
La critica social
Narrativa “Medieval.
El cantar de Mio Cid
CANTAR PRIMERO
Destierro del Cid
Falta la primera hoja del códice
del Cantar, que se suple con el siguiente relato tomado de la Crónica de
los veinte reyes:
Envió el rey don Alfonso a Ruy Díaz mío Cid
por las parias que le tenían que dar los reyes de Córdoba y de Sevilla cada
año. Almutamiz, rey de Sevilla, y Almudafar, rey de Granada, eran en aquella
sazón muy enemigos y se odiaban a muerte. Y estaban entonces con Almudafar, rey
de Granada, unos ricos hombres que le ayudaban: el conde García Ordóñez y
Fortún Sánchez, el yerno del rey don García de Navarra, y Lope Sánchez, y cada
uno de estos ricos hombres con su poder ayudaban a Almudafar, y luego fueron
contra Almutamiz, rey de Sevilla.
Ruy Díaz el Cid, cuando supo que así venían
contra el rey de Sevilla, que era vasallo y pechero del rey don Alfonso, su
señor, lo tomó muy a mal y le pesó mucho; y envió a todos cartas de ruego para
que no viniesen contra el rey de Sevilla ni le destruyeran su tierra, por la
obligación que tenían con el rey don Alfonso (y les decía que si, a pesar de
todo, querían hacerlo, supiesen que no podría estarse el rey Alfonso sin ayudar
a su vasallo, puesto que era pechero suyo). El rey de Granada y los ricos
hombres no atendieron en nada a las cartas del Cid, y fueron todos con mucha
fuerza y destruyeron al rey de Sevilla toda la tierra hasta el castillo de
Cabra.
Cuando aquello vio Ruy Díaz reunió todas las
fuerzas que pudo de cristianos y de moros, y fue contra el rey de Granada para
echarlo de la tierra del rey de Sevilla. Y el rey de Granada y los ricos
hombres que estaban con él, cuando supieron que iba con ese ánimo, le mandaron
a decir que no se marcharían de la tierra porque él lo quisiera. Ruy Díaz,
cuando aquello oyó, pensó que no estaría bien el no acometerlos y fue contra
ellos y luchó con ellos en el campo, y duró la batalla campal desde la hora de
tercia hasta la de mediodía, y fue grande la mortandad que allí hubo de moros y
de cristianos en la parte del rey de Granada, y vencióles el Cid y les hizo
huir del campo. Y cogió prisionero el Cid en esta batalla al conde García
Ordóñez y le arranchó un mechón de la barba y a otros muchos caballeros y a
innumerables guerreros de a pie. Y los tuvo el Cid presos tres días, y luego
los soltó a todos. Después de haberlos cogido prisioneros mandó a los suyos
recoger los bienes y las riquezas que quedaron en el campo, y luego se volvió
con toda su compaña y con todas sus riquezas adonde estaba Almutamiz, rey de
Sevilla, y dio a él y a todos sus moros todas las riquezas que
reconocieron como suyas y aún de las demás que quisieron tomar. Y de allí en
adelante llamaron moros y cristianos a este Ruy Díaz de Vivar el Cid Campeador,
que quiere decir batallador.
Almutamiz le dio entonces muchos buenos
regalos y las parias que había ido a cobrar. Y tornóse el Cid con todas sus
parias hacia el rey don Alfonso, su señor. El rey le recibió muy bien, se puso
muy contento y se declaró satisfecho de cuanto el Cid hiciera allá. Por esto le
tuvieron muchos envidia y le buscaron mucho daño y le enemistaron con el rey.
El rey, como estaba muy sañudo y entrado en
ira contra él, dio crédito a lo que hablaban contra el Cid y le mandó decir por
su carta que saliese del reino. El Cid, después que hubo leído la carta real,
aunque le causó gran pesar, no quiso hacer otra cosa, porque sólo le quedaban
de plazo nueve días para salir de todo el reino.
El Lazarillo de Tormes
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y
por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren
en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo
que le agrade, y, a los que no ahondaren tanto, los deleite. Y a este propósito
dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena;
mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se
pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no
lo son. Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si muy
detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin
perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy
pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que
lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras
y, si hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice Tulio: «La honra
cría las artes».
¿Quién piensa que el soldado que es primero
del escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto; mas el deseo de
alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y letras es lo mismo.
Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho el provecho de las
ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué
maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!». Justó muy ruinmente el señor
don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber
llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?
Y todo va de esta manera: que, confesando yo
no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en este grosero estilo
escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en
ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas,
peligros y adversidades.
Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo
hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues vuestra merced
escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parecióme no tomalle
por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona,
y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les
debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que,
siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.
Tratado
primero
Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue
Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas,
que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez,
naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río
Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre,
que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está
ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi
madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De
manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a
mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler
venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por
justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama
bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los
cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya
dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y con su señor,
como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo
se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a
vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos
estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de
Ella y un hombre moreno de aquellos que las
bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra
casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque
de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada,
pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de
que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque
siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos
calentábamos.
De manera que, continuando la posada y
conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba
y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro
trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él
no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía:
-¡Madre, coco!
Respondió él riendo:
-¡Hideputa!
Yo, aunque bien mochacho, noté aquella
palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo
que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
Quiso nuestra fortuna que la conversación del
Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y, hecha pesquisa,
hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban,
hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los
caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba,
y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos
de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa
para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor
le animaba a esto.
Y probósele cuanto digo, y aún más; porque a
mí con amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y descubría cuanto
sabía con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un
herrero vendí.
Al triste de mi padrastro azotaron y
pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado
centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni al lastimado
Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la
triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro y quitarse de
malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de
En este tiempo vino a posar al mesón un
ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre,
y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual,
por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en
Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y
mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me
recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi
nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días,
pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de
allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos
llorando, me dio su bendición y dijo:
-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de
ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por
ti.
Y así me fui para mi amo, que esperándome
estaba.
Salimos de Salamanca, y, llegando a la
puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de
toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:
-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás
gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y
como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome
una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el
dolor de la cornada, y díjome:
-Necio, aprende, que el mozo del ciego un
punto ha de saber más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de
la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad dice
éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me
sepa valer».
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos
días me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y
decía:
-Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas
avisos para vivir muchos te mostraré.
Y fue así, que, después de Dios, éste me dio
la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir.
Huelgo de contar a vuestra merced estas
niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos,
y dejarse bajar siendo altos, cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y
contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió el mundo,
ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas
oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía
resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con muy buen
continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos,
como otros suelen hacer.
Allende de esto, tenía otras mil formas y
maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos
efectos: para mujeres que no parían; para las que estaban de parto; para las
que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a
las preñadas: si traían hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno
no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente,
nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:
-Haced esto, haréis esto otro, cosed tal
yerba, tomad tal raíz.
Con esto andábase todo el mundo tras él,
especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes
provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un
año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced
que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre
no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo
necesario. Digo verdad: si con mi sutileza y buenas mañas no me supiera
remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le
contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y
mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas,
aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un
fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su
candado y llave; y al meter de las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y
tan por contadero, que no bastara todo el mundo a hacerle menos una migaja. Mas
yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era
despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo
estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del
un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel,
sacando, no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así,
buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta
que el mal ciego me faltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar traía en
medias blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía
de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía
lanzada en la boca y la media aparejada, que, por presto que él echaba la mano,
ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal
ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y
decía:
-¿Qué diablo es esto, que, después que comigo
estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí
hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.
También él abreviaba el rezar y la mitad de
la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la
mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba
a dar voces diciendo:
-¿Mandan rezar tal y tal oración? -como
suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando
comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y
tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y,
por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo
tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo
con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual,
metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches.
Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en
adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con
la mano, y así bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él,
y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el
suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y, delicadamente, con
una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y, al tiempo de comer, fingiendo
haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la
pobrecilla lumbre que teníamos, y, al calor de ella luego derretida la cera,
por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo
de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a
beber, no hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el
vino, no sabiendo qué podía ser.
-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-,
pues no le quitáis de la mano.
Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que
halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.
Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi
jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el mal
ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos,
mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el
sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de
mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo
jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de
manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras
veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con
todo lo que en él hay, me había caído encima.
Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó
de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por
la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los
cuales hasta hoy día me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y,
aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel
castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había
hecho, y, sonriéndose, decía:
-¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te
sana y da salud -y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y
cardenales, considerando que, a pocos golpes tales, el cruel ciego ahorraría de
mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto, por hacello más a mi
salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el
jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante
me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.
Y si alguno le decía por qué me trataba tan
mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
-¿Pensaréis que este mi mozo es algún
inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decían:
-¡Mirad quién pensara de un muchacho tan
pequeño tal ruindad!
Y reían mucho el artificio y decíanle:
-¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo
habréis!
Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.
Y en esto yo siempre le llevaba por los
peores caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había piedras, por ellas;
si lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a
mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto, siempre
con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía
lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo juraba no hacerlo con
malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas
tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y porque vea vuestra merced a cuánto se
extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él
me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando
salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser
la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da
el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde
hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día
hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando a un lugar que llaman
Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas
en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en
aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo
en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un
banquete, así por no poder llevarlo, como por contentarme, que aquel día me
había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
-Agora quiero yo usar contigo de una
liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta
parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con
tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta
que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.
Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego
al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos,
considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura,
no me contenté ir a la par con él, mas aún pasaba adelante: dos a dos y tres a
tres y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo
en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:
-Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios
que has tú comido las uvas tres a tres.
-No comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis
eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a
tres? En que comía yo dos a dos y callabas.
A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos
así por debajo de unos soportales, en Escalona adonde a la sazón estábamos, en
casa de un zapatero había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y
parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza. El cual, alzando la mano, tocó en
ellas, y viendo lo que era díjome:
-Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan
mal manjar, que ahoga sin comerlo.
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré
lo que era y, como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer,
díjele:
-Tío, ¿por qué decís eso?
Respondióme:
-Calla, sobrino; según las mañas que llevas,
lo sabrás y verás cómo digo verdad.
Y así pasamos adelante por el mismo portal y
llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared,
donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón
adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de
un cuerno, y con un gran suspiro dijo:
-¡Oh, mala cosa, peor que tienes la hechura!
¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos
tenerte ni aun oír tu nombre por ninguna vía!
Como le oí lo que decía, dije:
-Tío, ¿qué es eso que decís?
-Calla, sobrino, que algún día te dará éste
que en la mano tengo alguna mala comida y cena.
-No le comeré yo -dije- y no me la dará.
- Yo te digo verdad; si no, verlo has, si
vives.
Y así pasamos adelante hasta la puerta del
mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedió
en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y
por bodegoneras y turroneras y rameras y así por semejantes mujercillas, que
por hombre casi nunca le vi decir oración.
Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración
del ciego.
Mas, por no ser prolijo, dejo de contar
muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me
acaecieron, y quiero decir el despidiente y, con él, acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque de
ella, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la
longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa
y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo
delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había
cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para
la olla, debió ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese, sino él y
yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso
olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando
qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en
tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy
presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo, dándome el dinero
para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de
ser cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual
no tardé en despachar la longaniza y, cuando vine, hallé al pecador del ciego
que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido
por no haberlo tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas
pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío
nabo. Alteróse y dijo:
-¿Qué es esto, Lazarillo?
-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí
echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría
esto.
-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el
asador de la mano; no es posible.
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre
de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del
maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y llegóse a
olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor
satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las
manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La
cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había
aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la golilla.
Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y
con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el
estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz, medio
cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y
golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes
que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi
estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra
mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora
sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego, que,
si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre
sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la
cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su
maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se
allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro
como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande,
que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con
tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan
maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no reírselas.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino
una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejalle sin
narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la meitad del camino estaba
andado; que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y, con ser de
aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la
longaniza, y, no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. ¡Pluguiera a Dios
que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así!
Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí
estaban, y, con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y la
garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
-Por verdad, más vino me gasta este mozo en
lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más
cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te
ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me había
descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba.
-Yo te digo -dijo- que, si hombre en el mundo
ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.
Y reían mucho los que me lavaban con esto,
aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después
acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu
de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué,
considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante
vuestra merced oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego
burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y, como lo traía pensado y lo
tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así
que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho
la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos
portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos, mas como la noche se
venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto
la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.
Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que
con la mucha agua iba grande. Yo le dije:
-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis,
yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos, porque se estrecha allí
mucho y, saltando, pasaremos a pie enjuto.
Parecióle buen consejo y dijo:
-Discreto eres, por esto te quiero bien;
llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe
mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de
bajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la
plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas,
y dígole:
-Tío, éste es el paso más angosto que en el
arroyo hay.
Como llovía recio y el triste se mojaba, y
con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo
más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme
de él venganza), creyóse de mí, y dijo:
-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y
doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y
díjele:
-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis
de este cabo del agua!
Aun apenas lo había acabado de decir, cuando
se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un
paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el
poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego
para atrás medio muerto y hendida la cabeza.
-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el
poste? ¡Oled! ¡Oled! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había
ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes
de que la noche viniese, di comigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él
hizo ni curé de saberlo.
Don Quijote de
Capítulo
Primero
Que trata
de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de
En un lugar de
Es, pues, de saber, que este sobredicho
hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer
libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto
el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien
como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su
prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas
partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de
tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura,
y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones
perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de
su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido
mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y
que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba
en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo.
Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy
buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente
espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había
muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando
ahogó a Anteo, el hijo de
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le
pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo
con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello
que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo
todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde
acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos
del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado
del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que
deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje,
sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un
modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de
celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo
de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en
un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal
la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro,
lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de
tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia
de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron
en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era
razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien
había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues
estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el
nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo
de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes
y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su
caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho
días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho,
tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se
debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose
que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre
de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión
celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender
que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque
el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin
alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me
encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del
cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle
presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la
ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe
alabado caballero D. Quijote de
Capítulo
vigésimosegundo
De la
libertad que dio Don Quijote a muchos desdichados que mal de su grado los
llevaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Ben-Engeli autor arábigo y
manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia,
que después que entre el famoso Don Quijote de
Llegó en esto la cadena de los galeotes, y
Don Quijote con muy corteses razones pidió a los que iban en su guarda fuesen
servidos de informalle y decille la causa o causas por qué llevaban aquella
gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que eran
galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no había más que
decir, ni él tenía más que saber. Con todo eso, replicó Don Quijote, querría
saber de cada uno de ellos en particular la causa de su desgracia. Añadió a
éstas otras tales y tan comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que
deseaba, que el otro de a caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el registro y
la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados no es tiempo este de
detenerlos a sacarlas ni a leellas. Vuestra merced llegue y se lo pregunte a
ellos mismos, que ellos lo dirán si quisieren; que sí querrán, porque es gente
que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que Don Quijote se tomara
aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por
qué pecados iba de tan mala guisa. El respondió que por enamorado iba de
aquella manera. ¿Por eso no más? replicó Don Quijote. Pues si por enamorados
echan a galeras, días ha que yo pudiera estar bogando en ellas. No son los
amores como vuestra merced piensa, dijo el galeote, que los míos fueron que
quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé
conmigo tan fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta
ahora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de
tormento, concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por
añadidura tres años de gurapas, y acabóse la obra. ¿Qué son gurapas? preguntó
Don Quijote. Gurapas son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo de
hasta edad de venticuatro años, y dijo que era natural de Piedrahita.
Lo mismo preguntó Don Quijote al segundo, el
cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas respondió por
él el primero, y dijo: Este, señor, va por canario, digo que por músico y
cantor. ¿Pues cómo? repitió Don Quijote. ¿Por músicos y cantores van también a
galeras? Sí, señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el
ansia. Antes he oído decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus males
espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda
la vida. No lo entiendo, dijo Don Quijote. Mas uno de los guardas, le dijo:
Señor caballero, cantar en el ansia, se dice entre esta gente non
sancta confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y
confesó su delito que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por
haber confesado le condenaron por seis años a galeras amén de doscientos azotes
que ya llevaba en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los
demás ladrones que allá quedan y aquí van, le maltratan y aniquilan y
escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo para decir nones:
porque dicen ellos, que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta
ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte, y no en
la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.
Y yo lo entiendo así, respondió Don Quijote,
el cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual de pretesto y
con mucho desenfado, respondió y dijo: Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas, por faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo Don
Quijote, por libraros de esa pesadumbre. Eso me parece respondió el galeote,
como quien tiene dineros en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre sin
tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo, porque si a su tiempo tuviera
yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con
ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del procurador a manera
que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover en Toledo, y no en este
camino atraillado como galgo; pero Dios es grande, paciencia, y basta.
Pasó Don Quijote al cuarto, que era un hombre
de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho, el cual,
oyéndose preguntar la causa por qué allí venía, comenzó a llorar y no respondió
palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este hombre honrado
va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en
pompa y a caballo.
Esto es, dijo Sancho Panza, a lo que a mí me
parece, haber salido a la vergüenza. Así es, replicó el galeote, y la culpa por
que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el
cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por
tener así mismo sus puntas y collar de hechicero. A no haberle añadido esas
puntas y collar, dijo Don Quijote, por solamente el alcahuete limpio no merecía
el ir a bogar a galeras, sino a mandallas y a ser general dellas, porque no es
así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y
necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino
gente muy bien nacida, y aún había de haber veedor y examinador de los tales,
como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como
corredores de lonja; y desta manera se excusarían muchos males que se causan
por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento,
como son mujercillas de poco más o menos, pajecillos y truhanes de pocos años y
de muy poca experiencia, que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester
dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca y la mano, y
no saben cual es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por
qué convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan
necesario oficio; pero no es el lugar acomodado para ello, algún día lo diré a quien
lo pueda proveer y remediar: sólo digo ahora, que la pena que me ha causado ver
estas blancas canas, y este rostro venerable en tanta fatiga por alcahuete, me
la ha quitado el adjunto de ser hechicero, aunque bien sé que no hay hechizos
en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples
piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le
fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros
bellacos, son algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres,
dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo,
cosa imposible forzar la voluntad.
Así es, dijo el buen viejo, y en verdad,
señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa, en lo de alcahuete no lo pude
negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención era que
todo el mundo se holgase, y viviese en paz y quietud sin pendencias ni penas;
pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir a donde no espero
volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato: y aquí tornó a su llanto como de primero, y túvole Sancho
tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se le dió de lismona.
Pasó adelante Don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual
respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí
porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos
hermanas que no lo eran mías. Finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó
de la burla crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay sumista que la
declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, vine a pique de perder
los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí, castigo es de
mi culpa, mozo soy, dure la vida que con ella todo se alcanza, si vuestra
merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes,
Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de
rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que
sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Este iba en hábito de
estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil
latino.
Tras todos estos venía un hombre de muy buen
parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro;
un poco venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al
pie tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la
garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda amigo, o pie
de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los
cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso
candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar
la cabeza a llegar a las manos.
Preguntó Don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más
que los otros. Respondióle la guardia, porque tenía aquel solo más delitos que
todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que aunque
le llevaban de aquella manera no iban seguros dél, sino que temían que se les
había de huir. ¿Qué delitos puede tener, dijo Don Quijote, si no ha merecido
más pena que echarle a las galeras? Va por diez años, replicó la guarda, que es
como muerte civil. No se quiera saber más, sino que este buen hombre es el
famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
Señor comisario, dijo entonces el galeote, váyase poco a poco, y no
andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres, Ginés me llamo, y no
Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice, y cada
uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco. Hable con menos tono,
replicó el comisario, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga
callar mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre
como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de
Parapilla o no.
¿Pues no te llaman así, embustero? dijo la guarda. Sí llaman, respondió
Ginés; mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre
mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con
Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere
saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos
lugares. Dice verdad, dijo el comisario, que él mismo ha escrito su historia,
que no hay más que desear, y deja empeñado el libro en la cárcel en doscientos
reales. Y le pienso desempeñar, dijo Ginés, aunque quedara en doscientos
ducados. ¿Tan bueno es? dijo Don Quijote. Es tan bueno, dijo Ginés, que mal año
para Lazarillo de Tormes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito o
escribieren; lo que le sé decir a voacé es que trata verdades tan lindas y tan
donosas, que no puede haber mentiras que les igualen.
¿Y cómo se intitula el libro? preguntó Don
Quijote. "La vida de Ginés de Pasamonte", respondió él mismo. ¿Y está
acabado? preguntó Don Quijote. ¿Cómo puede estar acabado, respondió él, si aún
no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el
punto que esta última vez me han echado en galeras. ¿Luego otra vez habéis
estado en ellas? dijo Don Quijote. Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió
Ginés; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi
libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más
sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho para lo que yo
tengo de escribir, porque me lo sé de coro. Hábil pareces, dijo Don Quijote. Y
desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al buen
ingenio. Persiguen a los bellacos, dijo el comisario. Ya le he dicho, señor
comisario, respondió Pasamonte, que se vaya poco a poco, que aquellos señores
no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino
para que nos guiase y llevase adonde su majestad manda; sino, por vida de...
basta, que podría ser que saliese algún día en la colada las manchas que se
hicieron en la venta, y todo el mundo calle y viva bien, y hable mejor y
caminemos, que ya es mucho regodeo este.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de
sus amenazas; mas Don Quijote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase,
pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto
suelta la lengua, y volviéndose a todos los de la cadena, dijo: De todo cuanto
me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han
castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho
gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad, y que
podría ser que que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de
dineros déste, el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez
hubiesen sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia
que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria
de manera que me está diciendo, persuadiendo y aún forzando, que muestre con
vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en
él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer
a los menesterosos y opresos de los mayores; pero porque sé que una de las
partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por
mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en
mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y
naturaleza hizo libres: cuanto más, señores guardas, añadió Don Quijote, que
estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con
su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida en castigar al malo ni de
premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los
otros hombres, no yéndoles nada en ellos. Pido esto con esta mansedumbre y
sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros, y cuando de grado
no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo
hagáis por fuerza.
Donosa majadería, respondió el comisario:
bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato: los forzados del rey
que le dejemos, como si tuvieramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera
para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo. Vayase vuestra merced, señor,
norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no
ande buscando tres piés al gato. Vos sois el gato y el rato y el bellaco,
respondió Don Quijote; y diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que
sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo mal herido
de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás
guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero
volviendo sobre sí pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie
a sus dardos, y arremetieron a Don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se
les ofrecía de alcanzar la libertad, no la procuraran procurando romper la
cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por
acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a Don Quijote que los
acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho por su parte a
la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña
libre y desembarazado, y arremetió al comisario caído, le quitó la espada y
escopeta, con la cual apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla
jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la
escopeta de Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes
les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso,
porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso
a
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y
dijo: Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible
de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos,
sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las
entrañas de la tierra por no ser hallado de
Pasamonte, que no era antes bien sufrido
(estando ya enterado que Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate
había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de
aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron
a llover tantas y tantas piedras sobre Don Quijote, que no se daba manos a
cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela
que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía
de la nube y pedriscos que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien
Don Quijote, que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo con tanta
fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído cuando fue sobre él
el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres o cuatro
golpes en las espaldas, y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi
pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas
le querían quitar si las grevas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el
gabán, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la
batalla, se fueron cada uno por su parte con más cuidado de escaparse de
Narrativa
realista
Cabecita negra (Germán Rozenmacher)
El señor Lanari no podía dormir. Eran las
tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese
balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del
sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama,
de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león
enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los
zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los
nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de
carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la
manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al
amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas,
opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas
de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de
los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana
estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además
nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de
invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le
ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había
hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía
despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo
hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien.
Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo
cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de
la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a
los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para
conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo
aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría
hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró
desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la
quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la
casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la
vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había
muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como
un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en
propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que
ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos
apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de
De pronto una mujer gritó en la noche. De
golpe. Un mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía
socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la
neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se
estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía
golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla
callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se
hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y
la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido
visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña,
desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó.
Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la
niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita
negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para
Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos
caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y
una botella de cerveza bajo el brazo.
-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero
cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta
sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de
luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran
estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y
se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la
caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los
bolsillos, despreciándola despacio.
-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz
era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su
hombro.
-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría.
Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le
sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida
en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante
también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su
historia.
-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con
odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el
gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un
puñetazo.
-Vamos. En cana.
El señor Lanari parapadeaba sin comprender.
De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta
arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quén está hablando?
-Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía
ningún comisario amigo.
-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no
me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el
vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado
de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente
todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo
eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces
no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una
comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era
un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna
garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los
últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría
no. Sería una vergüenza inútil.
-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con
esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que
ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba
callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo
miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y
malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita
negra.
-Señor agente -le dijo en tono confidencial y
bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como
una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera
tan aplastada que ya nada le importaba.
-Venga a mi casa, señor agente. Tengo un
coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto -y sacó una
tarjeta personal y los documentos y se los mostró: -Vivo ahí al lado -gimió
casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro
sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo
defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo
dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi
alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo
tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con
ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces
y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se
tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba
gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros,
al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia;
sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería
su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no
hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana,
porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros,
él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado
por la locura, en su propia casa.
-Dame café -dijo el policía y en ese momento
el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado
para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un
cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo
ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que
ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría
porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había
venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en
años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo.
Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No
entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía
algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no
sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin
saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca
había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía
su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de
Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un
hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del
mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y
conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese
negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como
burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud
sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y
con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió
la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los
negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza
Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera
querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros
que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo
eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una
persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su
casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por
estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su
cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía,
ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la
mayor consideración. Así que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo
agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor
Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba.
¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en
la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y
todo era un manicomio.
-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu
culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y
entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo
¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar
todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al
dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los
ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a
golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía
no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica
despertó y lo miró y le dijo al hermano:
-Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca,
inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara
atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y
vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo
tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio"
y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los
ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le
dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba
a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De
pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al
garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le
faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar
todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo,
tranquilo, aquí no ha pasado nada" trataba de decirse pero era inútil: le
dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle
abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo
para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para
tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la
fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que
odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría
seguro de nada. De nada.
Las puertas del cielo (Julio Cortazar)
A las ocho vino José María con la
noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que
reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como
si ella misma hubiese decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi
de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
-Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había
prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con
José María a buscar un taxi. Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe de
manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que
se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que
Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y
que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una
larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie
de tos, más bien un silbido.
-Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se
le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos
esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en
el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el
chofer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de
Mauro, que leían
-Andá velo a Mauro -le dije a José Maríía-. Ya sabés que conviene
darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba
solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa
de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones
de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una
bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza
mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde
la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su
aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía
débilmente a vinagre.
-Pobrecita la finadita -dijo Misia Marttita-. Pase, doctor, pase
a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de
la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a
ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar
de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de
que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las
plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a
sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa
blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema
inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado
nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el
pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un
viejo indefinible me saludaron con respeto.
-Gracias por venir, doctor -me dijo unoo-. Usté siempre tan amigo
del pobre Mauro.
-Los amigos se ven en estos trances -diijo el viejo, dándome una
mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en
el Luna Park, bailando en el carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que
le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskies
y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado
a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más
me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de
la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por
las puertas.
-Esa debe ser la madre -dijo el loco Baazán, casi
satisfecho.
"Silogística perfecta del humilde", pensé. "Celina
muerta, llega madre, chillido madre." Me daba asco pensar así, una vez más
estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no
habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente
que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a
alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que
no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo
que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las
notas que llenan poco apoco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro
no.
-Quién iba a decir esto -le oí a Peña-.. Así tan rápido...
-Bueno, vos sabés que estaba muy mal deel pulmón.
-Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y
todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la
tuberculosis era "debilidad". Otra vez la vi girando entusiasta en
brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato.
Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina.
"Qué bien baila, Marcelo", como extrañada de que un abogado fuera
capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba
de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó
dejar el "doctor", tal vez la enorgullecía darme el título delante de
otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó
el "Marcelo". Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan
lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al
fútbol (Mauro jugó años atrás en el Rácing) o mateando hasta tarde en la
cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina
fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba
bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche,
Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro
Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
-Es bueno que lo hable a Mauro -dijo Joosé María que brotaba de
golpe a mi lado-. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo
reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre
Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta
como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos
y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber
una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese
barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia e la cosa
irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía.
El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve
asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me
abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro
abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda
para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba
sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso
de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como
locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas
del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza.
Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la
muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito
necesario. Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto
de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se
precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que
lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos
terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un
maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su
brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su
esfuerzo inconfesado de incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar
me pareció que lo había conseguido, al menos por afuera y en la conducta
cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los
caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de
la radio, con un remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una
noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis,
lejos de una casa estable y de Mauro puestero en el Abasto. Por conocerla mejor
alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes
cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro
prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a
poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya
estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le
conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un
principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a
veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a
buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo en seguida a Mauro. Estaba en
el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres
agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía
la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de
tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en
los ojos, la mano dura al apretar.
-Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
-¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
-Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que
el día se me hace eterno.
-Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta por
Palermo.
-Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de
un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el
sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre.
Me resigné a escuchar -"Los amigos se ven en estos trances"- y a la
segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos
en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de
cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo,
creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: "La
tengo aquí", y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como
si mostrara un dolor o una medalla.
-Quiero olvidar -decía también-. Cualquuier cosa, emborracharme,
ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté...
-El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa
altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa
Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el
primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor,
y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida
sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino al
baile.
-Nunca la llevé a ese Palace -mee dijo de repente-. Yo
estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace,
que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima
que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus
carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen
tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no
que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la
confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un
infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta.
Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el
primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña
con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos
las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el
preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas
y mujeres.
-No está mal -dijo Mauro con su aire trristón-. Lástima el calor.
Debían poner estratores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del
hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio
asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de
superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo
lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído
y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el
micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos
cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
-Esto asienta la cerveza. Puta que estáá concurrida la
milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar.
La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga
pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las
milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy
bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en
la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido
y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se
prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de
lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la
rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa -"Yo soy un
hombre honrado..."-; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el
micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse
a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado
con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la
rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los
monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once
de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o
de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o
mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con
fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres
con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles
de los que queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo
suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la
cara brutal más bajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los
torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin
darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una
ficha: de dónde salen, qué profesionales los disimulan de día, qué oscuras
servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con
grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con
los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en
los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando
para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar
un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca
vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los
monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno
sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos,
después lo importante, lociones, rimel, el polvo en la cara de todas ellas, una
costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan,
las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta
se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación
y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de
reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la
cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de
repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que
Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte
achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca
había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche
(para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no
vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
-Me dan ganas de bailarme un tango -dijjo Mauro quejoso. Ya
estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en
su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita
Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el
palco, yo la había oído cantar en el Noveltycuando se cotizaba alto, ahora
estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor
todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y
sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había
bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la
presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y
él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua
azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes
contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina
le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba
armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era
necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse
al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora,
metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de
pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había
renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses
criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando
apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras,
de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír si instintiva pero a la vez
meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces
me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como
ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo
habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el
recuerdo crecía da cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que
parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango.
-Le presento a un amigo.
Nos dijimos los "encantados" porteños y ahí nomás le
dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié
unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a
las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase
breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en
recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un
tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo
que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse
del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones, me
miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing,
Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la
noche y en le taxi de vuelta.
-¿Lo bailamos? -dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos
nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen
que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y
encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el
agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la
mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los
dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar
quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que
escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra.
Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada
y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras,
otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró
su tanto, tanto como fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la
entrada en tutti de los fuelles respondió a la renovada violencia del baile,
las corridas laterales y los ocho entreverados en el medio de la pista. Muchos
sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco
pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo
por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo
entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el
asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las
pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con
mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando
fijo hacia delante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera
allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita
hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en
las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez
le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la
coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y
pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre
Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía
haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como
asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso
que las caras ese borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que las
zonas de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos
interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le
daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban
(siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y
girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a
mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo
digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin
estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo
sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo,
eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era
estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos.
Celina seguía siempre ahí sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que
una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría
haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la
transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la
veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la
devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin
logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los
clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la
piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla.
Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus
iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina
de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo
apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la
cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba
poco a poco.
-¿Vos te fijaste? -dijo Mauro.
-Sí.
-¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de
este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que
habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de
borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto,
fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su
tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del
cielo entre ese humo y esa gente.
Narrativa fantástica
Por
Achaval nadie daba dos mangos
La verdad es que por Achával nadie daba dos mangos. Y
si terminó atajando para nosotros en el Desafío Final que armamos contra 5.º
1.ª en marzo del ‘86 fue porque se sumó una cantidad descomunal de
casualidades, de situaciones y de contingencias que, si no se hubiese dado,
habría hecho imposible que Achával terminase donde terminó, es decir,
defendiendo nuestro honor debajo de los tres palos.
Cuando lo conocí, en 1.º 2.ª, pensé: «Este tipo tiene
cara de otario». Pero me dije que no tenía que ser tan mal bicho como para
juzgar a alguien simplemente por la cara, de modo que me obligué a darle una
oportunidad. Jugamos contra 1.º 1.ª por primera vez en mayo de 1981. Apenas nos
conocíamos, y Cachito —que iba a terminar atajando durante toda la secundaria—
todavía se daba aires de mediocampista y se negaba a ir al arco. Por eso no
tuvimos mejor idea que decirle a Achával. Error de pibes, claro. Porque cuando
hacíamos gimnasia el tipo ya nos había demostrado que era un paquete que no
servía ni para una carrera de embolsados. Pero en el apurón de juntar los once
para el desafío, y ante la evidencia cruel, el viernes a la tarde, de que
éramos diez y de que el resto de la división eran mujeres y ninguno de los diez
quería ir al arco, Perico lo encaró y le dijo que teníamos un partido el sábado
y que si quería podía jugar de arquero. El otro aceptó encantado, y yo pensé:
«Bárbaro, un problema menos».
El asunto fue en la mañana del sábado. Cuando lo vi
llegar se me bajaron los colores. Se había puesto una chomba blanca, un short
con bolsillos, unas medias de toalla hasta la mitad de la pantorrilla y
zapatillas blancas. Me quise morir. Un tipo que te viene a jugar al fútbol
vestido de tenista es un augurio de catástrofe. Mientras nos calzábamos los
botines detrás del arco el fulano se mandó para la cancha. Se paró bajo el arco
y lo miró con curiosidad, como si fuese la primera vez en su vida que veía un
artefacto como ése. Los chicos que estaban peloteando cerca le tiraron un pase.
Esperó con las manos a la espalda, como un alumno aplicado. Que un tipo te
venga a jugar en chomba blanca es delicado. Pero que espere el balón con las
manos cándidamente cruzadas a la espalda se parece a una tragedia. Supongo que
mi cara dejaba traslucir el espanto, porque Agustín me codeó y trató de
tranquilizarme: «Andá a saber, capaz que al arco el tipo es una fiera». Pero ni
él se lo creía. No hace falta que diga que cuando la pelota le llegó hasta los
pies la devolvió sin intentar siquiera el más modesto de los jueguitos. Y le
pegó de puntín, sin flexionar la rodilla. «Dios santo», pensé. Pero era tarde.
Cuando empezó el partido salimos todos como salvajes
contra el arco de ellos. Pavadas que uno hace a los trece años, qué se le va a
hacer. Nos esperaron, nos aguantaron, y a los diez minutos nos tiraron un
contraataque que parecía el desembarco en Normandía. Cuando los vi disparando
hacia nuestro arco, con pelota dominada, cuatro tipos contra Pipino, que era el
único juicioso que se había parado de último, dije: «Sonamos». Pero guarda, que
ellos también tenían trece, y cada uno estaba dispuesto a hacer el gol de su
vida. De manera que el petisito Urruti, que jugaba de siete, en lugar de tocar
al medio, lo pasó a Pipino por afuera y se jugó la personal. La pelota se le
fue larga, pero Achával seguía clavado a la línea como si fuera un arquero de
metegol. La verdad es que viéndolo así, alto, tieso, con las piernas juntas, lo
único que le faltaba era la varilla de acero a la altura de los hombros. Cuando
el petisito le pateó tuve un atisbo de esperanza. La pelota salió flojita, a
media altura. Fácil para cualquier tipo que tuviera la mínima idea de cómo se
juega a este deporte. Pero se ve que Achával no era el caso. Porque en lugar de
abrir sencillamente los brazos y embolsar la pelota se tiró hacia adelante,
como para cortarle el paso al balón en el camino. Pobre, supongo que habría
visto alguna vez un partido por la tele y pretendía que lo tomásemos en serio.
Lo doloroso fue que calculó tan horriblemente mal la trayectoria que la pelota,
en lugar de terminar en sus brazos, le pegó en el hombro izquierdo, se elevó
apenas y entró en el arco a los saltitos. En lo personal hubiera deseado
insultarlo en cuatro idiomas y dieciséis dialectos, pero como no había nadie
dispuesto a tomar su puesto en la valla me mordí los labios y volvimos a sacar
del medio.
El segundo gol fue, sin dudas, más pavo que el primero.
Un tiro libre más o menos desde Alaska. Pipino la dejó pasar al grito de «Tuya,
arquero», porque el delantero más cercano estaba fácil a diez metros de la
pelota. Pero Achával no estaba listo para semejante momento. No atinó a agachar
su metro ochenta y cuatro para tomar la pelota con las manos. Intentó un
despeje con la pierna derecha. Y pasó lo que tenía que pasar cuando el tipo que
intenta pegarle de derecha te viene a jugar un desafío con medias tres cuartos
de toalla blancas y zapatillas de tenis: le pifió, la pelota le pegó en la
pierna izquierda y siguió el camino de la gloria. Riganti —el que había pateado—
tuvo al menos la honestidad de no gritarlo. Yo ya tenía tal calentura que para
no insultar a Achával estaba masticando mis propios dientes como chicles.
Cuando los de 1.º 1.ª vieron el paquete que teníamos al
arco decidieron aprovechar el festival hasta las últimas consecuencias.
Pateaban desde cualquier lado, y si nos comimos solamente siete fue porque
Agustín y Chirola terminaron jugando pegados uno a cada palo y sacando pelota
tras pelota de la propia línea. El tercero y el cuarto fueron casi normales. En
el quinto había pateado Zamora. La pelota fue al pecho de Achával, quien,
dispuesto a complicar todo lo complicable, dejó que el balón le rebotase y le
quedara servida a Florentino. En el sexto gol Achával quiso experimentar en su
propia piel qué sentía un arquero al despejar un centro con los puños. Fue casi
un milagro: logró que sus puños se encontraran con la pelota en el aire.
Lástima que el puñetazo lo dio sobre su propio arco, y tan bien colocado que lo
sobró a Chirola, que estaba cuidándole el primer palo.
Perder 7 a 3 en nuestro primer desafío fue traumático
para nuestros tiernos corazones adolescentes. Pero por lo menos sacamos dos
conclusiones importantes: Cachito renunció a sus aspiraciones de ocho
gambeteador y se resignó a vivir el resto de la secundaria bajo los tres palos.
Y a Achával no volvimos a llamarlo en la perra vida para jugar los desafíos.
Quedamos con diez, pero gracias a Dios lo solucionamos rápido. En junio nos
cayó Dicroza directamente de los cielos. Le habían dado el pase del ENET para
no echarlo. Creo que no hubo un solo año en el que el tipo terminase con menos
de veinte amonestaciones. Pero su espíritu belicoso, que según el rector García
lo convertía en un individuo «totalmente indisciplinado», bien orientado por el
plantel, bien contenido, bien guiado hacia las pantorrillas de los contrarios,
era algo así como una espada de justicia que disuadía a los rivales de
peligrosas osadías.
De manera que el debut y despedida de Achával se había
producido en mayo de 1981. Y así hubiesen quedado las cosas de no ser porque el
pelotudo de Pipino tiene más boca que cerebro. Nos recibimos en diciembre del
‘85, con una estadística preciosa. Verdaderamente una pinturita. Treinta y dos
ganados, seis empatados, dieciocho perdidos. Por supuesto que ésa era la
estadística general, de primero a quinto. Pero los parciales también nos fueron
favorables. Empezamos quinto año sabiendo que 5.º 1.ª no podía alcanzar a
nuestro 5.º 2.ª, salvo que jugásemos doce mil partidos en el año. Igual
mantuvimos la distancia. Jugamos ocho, ganamos cuatro y empatamos uno. ¿Qué más
podíamos pedirle a la vida? Nada, absolutamente nada. Cuando nos dieron los
diplomas colgamos una banderita en el salón de actos. Me dijeron que García, el
rector, preguntó qué eran esos números, « 32-6-18 », en tinta roja, imitando
sangre. Pero ninguno de los del palco sabía una pepa del asunto. Los que sí
sabían eran, lógicamente, los de 5.º 1.ª, que sufrieron como viudas toda la
ceremonia y que intentaron vanamente quemarnos la insignia una vez iniciada la
desconcentración, cuando los invitados se encaminaron hacia el gimnasio para el
brindis.
De manera que listo, la vida ya estaba completa. Pero
no: va el imbécil de Pipino y se encuentra en Villa Gesell con Riganti y con
Zamora, dos de nuestros archienemigos, y los otros lo hacen calentar con que
somos una manga de fríos y que por qué no jugamos un Desafío Final a la vuelta
de las vacaciones, para «terminar de definir quién era quién en la promoción
‘85». Y el inocente, el idiota, el boludo de Pipino, en la calentura del
momento les dice que sí, que no hay problema. ¿Puede alguien ser tan inútil?
Bueno, sí, Pipino puede.
Cuando en febrero empezamos a contactarnos con la idea
de seguir jugando juntos, Pipino se vino con la novedad del desafío que había
pactado. Chirola se lo hizo repetir varias veces, para asegurarse de haber
escuchado correctamente. Después tuvimos que agarrarlo entre cuatro porque lo
quería moler a golpes, pero la cosa no pasó a mayores. Agustín y Matute dijeron
que ellos no iban a agarrar viaje, ni a arriesgar un prestigio bien ganado a lo
largo de todo un lustro, porque cualquier estúpido se fuera de boca hablando
con el enemigo.
Pero códigos son códigos, qué se le va a hacer. De
manera que cuando se nos pasó la bronca del momento nos dimos cuenta de que no
había escapatoria. Agustín insistió todavía con alguna protesta. Nos dijo que
pensáramos en el bochorno y en el lugar en el que nos íbamos a tener que meter
la bandera si nos ganaban justo ese partido. Nos llamó la atención sobre que el
último año del colegio había venido bastante parejo, que nos habían ganado tres
de ocho, y que el riesgo de que nos acostaran era grande. Que se hiciera cargo
el imbécil de Pipino, a fin de cuentas. Tenía razón. Seguro que tenía razón.
Pero ahí habló Pipí Dicroza, nuestro zaguero sanguinario, y dijo que si vos
tenés un perro y tu perro muerde a una vieja que pasa por la vereda, al
veterinario lo tenés que garpar vos, porque no podés hacerte el otario si el
perro es tuyo. Y después lo miró a Pipino, como para que no nos quedaran dudas
de la alegoría. Ahí no quedó margen para seguir discutiendo. Había que jugarlo.
Jugarlo y punto.
Pero nuestras dificultades recién empezaban. Cuando nos
juntamos el sábado siguiente a patear en el colegio, faltaban Rubén, Cachito y
Beto. Los esperamos un buen rato, y al final lo encaramos a Pipino, que para
expiar parte de su pecado había quedado encargado de convocar a los que
faltaban. Con un hilo de voz, muy pálido, nos dijo simplemente que eran «clase
‘67». Algunos no entendieron, pero a mí se me heló la sangre. Recorrí las caras
que tenía alrededor. Todos eran del ‘68, menos Dicroza, que se había salvado
por número bajo. Así que teníamos a tres jugadores haciendo la colimba. Maravilloso,
definitivamente maravilloso.
Agustín trató de mantenerse sereno, preguntándole a
Pipino si sabía dónde estaban destinados. Ahí Pipino se aflojó un poco.
Evidentemente tenía alguna buena noticia al respecto. Con una sonrisa, nos dijo
que Beto y Rubén la estaban haciendo en el distrito San Martín, porque el tío
los había acomodado y salían cuando querían. A mí me preocupó un poco que
después se quedara callado, porque de Cachito no había dicho nada. Agustín lo
interrogó al respecto, sin perder la calma. El otro respondió en un murmullo,
tan bajito que tuvimos que pedirle que lo repitiera. «Río Gallegos», suspiró.
Eso fue todo. Nos sepultó la sombra del silencio. Jugarles un Desafío Final y
darles a esos turros la posibilidad de puentear la estadística y abrazar la
gloria era un desatino. Pero jugarles sin Cachito al arco era como ponernos un
revólver en la sien nosotros mismos. Yo me quise morir. Chirola, en cambio,
aprovechó la distracción del resto para ponerle una buena mano a Pipino como un
modo de sacudirse la angustia. Pero hasta él sabía que de ese modo tampoco
arreglaba nada.
De manera que terminamos por tirarnos bajo los árboles
a rumiar las peripecias de nuestro plantel, hasta que alguien tuvo la hombría
de sumar dos más dos, pensar en voz alta y decir que íbamos a tener que
llamarlo a Achával, porque era el único varón disponible. El Tano preguntó si
no era preferible jugar con diez, pero Agustín, que es un estudioso, nos dijo
que no valía la pena, porque la cancha medía como ciento cinco metros por
setenta y pico, y que en semejante pampa un jugador menos se notaba demasiado.
«Un jugador ya sé, pero Achával…», el Tano sacudía la cabeza sin convicción.
Nos pasamos cuarenta y cinco minutos discutiendo en qué
puesto ponerlo. Finalmente consideramos que el sitio menos peligroso era
ubicarlo delante de la línea de cuatro, como para tapar un poco el aire a la
salida del círculo central. A lo mejor era capaz de obedecer un par de órdenes
concretas, al estilo de «No te le despegues al cinco» o «Pegale al diez bien
lejos del área». A lo mejor algo había aprendido en esos años.
Lo que no fuimos capaces de calcular era que el punto
ese se viniera con exigencias al momento de la convocatoria. Cuando lo llamó
Agustín le dijo que sí, que se prendía encantado, pero al arco. Agustín no
estaba listo para eso. Y cuando insistió, el otro volvió a retrucarle que no
tenía problema en asistir, pero que jugaba sí o sí al arco, que era «su puesto
natural». Cuando Agustín nos contó me acuerdo que Pipí Dicroza se agarraba el
pelo con las dos manos y se reía como loco, pero de los nervios. «¿Cómo que el
puesto natural? ¿Se le fundieron los tapones al boludo ese?» Yo pensé que tal
vez era una venganza, una cosa así. Al tipo nunca lo habíamos convocado en toda
la secundaria, y ahora nos tenía en el puño. Se iba a dejar hacer los goles
como un modo de castigarnos. Así que me fui hasta la casa a encararlo.
Pero cuando me abrió la puerta me desbarató las
intenciones. Salió a darme un abrazo con cara de Virgen María. Estaba chocho.
No me dejó ni empezar a hablar, y de movida me informó que se había ido esa
misma mañana a comprar guantes y medias de fútbol. Que durante la semana estaba
trabajando en Cañuelas en el campito de unos tíos, pero que me quedara tranquilo
porque ya había pedido permiso, y el sábado iba a salir de madrugada para
llegar cómodo a su casa, descansar un rato y venirse después de comer para el
partido. Y cuando me invitó a pasar y tomar unos mates a mí se me había
atravesado como una angustia terrible, de pensar cómo carajo le decía a este
tipo que lo íbamos a poner de tapón en el mediocampo para que no estorbara.
Mientras la pava silbaba me dediqué a mirarlo. Estaba igual que a los trece.
Altísimo. Flaquísimo. Con las patitas enclenques y un poco chuecas. La espalda
angosta y los brazos largos. Capaz que para el béisbol prometía, qué sé yo.
Pero lo que era para ponerlo al arco en el Desafío Final contra 5.º 1.ª, ni
mamados. No había modo. Pero ahí se volvió a mirarme con una sonrisa de angelito
y me dijo: «Ya sé que cuando jugué con ustedes en primer año los hice perder,
pero quedate tranquilo. Esperé demasiado tiempo una oportunidad como ésta, y no
los voy a hacer quedar mal».
Si me faltaba algo para terminar de sentirme el tipo
más hijo de mil puta sobre el planeta Tierra era eso. Al mono ese lo habíamos
colgado hacía cinco años. Nunca jamás lo habíamos llamado para jugar, por
perro. Y en lugar de estar tramando una venganza de Padre y Señor Nuestro, el
tipo lo único que pretendía era no defraudar a sus compañeros de 5.º 2.ª con un
nuevo fracaso.
¿Qué iba a hacer? Me paré, le di un abrazo y le dije
que estuviese tranquilo, que sabíamos que no nos iba a fallar. Cuando me
acompañaba hasta el portoncito del frente le pregunté, como al pasar, si en
estos años había estado jugando en algún lado. Me dijo, con el mismo rostro de
beatitud infinita, que no, que en realidad su último partido de fútbol había
sido ése, porque el médico le había recomendado que se dedicara a correr y él
le había hecho caso.
Cuando me tomé el colectivo para casa pensé que
estábamos perdidos. Íbamos a jugar un partido inútil contra nuestros rivales de
sangre. Sin necesidad, simplemente porque el Pipino era un imbécil bravucón.
Íbamos a jugarlo sin Cachito al arco, porque estaba haciendo la colimba en Río
Gallegos. Íbamos a poner al arco a un fulano que no la veía ni cuadrada y que
durante los últimos cinco años se había dedicado a maratonista. Y yo era el
estúpido que tenía que decírselo a los muchachos.
Cuando nos encontramos para entrenarnos el jueves a la
tarde, hice lo único que correspondía hacer en semejante situación. Les mentí
como un cochino. Les dije que estábamos totalmente a cubierto, que Achával era
una fiera bajo los tres palos, que el tipo se la había jugado de callado todos
estos años pero que había llegado hasta la quinta división de Ferro y que
estaba esperando club. Paro acá porque me da vergüenza escribir todas las
mentiras que dije en ese momento. Para peor las dije tan bonitas, o los muchachos
estaban tan necesitados de escuchar buenas noticias, que se abrazaban,
saltaban, cantaban cantitos de cancha. Estaban chochos. Alguno hasta comentó
como un buen augurio el hecho de que Cachito estuviera haciendo la colimba en
el culo del mundo. Yo los dejé. ¿Para qué les iba a amargar la vida? Si
bastante se la iban a amargar el sábado a la tarde.
El día señalado estuvimos temprano, después de comer.
Pasé lista a las dos y media y estaban todos excepto nuestra nueva estrella.
Con los de 5.º 1.ª nos saludamos de lejos. Parece mentira, cinco años en el
mismo colegio y había tipos de los que nos sabíamos sólo los apellidos. Pero,
qué se le va a hacer, cosas de la guerra.
Cuando llegó Achával, cerca de las tres, hubo un
momento de cierta tensión. Los muchachos se pusieron de pie y le estrecharon la
mano. Supongo que cuando lo vieron, con la misma pinta de poste de alumbrado de
toda la vida, sospecharon que el asunto de la quinta división de Ferro era un
invento. Igual fueron cordiales. El que estaba raro era Achával. Les sonrió a
todos, es cierto. Pero estaba muy pálido, y nos miraba atento y a la vez
distante, como si nos viese a través de un vidrio. «El tipo debe estar más
nervioso que nosotros», pensé. De reojo, vi que los de 5.º 1.ª lo habían localizado,
y los más memoriosos debían estar recordándoles a los otros las virtudes
arquerísticas de nuestro crack recién recuperado. Tuve un momento de zozobra
cuando Achával se sacó la campera y los pantalones largos de gimnasia. Pero
cuando lo vi me volvió el alma al cuerpo. Buzo verde y amplio, medio gastado.
Pantaloncito corto pero sin bolsillos. Medias de fútbol. Zapatillas bien
caminadas. «Arrancamos mejor que la vez pasada», festejé para mis adentros.
Cuando empezó el partido se notó que los tipos esos de
5.º 1.ª estaban dispuestos a lavar sus desdichas de cinco años en noventa
minutos. Se lanzaron a correr como galgos hambrientos. Ponían pierna fuerte
hasta en los saques de arco. Se gritaban unos a otros para mantenerse alertas y
no mandarse chambonadas.
Y nosotros… ¡ay, nosotros! Parece mentira cómo diez
tipos que se han pasado la vida jugando juntos, que se saben todas las mañas y
todos los gestos, que tocan de memoria porque se conocen hasta las pestañas,
pueden convertirse en semejante manga de pelotudos en un momento como ése.
Fueron los nervios. Por más que tratásemos de no pensar, la idea se te imponía,
me cacho. Les ganaste treinta y dos veces, pero si te ganan ésta, sonaste. Y no
importa que Pipino sea un enfermo. Es de los tuyos y arregló el desafío. Así
que si perdés, fuiste para toda la cosecha. Como cuando estás en el picado y
algún iluminado de tu equipo, que va ganando por diecisiete goles, no tiene
mejor idea que decir, para animar el asunto, la maldita frase «El que hace el
gol gana». ¿Pueden existir semejantes otarios? Existen. Juro que existen.
Bueno, el Pipino había sido una especie de monumento al idiota de esa
categoría. Y yo no me lo podía sacar de la cabeza, y supongo que los demás
tampoco. Porque si no, no se explica que hayamos arrancado jugando tan, pero
tan, pero tan como los mil demonios. No dábamos dos pases seguidos. Hasta los
laterales los sacábamos a dividir, y perdíamos todos los rebotes. Dicroza, sin
ir más lejos, estaba hecho una señorita dulce y temerosa, una bailarina
clásica, mal rayo lo parta.
A los cinco minutos del primer tiempo yo ya estaba
mirando el reloj. A los siete, ellos se acercaron por primera vez seriamente al
área. Se armó un entrevero apenitas afuera de la medialuna. Zamora la calzó con
derecha, de sobrepique, y la bola salió como si le hubiese dado con una bazuca.
Yo recé. La pelota pegó en el travesaño y picó apenas
afuera. Achával, que algo hubiera debido tener que ver en el asunto, la miraba
como si se tratase de un objeto extraño y hostil, difícil de catalogar, que
atravesaba el aire a su alrededor. Despejó Chirola con lo último de lo último.
Cuando iba a venir el córner me acordé del despeje con los puños que Achával
había perpetrado en 1981 y sentí profundos deseos de llorar. No sabía si cavar
una trinchera, llamar a la policía o retirar al equipo. Daba lo mismo. Ellos
lanzaron un centro precioso, al primer palo, para que la peinara Reinoso y la
mandara para alguno de los altos en el segundo. Para cualquier arquero era un
balón complicado. Para Achával era imposible. Cerré los ojos.
Cuando los abrí, el área se estaba vaciando de gente.
Chirola pedía por derecha y Agustín por izquierda. Ellos volvían de espaldas a
su propio arco. Y ahí, en el borde del área chica, con la pelota bajo un brazo,
las piernas apenas abiertas, el chicle en la boca, la mirada altiva, estaba
Juan Carlos Achával. El amor de Dios es infinito, pensé. Nacimos de nuevo.
Lástima que el asunto recién empezaba. Supongo que
todas las chambonadas que no cometimos en cinco años de secundario estábamos
decididos a llevarlas a la práctica en esa tarde miserable. A los veinte les
dejamos libre el camino para el contraataque y quedó Pantani cara a cara con
Achával. Encima ese Pantani es más frío que una merluza. En lugar de patear al
voleo lo midió, le amagó y se tiró a pasarlo por la derecha. Lo escribo y
todavía no me lo creo. Achával, con su metro ochenta y pico a cuestas, estuvo
en el piso en una fracción de segundo, hecho un ovillo en torno de la pelota.
Ahí los nuestros sí que le gritaron. Y el tipo, cuando se levantó, estaba
radiante. Era como si cada cosa que le salía derecha le fortaleciera las
tripas, porque de a poco se soltaba en los movimientos y le volvían los colores
a la cara. Cuando a los treinta minutos se colgó del aire y sacó al córner, con
mano cambiada, un tiro libre de González, yo ya casi no me extrañé. Era como si
simplemente lo hubiese estado esperando. Como cuando tenés fe ciega en tu
arquero. Como en los mejores días de Cachito. Y al terminar el primer tiempo,
cuando le tapó otro mano a mano al nueve de ellos, yo mismo, que soy más
callado que una planta, me encontré felicitándolo a los alaridos.
Cuando a los tres minutos del segundo tiempo le sacó un
cabezazo a quemarropa a Zamora mientras los otros malparidos ya gritaban el
gol, yo me dije: «Hoy ganamos». Esas cosas del fútbol. Cuando te revientan a
pelotazos durante todo un partido y no te embocan, por algo es. A la primera de
cambio los vacunás. Dicho y hecho. Por supuesto que no fue un golazo. Con la
tarde de mierda que teníamos todos, como para andar convirtiendo goles
inolvidables. Fue a la salida de un córner, en medio de un revoleo descomunal
de patas. Le pegó Pipino, se desvió en uno de los centrales, pegó en el palo y
entró pidiendo permiso. Por supuesto que lo gritamos como si hubiese sido el
gol del milenio. La bronca que tenían esos tipos no se puede explicar con
palabras. Pero guarda: estaban recalientes pero no desesperados. Faltaban
treinta y cinco minutos. Y si nos habían metido diez situaciones de gol hasta
ese momento, calculaban que cuatro o cinco más iban a tener de ahí en adelante.
Se equivocaron, pero porque se quedaron cortos. Yo
conté catorce. Y paré ahí porque no quería saber más nada, aunque deben haber
sido como veinte en total. Nosotros nos metimos atrás como si fuéramos Chaco
For Ever ganando uno a cero en el Maracaná. De giles, qué se le va a hacer.
Pero el asunto es que con esa táctica lo único que logramos fue cortar clavos
como beduinos. Nuestro delantero de punta estaba parado a la salida del círculo
central, pero del lado nuestro. A la cancha faltaba ponerle una de esas señales
de tránsito negras y amarillas, con el autito por la subida, para indicar que
el pasto estaba en pendiente pronunciada contra nuestro arco. La revoleábamos
de punta y a los cielos, y a los veinte segundos la teníamos de nuevo
quemándonos las patas.
Menos mal que estaba Achával. Sí. Aunque parezca
increíble. En medio de semejante naufragio, el único tipo que tenía la cabeza
fría y los reflejos bien puestos era él. Se cansó de tapar pelotas, de gritar
ordenando a la línea de cuatro, de calentar a los delanteros de ellos para
hacerles perder la paciencia. Vos lo veías esa tarde y parecía que el tipo
había nacido en el área chica, debajo de los tres palos. A los quince del
segundo cacheteó una pelota por encima del travesaño que a cualquier otro,
incluso a Cachito, se le hubiese metido. A los veintidós cortó un centro abajo
cuando entraban cuatro fulanos de 5.º 1.ª para mandarla a guardar, y sin dar
rebote. A los treinta se lanzó como una anguila para sacar un puntinazo que se
metía en el rincón derecho contra el piso. Más le tiraban y el tipo más se
agrandaba. Le llovían los centros y Achával los descolgaba como si fueran
nísperos.
Nunca en la perra vida vi a un tipo atajar lo que esa
tarde le vi atajar a Juan Carlos Achával. La cara se le había transformado.
Estaba rojo de la alegría, de la tensión y de la manija que le dábamos nosotros
con nuestro aliento. Gritábamos sus tapadas como si fueran goles. Estábamos en
sus manos enguantadas, y el tipo lo sabía. Lo malo era que no lo ayudábamos
para nada. Lo único que hacíamos era pegotearnos contra el área y hacer tiempo
en cada ocasión que teníamos. Pero el reloj parecía de goma.
A los treinta y cinco yo sentía que íbamos por el
minuto ciento quince. Me acuerdo de que iba justo ese tiempo porque Agustín
acababa de gritarme que faltaban diez, que parásemos la pelota en el
mediocampo. Pero no tuve ni tiempo de contestarle porque lo que vi me dejó
helado. El nueve de ellos acababa de pasar a los dos centrales y estaba
entrando al área recto al arco. Por primera vez en la tarde, Achával, aunque le
achicó bien, erró el zarpazo cuando el otro se tiró a gambetearlo. Estábamos
listos, porque el petiso acababa de dejar a nuestro arquero en el piso a sus
espaldas. Supongo que Urruti (el mismo que le había embocado el primer gol en
aquella jornada fatal del 7 a 3) debe estar todavía el día de hoy preguntándose
qué cuernos pasó que terminó pateando el aire en el lugar en que debía estar la
pelota. Seguro que no vio (no pudo ver, porque nadie pudo verlo) la manera en
que Achával se incorporó y desde atrás se tiró como una lanza, con el brazo
arqueado por delante de los pies del otro, para tocarle apenitas la bola hacia
el costado, sin rozar siquiera el pie del delantero. Poesía. Esa tarde Achával
fue poesía.
Después de esa jugada pareció como si el partido
hubiese terminado. En los minutos siguientes se jugó muy trabado en el
mediocampo, pero ellos no volvieron a posiciones de peligro. Era como si
pensaran que si no habían hecho ese gol, no podían hacer ninguno. Supongo que
nosotros también nos relajamos, porque de lo contrario no puede entenderse el
córner estúpido que les regalamos cuando faltaban dos minutos. Zamora lo tiró
bien, el muy turro. Podrido como estaba de que Achával le descolgara todos los
centros, esta vez lo lanzó muy pasado y muy abierto. Nosotros, que, como ya
expliqué, no parábamos ni a un caracol anciano, la miramos pasar por arriba con
expresión de vacas. Lo terrible fue que del otro lado la estaba esperando
Rivero, el arquero de ellos, parado en posición de diez, un metro afuera del
área. Yo supongo que si lo ponés a Rivero a pegarle setecientas veces a un
centro que baja así de pasado, trescientas veces le pifia al balón y las otras
cuatrocientas la cuelga de los árboles. Pero esta vez el muy mal parido la
calzó como venía y la escupió abajo contra el palo derecho. Ya dije que Achával
era lungo, flaco y torpe. Pero la mancha verde de su buzo pegándose a la tierra
me indicó que iba a llegar también a ésa. La pelota traía tanta fuerza que,
después de rebotar contra las manos de Achával, volvió al centro del área.
Cuando González, el maldito que mejor le pegaba de los veintidós presentes,
pateó como venía con la cara interna del pie zurdo hacia el palo izquierdo del
arco nuestro, necesariamente estábamos fritos. Por más que Achával estuviese en
una tarde de epopeya, no podía levantarse en un cuarto de segundo junto al palo
derecho y volar al ángulo superior izquierdo para bajar semejante bólido.
Gracias a Dios, esta vez no cerré los ojos. Porque lo
que vi, estoy seguro, será uno de los cinco o seis mejores recuerdos que pienso
llevarme a la tumba. Primero la bola, sólo la bola, subiendo hacia el ángulo.
Pero enseguida, por detrás de esa imagen, un tipo lanzado en diagonal, con los
brazos todavía pegados a los lados del cuerpo para mejorar la fuerza del
impulso. Después, los brazos abriéndose como las alas de una mariposa volando
con un buzo verde, las manos enguantadas describiendo dos semicírculos
perfectos, armónicos, exactos. Y al final dos manos al frente del vuelo,
encontrándose entre sí y con una bala brillante y blanca, que de pronto cambia
de rumbo y se pierde veinte centímetros por encima del ángulo del arco.
Cuando terminó, lo primero que quise hacer fue ir a
encontrarme con Achával. No fui el único. Todos tuvimos la misma idea al mismo
tiempo. Lo rodeamos cuando se estaba sacando los guantes al lado del palo y lo
levantamos en andas como si acabase de hacer un gol de campeonato. Achával nos
sonreía desde su modesto Olimpo y se dejaba llevar.
Cuando se liberó de los últimos abrazos, me acerqué
para saludarlo cara a cara. No sabía bien qué iba a decirle, pero le quería pedir
perdón por haberlo borrado todo ese tiempo, por haber sido tan pendejo de no
ofrecerle otra oportunidad después de aquel debut de catástrofe. Cuando le
tendí la mano y me largué a hablar, me cortó en seco con una sonrisa: «No tenés
de qué disculparte, Dany. Está todo perfecto». Y cuando insistí, me repitió:
«Quedate tranquilo, Daniel, en serio. Yo quería esto. Gracias por invitarme».
Le pedimos cincuenta veces que se quedara con nosotros
a tomar unas cervezas, pero dijo que tenía que rajarse enseguida para Cañuelas.
Le dijimos que no, que no podía, porque a la noche habíamos quedado en la
pizzería de la estación con las chicas del curso para salir todos juntos.
Volvió a sonreír. Nos dio un beso y se despidió con un «Bueno, cualquier cosa
después los veo», pero a mí me sonó a que no pensaba pintar por la pizzería ese
sábado a la noche.
Llegué a casa como a las siete, con el tiempo justo
para comer algo, pegarme un buen baño, vestirme y volver a salir, porque
habíamos quedado en encontrarnos a las nueve. Pasé por lo de Gustavo y después
nos fuimos los dos hasta lo de Chirola. A una cuadra de la pizzería vimos que
Alejandra y Carolina venían caminando para el lado nuestro. Cuando estuvieron
cerca nos quedamos de una pieza: las dos venían llorando a mares. Gustavo les
preguntó qué pasaba.
—¿Cómo…? ¿No saben nada? —La voz de Alejandra sonaba
extraña en medio de los sollozos. Nuestras caras de sorpresa significaban que
no teníamos ni la más remota idea—. Juan Carlos… Juan Carlos Achával… se mató
en un accidente en la ruta 3, viniendo para acá.
Yo sentí que acababan de pegarme un martillazo encima
de la ceja.
—¿Cómo viniendo? Yendo para Cañuelas, querrás decir…
—en medio de mi espanto escuchaba la voz de Gustavo.
—No, nene —Carolina siempre le dice nene a todo el
mundo—, viniendo para acá, esta madrugada…
Chirola me miraba con cara de no entender nada y
Gustavo insistía en que no podía ser.
—Te digo que sí —Alejandra porfiaba entre sollozos—,
hablé con la hermana y me dijo que se había venido temprano en la chata del tío
porque a la tarde tenía el desafío de ustedes contra el otro quinto… ¿no es
cierto?
Supongo que de la tristeza me habrá bajado la presión
de golpe. Para no caerme redondo me senté en el cordón de la vereda. No entendía
nada. Las chicas tenían que estar equivocadas. No podía ser lo que decían. De
ninguna manera.
Pero entonces me acordé de la tarde. De la bola que
Achával había cacheteado, arqueado hacia atrás, por encima del travesaño. De la
otra, la que había sacado con mano cambiada del ángulo derecho. De la que le
había afanado de adelante de los pies al petiso Urruti. Y por encima de todo me
acordé del doblete con Rivero y con González. Me vino la imagen de Juan Carlos
Achával lanzado de un palo al otro, sostenido en el aire a través de los siete
metros de sus desvelos, con las alas verdes de su buzo de arquero y todo el
aire y la bola brillante y la sonrisa. Y entonces entendí.
Casa tomada (Julio Cortázar)
Nos gustaba la casa porque aparte de
espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos
en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a
eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla
limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la
inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes
de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han
encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así,
tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí,
mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía
en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se
complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si
había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a
Pero es de la casa que me interesa hablar, de
la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera
hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a
Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a
mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo
y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la
casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho
que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los
que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta
parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para
hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue
simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio,
eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita
del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí,
al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera
demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando
estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han
tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves
ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas-
tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero
ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco
gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque
ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros
de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y
nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos
perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se
simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por
ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo
andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana
me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para
matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre
reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No
da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante
los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de
Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me
desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce
a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa.
De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las
consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de
Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia
atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido
le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo.
Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin
mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le
pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los
quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran
las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella
estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que
a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora
y con la casa tomada.
Teatro
Tragedias pastoriles españolas
Bodas
de sangre
Personajes
Madre Criada
Leonardo Mozos Mujer de Leonardo
Novia Vecina
Novio Padre
de la novia Leñadores Luna
Suegra Muchachas Mozos Muerte
Acto primero
CUADRO PRIMERO
Habitación pintada
de amarillo.
Novio:(Entrando) Madre.
Madre: ¿Qué?
Novio: Me voy.
Madre: ¿Adónde?
Novio: A la viña. (Va a salir)
Madre: Espera.
Novio: ¿Quieres algo?
Madre: Hijo, el almuerzo.
Novio: Déjalo. Comeré uvas. Dame la navaja.
Madre: ¿Para qué?
Novio:(Riendo ) Para cortarlas.
Madre: (Entre dientes y buscándola) La navaja, la navaja... Malditas sean todas y
el bribón que las inventó.
Novio: Vamos a otro asunto.
Madre: Y las escopetas, y las pistolas, y el cuchillo
más pequeño, y hasta las azadas y los bieldos de la era.
Novio: Bueno.
Madre: Todo lo que puede cortar el cuerpo de un
hombre. Un hombre hermoso, con su flor en la boca, que sale a las viñas o va a
sus olivos propios, porque son de él, heredados...
Novio:(Bajando la cabeza) Calle usted.
Madre: ... y ese hombre no vuelve. O si vuelve es
para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche. No
sé cómo te atreves a llevar una navaja en tu cuerpo, ni cómo yo dejo a la
serpiente dentro del arcón.
Novio: ¿Está bueno ya?
Madre: Cien años que yo viviera no hablaría de otra
cosa. Primero, tu padre, que me olía a clavel y lo disfruté tres años escasos.
Luego, tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una
pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca.
Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta en las puntas
del pelo.
Novio: (Fuerte) ¿Vamos a acabar?
Madre: No. No vamos a acabar. ¿Me puede alguien traer
a tu padre y a tu hermano? Y luego, el presidio. ¿Qué es el presidio? ¡Allí comen,
allí fuman, allí tocan los instrumentos! Mis muertos llenos de hierba, sin
hablar, hechos polvo; dos hombres que eran dos geranios... Los matadores, en
presidio, frescos, viendo los montes...
Novio: ¿Es que quiere usted que los mate?
Madre: No... Si hablo, es porque... ¿Cómo no voy a
hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no me gusta que lleves navaja. Es
que.... que no quisiera que salieras al campo.
Novio: (Riendo) ¡Vamos!
Madre: Que me gustaría que fueras una mujer. No te
irías al arroyo ahora y bordaríamos las dos cenefas y perritos de lana.
Novio: (Coge de un brazo a la madre y ríe) Madre, ¿y si yo la llevara conmigo a las
viñas?
Madre: ¿Qué hace en las viñas una vieja? ¿Me ibas a
meter debajo de los pámpanos?
Novio: (Levantándola en sus brazos) Vieja, revieja, requetevieja.
Madre: Tu padre sí que me llevaba. Eso es buena
casta. Sangre. Tu abuelo dejó a un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los
hombres, hombres, el trigo, trigo.
Novio: ¿Y yo, madre?
Madre: ¿Tú, qué?
Novio: ¿Necesito decírselo otra vez?
Madre: (Seria) ¡Ah!
Novio: ¿Es que le parece mal?
Madre: No
Novio: ¿Entonces...?
Madre: No lo sé yo misma. Así, de pronto, siempre me
sorprende. Yo sé que la muchacha es buena. ¿Verdad que sí? Modosa. Trabajadora.
Amasa su pan y cose sus faldas, y siento, sin embargo, cuando la nombro, como
si me dieran una pedrada en la frente.
Novio: Tonterías.
Madre: Más que tonterías. Es que me quedo sola. Ya no
me queda más que tú, y siento que te vayas.
Novio: Pero usted vendrá con nosotros.
Madre: No. Yo no puedo dejar aquí solos a tu padre y
a tu hermano. Tengo que ir todas las mañanas, y si me voy es fácil que muera
uno de los Félix, uno de la familia de los matadores, y lo entierren al lado.
¡Y eso sí que no! ¡Ca! ¡Eso sí que no! Porque con las uñas los desentierro y yo
sola los machaco contra la tapia.
Novio: (Fuerte) Vuelta otra vez.
Madre: Perdóname. (Pausa) ¿Cuánto tiempo
llevas en relaciones?
Novio: Tres años. Ya pude comprar la viña.
Madre: Tres años. Ella tuvo un novio, ¿no?
Novio: No sé. Creo que no. Las muchachas tienen que
mirar con quien se casan.
Madre: Sí. Yo no miré a nadie. Miré a tu padre, y
cuando lo mataron miré a la pared de enfrente. Una mujer con un hombre, y ya
está.
Novio: Usted sabe que mi novia es buena.
Madre: No lo dudo. De todos modos, siento no saber
cómo fue su madre.
Novio: ¿Qué más da?
Madre: (Mirándole) Hijo.
Novio: ¿Qué quiere usted?
Madre: ¡Que es verdad! ¡Que tienes razón! ¿Cuándo
quieres que la pida?
Novio: (Alegre) ¿Le parece bien el domingo?
Madre: (Seria) Le llevaré los pendientes de azófar, que son antiguos,
y tú le compras...
Novio: Usted entiende más...
Madre: Le compras unas medias caladas, y para ti dos
trajes... ¡Tres! ¡No te tengo más que a ti!
Novio: Me voy. Mañana iré a verla.
Madre: Sí, sí; y a ver si me alegras con seis nietos,
o lo que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de hacérmelos a mí.
Novio: El primero para usted.
Madre: Sí, pero que haya niñas. Que yo quiero bordar
y hacer encaje y estar tranquila.
Novio: Estoy seguro que usted querrá a mi novia.
Madre: La querré. (Se dirige a besarlo y
reacciona)Anda, ya estás muy grande para besos. Se los das a tu mujer. (Pausa.
Aparte) Cuando lo sea.
Novio: Me voy.
Madre: Que caves bien la parte del molinillo, que la
tienes descuidada.
Novio: ¡Lo dicho!
Madre: Anda con Dios. (Vase el novio. La madre
queda sentada de espaldas a la puerta. Aparece en la puerta una vecina
vestida de color oscuro, con pañuelo a la cabeza.)
Madre: Pasa.
Vecina: ¿Cómo estás?
Madre: Ya ves.
Vecina: Yo bajé a la tienda y vine a verte. ¡Vivimos
tan lejos...!
Madre: Hace veinte años que no he subido a lo alto de
la calle.
Vecina: Tú estás bien.
Madre: ¿Lo crees?
Vecina: Las cosas pasan. Hace dos días trajeron al
hijo de mi vecina con los dos brazos cortados por la máquina. (Se sienta.)
Madre: ¿A Rafael?
Vecina: Sí. Y allí lo tienes. Muchas veces pienso que
tu hijo y el mío están mejor donde están, dormidos, descansando, que no
expuestos a quedarse inútiles.
Madre: Calla. Todo eso son invenciones, pero no
consuelos.
Vecina: ¡Ay!
Madre: ¡Ay! (Pausa)
Vecina: (Triste) ¿Y tu hijo?
Madre: Salió.
Vecina: ¡Al fin compró la viña!
Madre: Tuvo suerte.
Vecina: Ahora se casará.
Madre: (Como despertando y acercando su silla a la
silla de la vecina.)Oye.
Vecina: (En plan confidencial) Dime.
Madre: ¿Tú conoces a la novia de mi hijo?
Vecina: ¡Buena muchacha!
Madre: Sí, pero...
Vecina: Pero quien la conozca a fondo no hay nadie.
Vive sola con su padre allí, tan lejos, a diez leguas de la casa más cerca.
Pero es buena. Acostumbrada a la soledad.
Madre: ¿Y su madre?
Vecina: A su madre la conocí. Hermosa. Le relucía la
cara como un santo; pero a mí no me gustó nunca. No quería a su marido.
Madre: (Fuerte) Pero ¡cuántas cosas sabéis las gentes!
Vecina: Perdona. No quisiera ofender; pero es verdad.
Ahora, si fue decente o no, nadie lo dijo. De esto no se ha hablado. Ella era
orgullosa.
Madre: ¡Siempre igual!
Vecina: Tú me preguntaste.
Madre: Es que quisiera que ni a la viva ni a la
muerte las conociera nadie. Que fueran como dos cardos, que ninguna persona los
nombra y pinchan si llega el momento.
Vecina: Tienes razón. Tu hijo vale mucho.
Madre: Vale. Por eso lo cuido. A mí me habían dicho
que la muchacha tuvo novio hace tiempo.
Vecina: Tendría ella quince años. Él se casó ya hace
dos años con una prima de ella, por cierto. Nadie se acuerda del noviazgo.
Madre: ¿Cómo te acuerdas tú?
Vecina: ¡Me haces unas preguntas...!
Madre: A cada uno le gusta enterarse de lo que le
duele. ¿Quién fue el novio?
Vecina: Leonardo.
Madre: ¿Qué Leonardo?
Vecina: Leonardo, el de los Félix.
Madre: (Levantándose) ¡De los Félix!
Vecina: Mujer, ¿qué culpa tiene Leonardo de nada? Él
tenía ocho años cuando las cuestiones.
Madre: Es verdad... Pero oigo eso de Félix y es lo
mismo (entre dientes) Félix que llenárseme de cieno la boca (escupe),
y tengo que escupir, tengo que escupir por no matar.
Vecina: Repórtate. ¿Qué sacas con eso?
Madre: Nada. Pero tú lo comprendes.
Vecina: No te opongas a la felicidad de tu hijo. No le
digas nada. Tú estás vieja. Yo, también. A ti y a mí nos toca callar.
Madre: No le diré nada.
Vecina: (Besándola) Nada.
Madre: (Serena) ¡Las cosas...!
Vecina: Me voy, que pronto llegará mi gente del campo.
Madre: ¿Has visto qué día de calor?
Vecina: Iban negros los chiquillos que llevan el agua
a los segadores. Adiós, mujer.
Madre: Adiós.
(Se dirige a la
puerta de la izquierda. En medio del camino se detiene y lentamente se
santigua.)
Telón
Acto primero
CUADRO SEGUNDO
Habitación pintada de rosa con cobres y ramos
de flores populares. En el centro, una mesa con mantel. Es la mañana. Suegra de
Leonardo con un niño en brazos. Lo mece. La mujer, en la otra esquina, hace
punto de media.
Suegra: (Canta) Nana, niño, nana;
del caballo grande; que no quiso el agua. El agua era negra;
dentro de las ramas. Cuando llega el puente; se detiene y
canta. ¿Quién dirá, mi niño; lo que tiene el agua; con su larga
cola; por su verde sala?
Mujer: (Canta bajo) Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.
Suegra: (Canta bajo) Duérmete,
rosal; que el caballo se pone a llorar. Las patas heridas; las crines
heladas; dentro de los ojos; un puñal de plata. Bajaban al río.
¡Ay, cómo bajaban! La sangre corría; más fuerte que el agua.
Mujer: Duérmete, clavel; que el caballo no quiere
beber.
Suegra: Duérmete, rosal; que el caballo se pone a
llorar.
Mujer: No quiso tocar; la orilla mojada; su
belfo caliente; con moscas de plata. A los montes duros; solo
relinchaba; con el río muerto; sobre la garganta. ¡Ay
caballo grande; que no quiso el agua! ¡Ay dolor de nieve, caballo
del alba!
Suegra: ¡No vengas! Detente; cierra la ventana; con
rama de sueños; y sueño de ramas.
Mujer: Mi niño se duerme.
Suegra: Mi niño se calla.
Mujer: Caballo, mi niño; tiene una almohada.
Suegra: Su cuna de acero.
Mujer: Su colcha de holanda.
Suegra: Nana, niño, nana.
Mujer: ¡Ay caballo grande; que no quiso el
agua!
Suegra: ¡No vengas, no entres! Vete a la
montaña. Por los valles grises; donde está la jaca.
Mujer: (Mirando) Mi niño se duerme.
Suegra: Mi niño descansa.
Mujer: (Bajito) Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.
Mujer: (Levantándose, y muy bajito) Duérmete, rosal; que el caballo se pone a
llorar.
(Entran al niño.
Entra Leonardo)
Leonardo: ¿Y el niño?
Mujer: Se durmió.
Leonardo: Ayer no estuvo bien. Lloró por la noche.
Mujer: (Alegre) Hoy está como una dalia. ¿Y tú? ¿Fuiste a casa del
herrador?
Leonardo: De allí vengo. ¿Querrás creer? Llevo más de
dos meses poniendo herraduras nuevas al caballo y siempre se le caen. Por lo
visto se las arranca con las piedras.
Mujer: ¿Y no será que lo usas mucho?
Leonardo: No. Casi no lo utilizo.
Mujer: Ayer me dijeron las vecinas que te habían
visto al límite de los llanos.
Leonardo: ¿Quién lo dijo?
Mujer: Las mujeres que cogen las alcaparras. Por
cierto que me sorprendió. ¿Eras tú?
Leonardo: No. ¿Qué iba a hacer yo allí en aquel secano?
Mujer: Eso dije. Pero el caballo estaba reventando de
sudor.
Leonardo: ¿Lo viste tú?
Mujer: No. Mi madre.
Leonardo: ¿Está con el niño?
Mujer: Sí. ¿Quieres un refresco de limón?
Leonardo: Con el agua bien fría.
Mujer: ¡Cómo no viniste a comer!
Leonardo: Estuve con los medidores del trigo. Siempre
entretienen.
Mujer: (Haciendo el refresco y muy tierna) ¿Y lo pagan a buen precio?
Leonardo: El justo.
Mujer: Me hace falta un vestido y al niño una gorra
con lazos.
Leonardo: (Levantándose) Voy a verlo.
Mujer: Ten cuidado, que está dormido.
Suegra: (Saliendo) Pero ¿quién da esas carreras al caballo? Está abajo,
tendido, con los ojos desorbitados, como si llegara del fin del mundo.
Leonardo: (Agrio) Yo.
Suegra: Perdona; tuyo es.
Mujer: (Tímida) Estuvo con los medidores del trigo.
Suegra: Por mí, que reviente. (Se sienta.) (Pausa)
Mujer: El refresco. ¿Está frío?
Leonardo: Sí.
Mujer: ¿Sabes que piden a mi prima?
Leonardo: ¿Cuándo?
Mujer: Mañana. La boda será dentro de un mes. Espero
que vendrán a invitarnos.
Leonardo: (Serio) No sé.
Suegra: La madre de él creo que no estaba muy
satisfecha con el casamiento.
Leonardo: Y quizá tenga razón. Ella es de cuidado.
Mujer: No me gusta que penséis mal de una buena
muchacha.
Suegra: Pero cuando dice eso es porque la conoce. ¿No
ves que fue tres años novia suya? (Con intención.)
Leonardo: Pero la dejé. (A su mujer.) ¿Vas a
llorar ahora? ¡Quita! (La aparta bruscamente las manos de la cara.) Vamos
a ver al niño. (Entran abrazados.)
(Aparece la
muchacha, alegre. Entra corriendo)
Muchacha: Señora.
Suegra: ¿Qué pasa?
Muchacha: Llegó el novio a la tienda y ha comprado todo
lo mejor que había.
Suegra: ¿Vino solo?
Muchacha: No, con su madre. Seria, alta. (La imita) Pero
¡qué lujo!
Suegra: Ellos tienen dinero.
Muchacha: ¡Y compraron unas medias caladas! ¡Ay, qué
medias! ¡El sueño de las mujeres en medias! Mire usted: una golondrina aquí (Señala
el tobillo.), un barco aquí
(Señala la
pantorrilla.) Y aquí una
rosa. (Señala el muslo.)
Suegra: ¡Niña!
Muchacha: ¡Una rosa con las semillas y el tallo! ¡Ay!
¡Todo en seda!
Suegra: Se van a juntar dos buenos capitales.
(Aparecen
Leonardo y su mujer)
Muchacha: Vengo a deciros lo que están comprando.
Leonardo: (Fuerte) No nos importa.
Mujer: Déjala.
Suegra: Leonardo, no es para tanto.
Muchacha: Usted dispense. (Se va llorando.)
Suegra: ¿Qué necesidad tienes de ponerte a mal con las
gentes?
Leonardo: No le he preguntado su opinión. (Se sienta)
Suegra: Está bien.
(Pausa)
Mujer: (A Leonardo) ¿Qué te pasa? ¿Qué idea te bulle por dentro de cabeza?
No me dejes así, sin saber nada...
Leonardo: Quita.
Mujer: No. Quiero que me mires y me lo digas.
Leonardo: Déjame. (Se levanta.)
Mujer: ¿Adónde vas, hijo?
Leonardo: (Agrio) ¿Te puedes callar?
Suegra: (Enérgica, a su hija) ¡Cállate! (Sale Leonardo) ¡El niño! (Entra
y vuelve a salir con él en brazos.) (La mujer ha permanecido de pie, inmóvil) Las
patas heridas; las crines heladas; dentro de los ojos; un puñal de
plata. Bajaban al río. La sangre corría; más fuerte que el
agua.
Mujer: (Volviéndose lentamente y como soñando) Duérmete, clavel; que el caballo se pone a
beber.
Suegra: Duérmete, rosal; que el caballo se pone a
llorar.
Mujer: Nana, niño, nana.
Suegra: Ay, caballo grande; que no quiso el agua!
Mujer: (Dramática) ¡No vengas, no entres! ¡Vete a la montaña! ¡Ay
dolor de nieve; caballo del alba!
Suegra: (Llorando) Mi niño se duerme...
Mujer: (Llorando y acercándose lentamente) Mi niño descansa...
Suegra: Duérmete, clavel; que el caballo no quiere
beber.
Mujer: (Llorando y apoyándose sobre la mesa.) Duérmete, rosal; que el caballo se pone a
llorar.
Telón
Acto primero
CUADRO TERCERO
Interior de la
cueva donde vive la novia. Al fondo, una cruz de grandes flores rosa. Las
puertas, redondas, con cortinajes de encaje y lazos rosa. Por las paredes, de
material blanco y duro, abanicos redondos, jarros azules y pequeños espejos.
Criada: Pasen... (Muy afable, llena de hipocresía
humilde. Entran el novio y su madre. La madre viste de raso negro y lleva
mantilla de encaje. El novio, de pana negra con gran cadena de oro.) ¿Se
quieren sentar? Ahora vienen. (Sale.) (Quedan madre e hijo sentados,
inmóviles como estatuas. Pausa larga.)
Madre: ¿Traes el reloj?
Novio: Sí. (Lo saca y lo mira.)
Madre: Tenemos que volver a tiempo. ¡Qué lejos vive
esta gente!
Novio: Pero estas tierras son buenas.
Madre: Buenas; pero demasiado solas. Cuatro horas de
camino y ni una casa ni un árbol.
Novio: Estos son los secanos.
Madre: Tu padre los hubiera cubierto de árboles.
Novio: ¿Sin agua?
Madre: Ya la hubiera buscado. Los tres años que
estuvo casado conmigo, plantó diez cerezos. (Haciendo memoria.) Los tres
nogales del molino, toda una viña y una planta que se llama Júpiter, que da
flores encarnadas, y se secó. (Pausa.)
Novio: (Por la novia) Debe estar vistiéndose.
(Entra el padre
de la novia. Es anciano, con el cabello blanco, reluciente. Lleva la cabeza
inclinada. La madre y el novio se levantan y se dan las manos en silencio.)
Padre: ¿Mucho tiempo de viaje?
Madre: Cuatro horas. (Se sientan.)
Padre: Habéis venido por el camino más largo.
Madre: Yo estoy ya vieja para andar por las terreras
del río.
Novio: Se marea. (Pausa)
Padre: Buena cosecha de esparto.
Novio: Buena de verdad.
Padre: En mi tiempo, ni esparto daba esta tierra. Ha
sido necesario castigarla y hasta llorarla, para que nos dé algo provechoso.
Madre: Pero ahora da. No te quejes. Yo no vengo a
pedirte nada.
Padre: (Sonriendo) Tú eres más rica que yo. Las viñas valen un capital.
Cada pámpano una moneda de plata. Lo que siento es que las tierras....
¿entiendes?... estén separadas. A mí me gusta todo junto. Una espina tengo en
el corazón, y es la huertecilla esa metida entre mis tierras, que no me quieren
vender por todo el oro del mundo.
Novio: Eso pasa siempre.
Padre: Si pudiéramos con veinte pares de bueyes traer
tus viñas aquí y ponerlas en la ladera. ¡Qué alegría!...
Madre: ¿Para qué?
Padre: Lo mío es de ella y lo tuyo de él. Por eso.
Para verlo todo junto, ¡que junto es una hermosura!
Novio: Y sería menos trabajo.
Madre: Cuando yo me muera, vendéis aquello y compráis
aquí al lado.
Padre: Vender, ¡vender! ¡Bah!; comprar hija,
comprarlo todo. Si yo hubiera tenido hijos hubiera comprado todo este monte
hasta la parte del arroyo. Porque no es buena tierra; pero con brazos se la
hace buena, y como no pasa gente no te roban los frutos y puedes dormir tranquilo.
(Pausa.)
Madre: Tú sabes a lo que vengo.
Padre: Sí.
Madre: ¿Y qué?
Padre: Me parece bien. Ellos lo han hablado.
Madre: Mi hijo tiene y puede.
Padre: Mi hija también.
Madre: Mi hijo es hermoso. No ha conocido mujer. La
honra más limpia que una sábana puesta al sol.
Padre: Qué te digo de la mía. Hace las migas a las
tres, cuando el lucero. No habla nunca; suave como la lana, borda toda clase de
bordados y puede cortar una maroma con los dientes.
Madre: Dios bendiga su casa.
Padre: Que Dios la bendiga.
(Aparece la
criada con dos bandejas. Una con copas y la otra con dulces.)
Madre: (Al hijo) ¿Cuándo queréis la boda?
Novio: El jueves próximo.
Padre: Día en que ella cumple veintidós años justos.
Madre: ¡Veintidós años! Esa edad tendría mi hijo
mayor si viviera. Que viviría caliente y macho como era, si los hombres no
hubieran inventado las navajas.
Padre: En eso no hay que pensar.
Madre: Cada minuto. Métete la mano en el pecho.
Padre: Entonces el jueves. ¿No es así?
Novio: Así es.
Padre: Los novios y nosotros iremos en coche hasta la
iglesia, que está muy lejos, y el acompañamiento en los carros y en las
caballerías que traigan.
Madre: Conformes.
(Pasa la criada)
Padre: Dile que ya puede entrar. (A la madre.) Celebraré
mucho que te guste.
(Aparece la novia.
Trae las manos caídas en actitud modesta y la cabeza baja.)
Madre: Acércate. ¿Estás contenta?
Novia: Sí, señora.
Padre: No debes estar seria. Al fin y al cabo ella va
a ser tu madre.
Novia: Estoy contenta. Cuando he dado el si es porque
quiero darlo.
Madre: Naturalmente. (Le coge la barbilla.) Mírame.
Padre: Se parece en todo a mi mujer.
Madre: ¿Sí? ¡Qué hermoso mirar! ¿Tú sabes lo que es
casarse, criatura?
Novia: (Seria) Lo sé.
Madre: Un hombre, unos hijos y una pared de dos varas
de ancho para todo lo demás.
Novio: ¿Es que hace falta otra cosa?
Madre: No. Que vivan todos, ¡eso! ¡Que vivan!
Novia: Yo sabré cumplir.
Madre: Aquí tienes unos regalos.
Novia: Gracias.
Padre: ¿No tomamos algo?
Madre: Yo no quiero. (Al novio.) ¿Y tú?
Novio: Tomaré. (Toma un dulce. La novia toma
otro.)
Padre: (Al novio) ¿Vino?
Madre: No lo prueba.
Padre: ¡Mejor!
(Pausa. Todos
están de pie.)
Novio: (A la novia) Mañana vendré.
Novia: ¿A qué hora?
Novio: A las cinco.
Novia: Yo te espero.
Novio: Cuando me voy de tu lado siento un despego
grande y así como un nudo en la garganta.
Novia: Cuando seas mi marido ya no lo tendrás.
Novio: Eso digo yo.
Madre: Vamos. El sol no espera. (Al padre.) ¿Conformes
en todo?
Padre: Conformes.
Madre: (A la criada) Adiós, mujer.
Criada: Vayan ustedes con Dios.
(La madre besa a
la novia y van saliendo en silencio)
Madre: (En la puerta) Adiós, hija. (La novia contesta con la mano)
Padre: Yo salgo con vosotros. (Salen)
Criada: Que reviento por ver los regalos.
Novia: (Agria) Quita.
Criada: ¡Ay, niña, enséñamelos!
Novia: No quiero.
Criada: Siquiera las medias. Dicen que todas son
caladas. ¡Mujer!
Novia: ¡Ea que no!
Criada: Por Dios. Está bien. Parece como si no
tuvieras ganas de casarte.
Novia: (Mordiéndose la mano con rabia) ¡Ay!
Criada: Niña, hija, ¿qué te pasa? ¿Sientes dejar tu
vida de reina? No pienses en cosas agrias. ¿Tienes motivo? Ninguno. Vamos a ver
los regalos. (Coge la caja.)
Novia: (Cogiéndola de las muñecas) Suelta.
Criada: ¡Ay, mujer!
Novia: Suelta he dicho.
Criada: Tienes más fuerza que un hombre.
Novia: ¿No he hecho yo trabajos de hombre? ¡Ojalá
fuera!
Criada: ¡No hables así!
Novia: Calla he dicho. Hablemos de otro asunto.
(La luz va
desapareciendo de la escena. Pausa larga)
Criada: ¿Sentiste anoche un caballo?
Novia: ¿A qué hora?
Criada: A las tres.
Novia: Sería un caballo suelto de la manada.
Criada: No. Llevaba jinete.
Novia: ¿Por qué lo sabes?
Criada: Porque lo vi. Estuvo parado en tu ventana. Me
chocó mucho.
Novia: ¿No sería mi novio? Algunas veces ha pasado a
esas horas.
Criada: No.
Novia: ¿Tú le viste?
Criada: Sí.
Novia: ¿Quién era?
Criada: Era Leonardo.
Novia: (Fuerte) ¡Mentira! ¡Mentira! ¿A qué viene aquí?
Criada: Vino.
Novia: ¡Cállate! ¡Maldita sea tu lengua! (Se
siente el ruido de un caballo.)
Criada: (En la ventana) Mira, asómate. ¿Era?
Novia: ¡Era!
Telón rápido
Acto segundo
CUADRO PRIMERO
Zaguán de casa
de la novia. Portón al fondo. Es de noche. La novia sale con enaguas blancas
encañonadas, llenas de encajes y puntas bordadas, y un corpiño blanco, con los
brazos al aire. La criada lo mismo
Criada: Aquí te acabaré de peinar.
Novia: No se puede estar ahí dentro, del calor.
Criada: En estas tierras no refresca ni al amanecer.
(Se sienta la
novia en una silla baja y se mira en un espejito de mano. La criada la peina.)
Novia: Mi madre era de un sitio donde había muchos
árboles. De tierra rica.
Criada: ¡Así era ella de alegre!
Novia: Pero se consumió aquí.
Criada: El sino.
Novia: Como nos consumimos todas. Echan fuego las
paredes. ¡Ay!, no tires demasiado.
Criada: Es para arreglarte mejor esta onda. Quiero que
te caiga sobre la frente. (La novia se mira en el espejo.) ¡Qué hermosa
estás! ¡Ay! (La besa apasionadamente.)
Novia: (Seria) Sigue peinándome.
Criada: (Peinándola) ¡Dichosa tú que vas a abrazar a un hombre, que lo vas
a besar, que vas a sentir su peso!
Novia: Calla.
Criada: Y lo mejor es cuando te despiertes y lo
sientas al lado y que él te roza los hombros con su aliento, como con una
plumilla de ruiseñor.
Novia: (Fuerte.) ¿Te quieres callar?
Criada: ¡Pero, niña! Una boda, ¿qué es? Una boda es
esto y nada más. ¿Son los dulces? ¿Son los ramos de flores? No. Es una cama
relumbrante y un hombre y una mujer.
Novia: No se debe decir.
Criada: Eso es otra cosa. ¡Pero es bien alegre!
Novia: O bien amargo.
Criada: El azahar te lo voy a poner desde aquí hasta
aquí, de modo que la corona luzca sobre el peinado. (Le prueba un ramo de
azahar.)
Novia: (Se mira en el espejo) Trae. (Coge el azahar y lo mira y deja caer
la cabeza abatida.)
Criada: ¿Qué es esto?
Novia: Déjame.
Criada: No son horas de ponerse triste. (Animosa.) Trae
el azahar. (La novia tira el azahar.) ¡Niña! ¿Qué castigo pides tirando
al suelo la corona? ¡Levanta esa frente! ¿Es que no te quieres casar?
Dilo. Todavía te puedes arrepentir. (Se levanta.)
Novia: Son nublos. Un mal aire en el centro, ¿quién
no lo tiene?
Criada: Tú quieres a tu novio.
Novia: Lo quiero.
Criada: Sí, sí, estoy segura.
Novia: Pero este es un paso muy grande.
Criada: Hay que darlo.
Novia: Ya me he comprometido.
Criada: Te voy a poner la corona.
Novia: (Se sienta) Date prisa, que ya deben ir llegando.
Criada: Ya llevarán lo menos dos horas de camino.
Novia: ¿Cuánto hay de aquí a la iglesia?
Criada: Cinco leguas por el arroyo, que por el camino
hay el doble. (La novia se levanta y la criada se entusiasma al verla) Despierte
la novia; la mañana de la boda. ¡Que los ríos del mundo; lleven tu corona!
Novia: (Sonriente) Vamos.
Criada: (La besa entusiasmada y baila alrededor) Que despierte; con el ramo verde; del
laurel florido. ¡Que despierte; por el tronco y la rama; de
los laureles! (Se oyen unos aldabonazos.)
Novia: ¡Abre! Deben ser los primeros convidados.
(Entra.) (La
criada abre sorprendida.)
Criada: ¿Tú?
Leonardo: Yo. Buenos días.
Criada: ¡El primero!
Leonardo: ¿No me han convidado?
Criada: Sí.
Leonardo: Por eso vengo.
Criada: ¿Y tu mujer?
Leonardo: Yo vine a caballo. Ella se acerca por el
camino.
Criada: ¿No te has encontrado a nadie?
Leonardo: Los pasé con el caballo.
Criada: Vas a matar al animal con tanta carrera.
Leonardo: ¡Cuando se muera, muerto está!
(Pausa)
Criada: Siéntate. Todavía no se ha levantado nadie.
Leonardo: ¿Y la novia?
Criada: Ahora mismo la voy a vestir.
Leonardo: ¡La novia! ¡Estará contenta!
Criada: (Variando la conversación.) ¿Y el niño?
Leonardo: ¿Cuál?
Criada: Tu hijo.
Leonardo: (Recordando como soñoliento) ¡Ah!
Criada: ¿Lo traen?
Leonardo: No.
(Pausa. Voces
cantando muy lejos)
Voces: ¡Despierte la novia; la mañana de la
boda!
Leonardo: Despierte la novia; la mañana de la
boda.
Criada: Es la gente. Vienen lejos todavía.
Leonardo: (Levantándose) La novia llevará una corona grande, ¿no? No debía ser
tan grande. Un poco más pequeña le sentaría mejor. ¿Y trajo ya el novio el
azahar que se tiene que poner en el pecho?
Novia: (Apareciendo todavía en enaguas y con la
corona de azahar puesta) Lo
trajo.
Criada: (Fuerte) No salgas así.
Novia: ¿Qué más da? (Seria.) ¿Por qué
preguntas si trajeron el azahar? ¿Llevas intención?
Leonardo: Ninguna. ¿Qué intención iba a tener? (Acercándose.)
Tú, que me conoces, sabes que no la llevo. Dímelo. ¿Quién he sido yo para
ti? Abre y refresca tu recuerdo. Pero dos bueyes y una mala choza son casi
nada. Esa es la espina.
Novia: ¿A qué vienes?
Leonardo: A ver tu casamiento.
Novia: ¡También yo vi el tuyo!
Leonardo: Amarrado por ti, hecho con tus dos manos. A mí
me pueden matar, pero no me pueden escupir. Y la plata, que brilla tanto,
escupe algunas veces.
Novia: ¡Mentira!
Leonardo: No quiero hablar, porque soy hombre de sangre,
y no quiero que todos estos cerros oigan mis voces.
Novia: Las mías serían más fuertes.
Criada: Estas palabras no pueden seguir. Tú no tienes
que hablar de lo pasado. (La criada mira a las puertas presa de inquietud.)
Novia: Tienes razón. Yo no debo hablarte siquiera.
Pero se me calienta el alma de que vengas a verme y atisbar mi boda y preguntes
con intención por el azahar. Vete y espera a tu mujer en la puerta.
Leonardo: ¿Es que tú y yo no podemos hablar?
Criada: (Con rabia) No; no podéis hablar.
Leonardo: Después de mi casamiento he pensado noche y
día de quién era la culpa, y cada vez que pienso sale una culpa nueva que se
come a la otra; pero ¡siempre hay culpa!
Novia: Un hombre con su caballo sabe mucho y puede
mucho para poder estrujar a una muchacha metida en un desierto. Pero yo tengo
orgullo. Por eso me caso. Y me encerraré con mi marido, a quien tengo que
querer por encima de todo.
Leonardo: El orgullo no te servirá de nada. (Se
acerca.)
Novia: ¡No te acerques!
Leonardo: Callar y quemarse es el castigo más grande que
nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y
el dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego
encima! Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es
verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quien las
arranque!
Novia: (Temblando) No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me
bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas. Y me arrastra
y sé que me ahogo, pero voy detrás.
Criada: (Cogiendo a Leonardo por las solapas) ¡Debes irte ahora mismo!
Leonardo: Es la última vez que voy a hablar con ella. No
temas nada.
Novia: Y sé que estoy loca y sé que tengo el pecho
podrido de aguantar, y aquí estoy quieta por oírlo, por verlo menear los
brazos.
Leonardo: No me quedo tranquilo si no te digo estas
cosas. Yo me casé. Cásate tú ahora.
Criada: (A Leonardo) ¡Y se casa!
Voces: (Cantando más cerca) Despierte la novia; la mañana de la boda.
Novia: Despierte la novia!(Sale corriendo a su
cuarto.)
Criada: Ya está aquí la gente. (A Leonardo) No
te vuelvas a acercar a ella.
Leonardo: Descuida. (Sale por la izquierda.)
(Empieza a
clarear el día.)
Muchacha 1: (Entrando) Despierte la novia; la mañana de la boda; ruede
la ronda; y en cada balcón una corona.
Voces: ¡Despierte la novia!
Criada: (Moviendo algazara) Que despierte; con el ramo verde; del
amor florido. ¡Que despierte; por el tronco y la rama; de
los laureles!
Muchacha 2: (Entrando) Que despierte; con el largo pelo; camisa de
nieve; botas de charol y plata; y jazmines en la frente.
Criada: ¡Ay pastora; que la luna asoma!
Muchacha 1: ¡Ay galán, deja tu sombrero por el
olivar!
Mozo 1: (Entrando con el sombrero en alto) Despierte la novia; que por los campos viene;
rondando la boda; con bandejas de dalias; y panes de gloria.
Voces: ¡Despierte la novia!
Muchacha 2: La novia; se ha puesto su blanca corona;
y el novio; se la prende con lazos de oro.
Criada: Por el toronjil; la novia no puede
dormir.
Muchacha 3: (Entrando) Por el naranjel; el novio le ofrece cuchara y
mantel.
(Entran tres
convidados.)
Mozo 1: ¡Despierta. paloma! El alba despeja;
campanas de sombra.
Convidado: La novia, la blanca novia; hoy doncella; mañana
señora.
Muchacha 1: Baja, morena; arrastrando tu cola de seda.
Convidado: Baja, morenita; que llueve rocío la mañana
fría.
Mozo 1: Despertad, señora, despertad; porque viene el
aire lloviendo azahar.
Criada: Un árbol quiero bordarle; lleno de
cintas granates y en cada cinta un amor; con vivas alrededor.
Voces: Despierte la novia.
Mozo 1: ¡La mañana de la boda!
Convidado: La mañana de la boda; qué galana vas a
estar; pareces, flor de los montes; la mujer de un capitán.
Padre: (Entrando) La mujer de un capitán; se lleva el novio. ¡Ya
viene con sus bueyes por el tesoro!
Muchacha 3: El novio; parece la flor del oro. Cuando
camina; a sus plantas se agrupan las clavellinas.
Criada: ¡Ay mi niña dichosa!
Mozo 2: Que despierte la novia.
Criada: ¡Ay mi galana!
Muchacha 1: La boda está llamando; por las
ventanas.
Muchacha 2: Que salga la novia.
Muchacha 1: ¡Que salga, que salga!
Criada: ¡Que toquen y repiquen; las campanas!
Mozo 1: ¡Que viene aquí! ¡Que sale ya!
Criada: ¡Como un toro, la boda; levantándose
está! (Aparece la novia. Lleva un traje negro mil novecientos, con
caderas y larga cola rodeada de gasas plisadas y encajes duros. Sobre el
peinado de visera lleva la corona de azahar. Suenan las guitarras. Las
Muchachas besan a la novia.)
Muchacha 3: ¿Qué esencia te echaste en el pelo?
Novia: (Riendo) Ninguna.
Muchacha 2: (Mirando el traje) La tela es de lo que no hay.
Mozo 1: ¡Aquí está el novio!
Novio: ¡Salud!
Muchacha 1: (Poniéndole una flor en la oreja) El novio; parece la flor del oro.
Muchacha 2: ¡Aires de sosiego; le manan los ojos!
(El novio se dirige al lado de la novia.)
Novia: ¿Por qué te pusiste esos zapatos?
Novio: Son más alegres que los negros.
Mujer de
Leonardo: (Entrando y
besando a la novia) ¡Salud! (Hablan
todas con algazara.)
Leonardo: (Entrando como quien cumple un deber) La mañana de casada; la corona te
ponemos.
Mujer: ¡Para que el campo se alegre, con el
agua de tu pelo!
Madre: (Al padre) ¿También están ésos aquí?
Padre: Son familia. ¡Hoy es día de perdones!
Madre: Me aguanto, pero no perdono.
Novio: ¡Con la corona da alegría mirarte!
Novia: ¡Vámonos pronto a la iglesia!
Novio: ¿Tienes prisa?
Novia: Sí. Estoy deseando ser tu mujer y quedarme
sola contigo, y no oír más voz que la tuya.
Novio: ¡Eso quiero yo!
Novia: Y no ver más que tus ojos. Y que me abrazaras
tan fuerte, que aunque me llamara mi madre, que está muerta, no me pudiera
despegar de ti.
Novio: Yo tengo fuerza en los brazos. Te voy a
abrazar cuarenta años seguidos.
Novia: (Dramática, cogiéndole del brazo) ¡Siempre!
Padre: ¡Vamos pronto! ¡A coger las caballerías y los
carros! Que ya ha salido el sol.
Madre: ¡Que llevéis cuidado! No sea que tengamos mala
hora. (Se abre el gran portón del fondo. Empiezan a salir.)
Criada: (Llorando) Al salir de tu casa; blanca doncella; acuérdate que
sales; como una estrella...
Muchacha 1: Limpia de cuerpo y ropa; al salir de tu
casa para la boda. (Van saliendo.)
Muchacha 2: ¡Ya sales de tu casa; para la iglesia!
Criada: ¡El aire pone flores; por las arenas!
Muchacha 3: ¡Ay la blanca niña!
Criada: Aire oscuro el encaje; de su mantilla.
(Salen. Se oyen guitarras, palillos y panderetas. Quedan solos Leonardo
y su mujer.)
Mujer: Vamos.
Leonardo: ¿Adónde?
Mujer: A la iglesia. Pero no vas en el caballo.
Vienes conmigo.
Leonardo: ¿En el carro?
Mujer: ¿Hay otra cosa?
Leonardo: Yo no soy hombre para ir en carro.
Mujer: Y yo no soy mujer para ir sin su marido a un
casamiento. ¡Que no puedo más!
Leonardo: ¡Ni yo tampoco!
Mujer: ¿Por qué me miras así? Tienes una espina en
cada ojo.
Leonardo: ¡Vamos!
Mujer: No sé lo que pasa. Pero pienso y no quiero
pensar. Una cosa sé. Yo ya estoy despachada. Pero tengo un hijo. Y otro que
viene. Vamos andando. El mismo sino tuvo mi madre. Pero de aquí no me muevo.
(Voces fuera.)
Voces: ¡Al salir de tu casa; para la iglesia; acuérdate
que sales; como una estrella!
Mujer: (Llorando) ¡Acuérdate que sales; como una estrella! Así
salí yo de mi casa también. Que me cabía todo el campo en la boca.
Leonardo: (Levantándose) Vamos.
Mujer: ¡Pero conmigo!
Leonardo: Sí. (Pausa.) ¡Echa a andar! (Salen.)
Voces: Al salir de tu casa; para la iglesia; acuérdate
que sales; como una estrella.
Telón lento
Acto segundo
CUADRO SEGUNDO
Exterior de la
cueva de la novia. Entonación en blancos grises y azules fríos. Grandes
chumberas. Tonos sombríos y plateados. Panorama de mesetas color barquillo,
todo endurecido como paisaje de cerámica popular.
Criada: (Arreglando en una mesa copas y bandejas) Giraba; giraba la rueda; y el agua
pasaba;porque llega la boda; que se aparten las ramas; y la luna se
adorne; por su blanca baranda. ¡Pon los manteles! (En voz alta) Cantaban. (En voz
patética.) cantaban los novios; y el agua pasaba; porque llega la
boda; que relumbre la escarcha; y se llenen de miel; las
almendras amargas. ¡Prepara el vino! (En voz alta) Galana. (En
voz patética.); galana de la tierra; mira cómo el agua pasa. Porque
llega tu boda; recógete las faldas; y bajo el ala del novio; nunca
salgas de tu casa. Porque el novio es un palomo; con todo el
pecho de brasa; y espera el campo el rumor; de la sangre
derramada. Giraba; giraba la rueda; y el agua pasaba. ¡Porque
llega tu boda; deja que relumbre el agua!
Madre: (Entrando) ¡Por fin!
Padre: ¿Somos los primeros?
Criada: No. Hace rato llegó Leonardo con su mujer.
Corrieron como demonios. La mujer llegó muerta de miedo. Hicieron el camino
como si hubieran venido a caballo.
Padre: Ese busca la desgracia. No tiene buena sangre.
Madre: ¿Qué sangre va a tener? La de toda su familia.
Mana de su bisabuelo, que empezó matando, y sigue en toda la mala ralea,
manejadores de cuchillos y gente de falsa sonrisa.
Padre: ¡Vamos a dejarlo!
Criada: ¿Cómo lo va a dejar?
Madre: Me duele hasta la punta de las venas. En la
frente de todos ellos yo no veo más que la mano con que mataron a lo que era
mío. ¿Tú me ves a mí? ¿No te parezco loca? Pues es loca de no haber gritado
todo lo que mi pecho necesita. Tengo en mi pecho un grito siempre puesto de pie
a quien tengo que castigar y meter entre los mantos. Pero me llevan a los
muertos y hay que callar. Luego la gente critica. (Se quita el manto)
Padre: Hoy no es día de que te acuerdes de esas
cosas.
Madre: Cuando sale la conversación, tengo que hablar.
Y hoy más. Porque hoy me quedo sola en mi casa.
Padre: En espera de estar acompañada.
Madre: Esa es mi ilusión: los nietos. (Se
sientan.)
Padre: Yo quiero que tengan muchos. Esta tierra
necesita brazos que no sean pagados. Hay que sostener una batalla con las malas
hierbas, con los cardos, con los pedruscos que salen no se sabe dónde. Y estos
brazos tienen que ser de los dueños, que castiguen y que dominen, que hagan
brotar las simientes. Se necesitan muchos hijos.
Madre: ¡Y alguna hija! ¡Los varones son del viento!
Tienen por fuerza que manejar armas. Las niñas no salen jamás a la calle.
Padre: (Alegre) Yo creo que tendrán de todo.
Madre: Mi hijo la cubrirá bien. Es de buena simiente.
Su padre pudo haber tenido conmigo muchos hijos.
Padre: Lo que yo quisiera es que esto fuera cosa de
un día. Que en seguida tuvieran dos o tres hombres.
Madre: Pero no es así. Se tarda mucho. Por eso es tan
terrible ver la sangre de una derramada por el suelo. Una fuente que corre un
minuto y a nosotros nos ha costado años. Cuando yo llegué a ver a mi hijo,
estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí
con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de
cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella.
Padre: Ahora tienes que esperar. Mi hija es ancha y
tu hijo es fuerte.
Madre: Así espero. (Se levantan.)
Padre: Prepara las bandejas de trigo.
Criada: Están preparadas.
Mujer de
Leonardo: (Entrando) ¡Que sea para bien!
Madre: Gracias.
Leonardo: ¿Va a haber fiesta?
Padre: Poca. La gente no puede entretenerse.
Padre: ¡Ya están aquí!
(Van entrando
invitados en alegres grupos. Entran los novios cogidos del brazo. Sale
Leonardo.)
Novio: En ninguna boda se vio tanta gente.
Novia: (Sombría) En ninguna.
Padre: Fue lucida.
Madre: Ramas enteras de familias han venido.
Novio: Gente que no salía de su casa.
Madre: Tu padre sembró mucho y ahora lo recoges tú.
Novio: Hubo primos míos que yo ya no conocía.
Madre: Toda la gente de la costa.
Novio: (Alegre) Se espantaban de los caballos.
(Hablan.)
Madre: (A la novia) ¿Qué piensas?
Novia: No pienso en nada.
Madre: Las bendiciones pesan mucho.
(Se oyen
guitarras.)
Novia: Como el plomo.
Madre: (Fuerte.) Pero no han de pesar. Ligera como paloma debes ser.
Novia: ¿Se queda usted aquí esta noche?
Madre: No. Mi casa está sola.
Novia: ¡Debía usted quedarse!
Padre: (A la madre) Mira el baile que tienen formado. Bailes de allá de la
orilla del mar.
(Sale Leonardo y
se sienta. Su mujer, detrás de él en actitud rígida.)
Madre: Son los primos de mi marido. Duros como
piedras para la danza.
Padre: Me alegra el verlos. ¡Qué cambio para esta
casa! (Se va.)
Novio: (A la novia) ¿Te gustó el azahar?
Novia: (Mirándole fija) Sí.
Novio: Es todo de cera. Dura siempre. Me hubiera
gustado que llevaras en todo el vestido.
Novia: No hace falta.
(Mutis Leonardo
por la derecha.)
Muchacha 1: Vamos a quitarle los alfileres.
Novia: (Al novio) Ahora vuelvo.
Mujer: ¡Que seas feliz con mi prima!
Novio: Tengo seguridad.
Mujer: Aquí los dos; sin salir nunca y a levantar la
casa. ¡Ojalá yo viviera también así de lejos!
Novio: ¿Por qué no compráis tierras? El monte es
barato y los hijos se crían mejor.
Mujer: No tenemos dinero. ¡Y con el camino que
llevamos!
Novio: Tu marido es un buen trabajador.
Mujer: Sí, pero le gusta volar demasiado. Ir de una
cosa a otra. No es hombre tranquilo.
Criada: ¿No tomáis nada? Te voy a envolver unos roscos
de vino para tu madre, que a ella le gustan mucho.
Novio: Ponle tres docenas.
Mujer: No, no. Con media tiene bastante.
Novio: Un día es un día.
Mujer: (A la criada) ¿Y Leonardo?
Criada: No lo vi.
Novio: Debe estar con la gente.
Mujer: ¡Voy a ver! (Se va.)
Criada: Aquello está hermoso.
Novio: ¿Y tú no bailas?
Criada: No hay quien me saque.
(Pasan al fondo
dos muchachas, durante todo este acto, el fondo será un animado cruce de
figuras.)
Novio: (Alegre) Eso se llama no entender. Las viejas frescas como tú
bailan mejor que las jóvenes.
Criada: Pero ¿vas a echarme requiebros, niño? ¡Qué
familia la tuya! ¡Machos entre los machos! Siendo niña vi la boda de tu abuelo.
¡Qué figura! Parecía como si se casara un monte.
Novio: Yo tengo menos estatura.
Criada: Pero el mismo brillo en los ojos. ¿Y la niña?
Novio: Quitándose la toca.
Criada: ¡Ah! Mira. Para la medianoche, como no
dormiréis, os he preparado jamón y unas copas grandes de vino antiguo. En la
parte baja de la alacena. Por si lo necesitáis.
Novio: (Sonriente) No como a medianoche.
Criada: (Con malicia) Si tú no, la novia. (Se va.)
Mozo 1: (Entrando) ¡Tienes que beber con nosotros!
Novio: Estoy esperando a la novia.
Mozo 2: ¡Ya la tendrás en la madrugada!
Mozo 1: ¡Que es cuando más gusta!
Mozo 2: Un momento.
Novio: Vamos.
(Salen. Se oye
gran algazara. Sale la novia. Por el lado opuesto salen dos muchachas corriendo
a encontrarla.)
Muchacha 1: ¿A quién diste el primer alfiler, a mí o a
esta?
Novia: No me acuerdo.
Muchacha 1: A mí me lo diste aquí.
Muchacha 2: A mí delante del altar.
Novia: (Inquieta y con una gran lucha interior.) No sé nada.
Muchacha 1: Es que yo quisiera que tú...
Novia: (Interrumpiendo.) Ni me importa. Tengo mucho que pensar.
Muchacha 2: Perdona.
(Leonardo cruza
el fondo.)
Novia: (Ve a Leonardo) Y estos momentos son agitados.
Muchacha 1: ¡Nosotras no sabemos nada!
Novia: Ya lo sabréis cuando os llegue la hora. Estos
pasos son pasos que cuestan mucho.
Muchacha 1: ¿Te ha disgustado?
Novia: No. Perdonad vosotras.
Muchacha 2: ¿De qué? Pero los dos alfileres sirven para
casarse, ¿verdad?
Novia: Los dos.
Muchacha 1: Ahora, que una se casa antes que otra.
Novia: ¿Tantas ganas tenéis?
Muchacha 2: (Vergonzosa) Sí.
Novia: ¿Para qué?
Muchacha 1: Pues... (Abrazando a la segunda.)
(Echan a correr
las dos. Llega el novio y, muy despacio, abraza a la novia por detrás.)
Novia: (Con gran sobresalto) ¡Quita!
Novio: ¿Te asustas de mí?
Novia: ¡Ay! ¿Eras tú?
Novio: ¿Quién iba a ser? (Pausa.) Tu padre o
yo.
Novia: ¡Es verdad!
Novio: Ahora que tu padre te hubiera abrazado más
blando.
Novia: (Sombría) ¡Claro!
Novio: Porque es viejo. (La abraza fuertemente de
un modo un poco brusco.)
Novia: (Seca) ¡Déjame!
Novio: ¿Por qué? (La deja.)
Novia: Pues... la gente. Pueden vernos.
(Vuelve a cruzar
el fondo la criada, que no mira a los novios.)
Novio: ¿Y qué? Ya es sagrado.
Novia: Sí. pero déjame... Luego.
Novio: ¿Qué tienes? ¡Estás como asustada!
Novia: No tengo nada. No te vayas.
(Sale la mujer
de Leonardo.)
Mujer: No quiero interrumpir...
Novio: Dime.
Mujer: ¿Pasó por aquí mi marido?
Novio: No.
Mujer: Es que no le encuentro y el caballo no está
tampoco en el establo.
Novio: (Alegre) Debe estar dándole una carrera.
(Se va la mujer,
inquieta. Sale la criada.)
Criada: ¿No andáis satisfechos de tanto saludo?
Novio: Yo estoy deseando que esto acabe. La novia
está un poco cansada.
Criada: ¿Qué es eso niña?
Novia: ¡Tengo como un golpe en las sienes!
Criada: Una novia de estos montes debe ser fuerte. (Al
novio.) Tú eres el único que la puedes curar, porque tuya es. (Sale
corriendo.)
Novio: (Abrazándola) Vamos un rato al baile. (La besa.)
Novia: (Angustiada) No. Quisiera echarme en la cama un poco.
Novio: Yo te haré compañía.
Novia: ¡Nunca! ¿Con toda la gente aquí? ¿Qué dirían?
Déjame sosegar un momento.
Novio: ¡Lo que quieras! ¡Pero no estés así por la
noche!
Novia: (En la puerta) A la noche estaré mejor.
Novio: ¡Que es lo que yo quiero!
(Aparece la
madre.)
Madre: Hijo.
Novio: ¿Dónde anda usted?
Madre: En todo ese ruido. ¿Estás contento?
Novio: Sí.
Madre: ¿Y tu mujer?
Novio: Descansa un poco. ¡Mal día para las novias!
Madre: ¿Mal día? El único bueno. Para mí fue como una
herencia. (Entra la criada y se dirige al cuarto de la novia.) Es la
roturación de las tierras, la plantación de árboles nuevos.
Novio: ¿Usted se va a ir?
Madre: Sí. Yo tengo que estar en mi casa.
Novio: Sola.
Madre: Sola, no. Que tengo la cabeza llena de cosas y
de hombres y de luchas.
Novio: Pero luchas que ya no son luchas.
(Sale la criada
rápidamente; desaparece corriendo por el fondo.)
Madre: Mientras una vive, lucha.
Novio: ¡Siempre la obedezco!
Madre: Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la
notas arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo
fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero
que sienta que tú eres el macho, el amo, el que mandas. Así aprendí de tu
padre. Y como no lo tienes, tengo que ser yo la que te enseñe estas fortalezas.
Novio: Yo siempre haré lo que usted mande.
Padre: (Entrando) ¿Y mi hija?
Novio: Está dentro.
Muchacha 1: ¡Vengan los novios, que vamos a bailar la
rueda!
Mozo 1: (Al novio) Tú la vas a dirigir
Padre: (Saliendo) ¡Aquí no está!
Novio: ¿No?
Padre: Debe haber subido a la baranda.
Novio: ¡Voy a ver! (Entra.)
(Se oye algazara
y guitarras.)
Muchacha 1: ¡Ya ha empezado! (Sale.)
Novio: (Saliendo) No está.
Madre: (Inquieta) ¿No?
Padre: ¿Y a dónde puede haber ido?
Criada: (Entrando) Y la niña. ¿dónde está?
Madre: (Seria) No lo sabemos.
(Sale el novio.
Entran tres invitados.)
Padre: (Dramático) Pero ¿no está en el baile?
Criada: En el baile no está.
Padre: (Con arranque) Hay mucha gente. ¡Mirad!
Criada: ¡Ya he mirado!
Padre: (Trágico) ¿Pues dónde está?
Novio: (Entrando) Nada. En ningún sitio.
Madre: (Al padre) ¿Qué es esto? ¿Dónde está tu hija?
(Entra la mujer
de Leonardo.)
Mujer: ¡Han huido! ¡Han huido! Ella y Leonardo. En el
caballo. Van abrazados, como una exhalación.
Padre: ¡No es verdad! ¡Mi hija, no!
Madre: ¡Tu hija, sí! Planta de mala madre, y él, él
también, él. Pero ¡ya es la mujer de mi hijo!
Novio: (Entrando) ¡Vamos detrás! ¿Quién tiene un caballo?
Madre: ¿Quién tiene un caballo ahora mismo, quién
tiene un caballo? Que le daré todo lo que tengo, mis ojos y hasta mi lengua...
Voz: Aquí hay uno.
Madre: (Al hijo) ¡Anda! ¡Detrás! (Salen con dos mozos.) No. No
vayas. Esa gente mata pronto y bien...; ¡pero sí, corre, y yo detrás!
Padre: No será ella. Quizá se haya tirado al aljibe.
Madre: Al agua se tiran las honradas, las limpias;
¡esa, no! Pero ya es mujer de mi hijo. Dos bandos. Aquí hay ya dos bandos. (Entran
todos.) Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de
los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo. (La gente se separa en dos
grupos.) Porque tiene gente; que son: sus primos del mar y todos los que
llegan de tierra adentro. ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado
otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo con el mío.
¡Atrás! ¡Atrás!
Telón
Acto tercero
CUADRO PRIMERO
Bosque. Es de
noche. Grandes troncos húmedos. Ambiente oscuro. Se oyen dos violines. Salen
tres leñadores.
Leñador 1: ¿Y los han encontrado?
Leñador 2: No. Pero los buscan por todas partes.
Leñador 3: Ya darán con ellos.
Leñador 2: ¡Chisss!
Leñador 3: ¿Qué?
Leñador 2: Parece que se acercan por todos los caminos a
la vez.
Leñador 1: Cuando salga la luna los verán.
Leñador 2: Debían dejarlos.
Leñador 1: El mundo es grande. Todos pueden vivir de él.
Leñador 3: Pero los matarán.
Leñador 2: Hay que seguir la inclinación: han hecho bien
en huir.
Leñador 1: Se estaban engañando uno a otro y al fin la
sangre pudo más.
Leñador 3: ¡La sangre!
Leñador 1: Hay que seguir el camino de la sangre.
Leñador 2: Pero sangre que ve la luz se la bebe la
tierra.
Leñador 1: ¿Y qué? Vale más ser muerto desangrado que
vivo con ella podrida.
Leñador 3: Callar.
Leñador 1: ¿Qué? ¿Oyes algo?
Leñador 3: Oigo los grillos, las ranas, el acecho de la
noche.
Leñador 1: Pero el caballo no se siente.
Leñador 3: No
Leñador 1: Ahora la estará queriendo.
Leñador 2: El cuerpo de ella era para él y el cuerpo de
él para ella.
Leñador 3: Los buscan y los matarán.
Leñador 1: Pero ya habrán mezclado sus sangres y serán
como dos cántaros vacíos, como dos arroyos secos.
Leñador 2: Hay muchas nubes y será fácil que la luna no
salga.
Leñador 3: El novio los encontrará con luna o sin luna.
Yo lo vi salir. Como una estrella furiosa. La cara color ceniza. Expresaba el
sino de su casta.
Leñador 1: Su casta de muertos en mitad de la calle.
Leñador 2: ¡Eso es!
Leñador 3: ¿Crees que ellos lograrán romper el cerco?
Leñador 2: Es difícil. Hay cuchillos y escopetas a diez
leguas a la redonda.
Leñador 3: Él lleva buen caballo.
Leñador 2: Pero lleva una mujer.
Leñador 1: Ya estamos cerca.
Leñador 2: Un árbol de cuarenta ramas. Lo cortaremos
pronto.
Leñador 3: Ahora sale la luna. Vamos a darnos prisa.
(Por la
izquierda surge una claridad)
Leñador 1: ¡Ay luna que sales! Luna de las hojas
grandes.
Leñador 2: ¡Llena de jazmines de sangre!
Leñador 1: ¡Ay luna sola! ¡Luna de las verdes
hojas!
Leñador 2: Plata en la cara de la novia.
Leñador 3: ¡Ay luna mala! Deja para el amor la
oscura rama.
Leñador 1: ¡Ay triste luna! ¡Deja para el amor la
rama oscura!
(Salen. Por la
claridad de la izquierda aparece
Luna: Cisne redondo en el río; ojo de las catedrales;
alba fingida en las hojas; soy; ¡no podrán escaparse!; ¿Quién se
oculta? ¿Quién solloza; por la maleza del valle? La luna deja un
cuchillo; abandonado en el aire; que siendo acecho de plomo; quiere
ser dolor de sangre. ¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada; por paredes
y cristales! ¡Abrid tejados y pechos, donde pueda calentarme! ¡Tengo
frío! Mis cenizas; de soñolientos metales; buscan la cresta del
fuego; por los montes y las calles. Pero me lleva la nieve; sobre
su espalda de jaspe; y me anega, dura y fría; el agua de los estanques. Pues
esta noche tendrán; mis mejillas roja sangre; y los juncos agrupados;
en los anchos pies del aire. ¡No haya sombra ni emboscada; que no
puedan escaparse! ¡Que quiero entrar en un pecho; para poder
calentarme! ¡Un corazón para mí! ¡Caliente!, que se derrame; por
los montes de mi pecho; dejadme entrar, ¡ay, dejadme! (A las ramas.)
No quiero sombras. Mis rayos; han de entrar en todas partes; y haya
en los troncos oscuros; un rumor de claridades; para que esta noche
tengan; mis mejillas dulce sangre; y los juncos agrupados; en los
anchos pies del aire. ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No
podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo; una fiebre de
diamante.
(Desaparece
entre los troncos y vuelve la escena a su luz oscura. Sale una anciana
totalmente cubierta por tenues paños verdeoscuros. Lleva los pies descalzos.
Apenas si se le verá el rostro entre los pliegues. Este personaje no figura en
el reparto.)
Mendiga: Esa luna se va, y ellos se acercan. De
aquí no pasan. El rumor del río; apagará con el rumor de troncos; el
desgarrado vuelo de los gritos. Aquí ha de ser, y pronto. Estoy cansada.
Abren los cofres, y los blancos hilos; aguardan por el suelo de la
alcoba; cuerpos pesados con el cuello herido. No se despierte un
pájaro y la brisa; recogiendo en su falda los gemidos; huya con ellos por las
negras copas; o los entierre por el blanco limo. ¡Esa luna, esa
luna! (Impaciente.) ¡Esa luna, esa luna! (Aparece la
luna. Vuelve la luz intensa.)
Luna: Ya se acercan. Unos por la cañada y
otros por el río. Voy a alumbrar las piedras. ¿Qué necesitas?
Mendiga: Nada.
Luna: El aire va llegando duro, con doble filo.
Mendiga: Ilumina el chaleco y aparta los botones; que
después las navajas ya saben el camino.
Luna: Pero que tarden mucho en morir. Que la sangre;
me ponga entre los dedos su delicado silbo. ¡Mira que ya mis valles
de ceniza despiertan; en ansia de esta fuente de chorro estremecido!
Mendiga: No dejemos que pasen el arroyo. ¡Silencio!
Luna: ¡Allí vienen!
(Se va. Queda la
escena a oscuras.)
Mendiga: ¡De prisa! Mucha luz. ¿Me has oído? ¡No
pueden escaparse!
(Entran el novio
y mozo 1. La mendiga se sienta y se tapa con el manto.)
Novio: Por aquí.
Mozo 1: No los encontrarás.
Novio: (Enérgico) ¡Sí los encontraré!
Mozo 1: Creo que se han ido por otra vereda.
Novio: No. Yo sentí hace un momento el galope.
Mozo 1: Sería otro caballo.
Novio: (Dramático) Oye. No hay más que un caballo en el mundo, y es este.
¿Te has enterado? Si me sigues, sígueme sin hablar.
Mozo 1: Es que yo quisiera...
Novio: Calla. Estoy seguro de encontrármelos aquí.
¿Ves este brazo? Pues no es mi brazo. Es el brazo de mi hermano y el de mi
padre y el de toda mi familia que está muerta. Y tiene tanto poderío, que puede
arrancar este árbol de raíz si quiere. Y vamos pronto, que siento los dientes
de todos los míos clavados aquí de una manera que se me hace imposible respirar
tranquilo.
Mendiga: (Quejándose) ¡Ay!
Mozo 1: ¿Has oído?
Novio: Vete por ahí y da la vuelta.
Mozo 1: Esto es una caza.
Novio: Una caza. La más grande que se puede hacer.
(Se va el mozo.
El novio se dirige rápidamente hacia la izquierda y tropieza con la mendiga,
Mendiga: ¡Ay!
Novio: ¿Qué quieres?
Mendiga: Tengo frío.
Novio: ¿Adónde te diriges?
Mendiga: (Siempre quejándose como una mendiga) Allá lejos...
Novio: ¿De dónde vienes?
Mendiga: De allí.... de muy lejos.
Novio: ¿Viste un hombre y una mujer que corrían
montados en un caballo?
Mendiga: (Despertándose) Espera... (Lo mira.) Hermoso galán. (Se
levanta.) Pero mucho más hermoso si estuviera dormido.
Novio: Dime, contesta, ¿los viste?
Mendiga: Espera... ¡Qué espaldas más anchas! ¿Cómo no
te gusta estar tendido sobre ellas y no andar sobre las plantas de los pies,
que son tan chicas?
Novio: (Zamarreándola) ¡Te digo si los viste! ¿Han pasado por aquí?
Mendiga: (Enérgica) No han pasado; pero están saliendo de la colina. ¿No
los oyes?
Novio: No.
Mendiga: ¿Tú no conoces el camino?
Novio: ¡Iré, sea como sea!
Mendiga: Te acompañaré. Conozco esta tierra.
Novio: (Impaciente) ¡Pero vamos! ¿Por dónde?
Mendiga: (Dramática) ¡Por allí!
(Salen rápidos.
Se oyen lejanos dos violines que expresan el bosque. Vuelven los leñadores.
Llevan las hachas al hombro. Pasan lentos entre los troncos.)
Leñador 1: ¡Ay muerte que sales! Muerte de las
hojas grandes.
Leñador 2: ¡No abras el chorro de la sangre!
Leñador 1: ¡Ay muerte sola! Muerte de las secas
hojas.
Leñador 3: ¡No cubras de flores la boda!
Leñador 2: ¡Ay triste muerte! Deja para el amor la
rama verde.
Leñador 1: ¡Ay muerte mala! ¡Deja para el amor la
verde rama!
(Van saliendo
mientras hablan. Aparecen Leonardo y la novia.)
Leonardo: ¡Calla!
Novia: Desde aquí yo me iré sola. ¡Vete!
¡Quiero que te vuelvas!
Leonardo: ¡Calla, digo!
Novia: Con los dientes; con las manos, como puedas; quita
de mi cuello honrado; el metal de esta cadena; dejándome
arrinconada; allá en mi casa de tierra. Y si no quieres matarme;
como a víbora pequeña; pon en mis manos de novia; el cañón de la escopeta.
¡Ay, qué lamento, qué fuego; me sube por la cabeza! ¡Qué
vidrios se me clavan en la lengua!
Leonardo: Ya dimos el paso; ¡calla! Porque nos
persiguen cerca; y te he de llevar conmigo.
Novia: ¡Pero ha de ser a la fuerza!
Leonardo: ¿A la fuerza? ¿Quién bajó; primero las
escaleras?
Novia: Yo las bajé.
Leonardo: ¿Quién le puso; al caballo bridas
nuevas?
Novia: Yo misma. Verdad.
Leonardo: ¿Y qué manos; me calzaron las espuelas?
Novia: Estas manos que son tuyas; pero que al verte
quisieran; quebrar las ramas azules; y el murmullo de tus venas.
¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta! Que si matarte pudiera; te pondría
una mortaja; con los filos de violetas. ¡Ay, qué lamento, qué
fuego; me sube por la cabeza!
Leonardo: ¡Qué vidrios se me clavan en la lengua! Porque
yo quise olvidar; y puse un muro de piedra; entre tu casa y la
mía. Es verdad. ¿No lo recuerdas? Y cuando te vi de lejos; me
eché en los ojos arena. Pero montaba a caballo; y el caballo iba
a tu puerta. Con alfileres de plata; mi sangre se puso negra; y
el sueño me fue llenando; las carnes de mala hierba. Que yo no
tengo la culpa; que la culpa es de la tierra; y de ese olor que te sale;
de los pechos y las trenzas.
Novia: ¡Ay que sinrazón! No quiero; contigo
cama ni cena; y no hay minuto del día; que estar contigo no quiera; porque
me arrastras y voy; y me dices que me vuelva; y te sigo por el aire; como
una brizna de hierba. He dejado a un hombre duro; y a toda su
descendencia; en la mitad de la boda; y con la corona puesta. Para
ti será el castigo; y no quiero que lo sea. ¡Déjame sola! ¡Huye
tú! No hay nadie que te defienda.
Leonardo: Pájaros de la mañana; por los árboles
se quiebran. La noche se está muriendo; en el filo de la piedra.
Vamos al rincón oscuro; donde yo siempre te quiera; que no me importa la
gente; ni el veneno que nos echa.
(La abraza
fuertemente.)
Novia: Y yo dormiré a tus pies; para guardar
lo que sueñas. Desnuda, mirando al campo; como si fuera una perra, (Dramática.)
¡porque eso soy! Que te miro; y tu hermosura me quema.
Leonardo: Se abrasa lumbre con lumbre. La misma
llama pequeña; mata dos espigas juntas. ¡Vamos!
(La arrastra.)
Novia: ¿Adónde me llevas?
Leonardo: A donde no puedan ir; estos hombres que
nos cercan. ¡Donde yo pueda mirarte!
Novia: (Sarcástica) Llévame de feria en feria; dolor de mujer honrada; a
que las gentes me vean; con las sábanas de boda; al aire como
banderas.
Leonardo: También yo quiero dejarte; si pienso
como se piensa. Pero voy donde tú vas. Tú también. Da un paso.
Prueba. Clavos de luna nos funden; mi cintura y tus caderas.
(Toda esta
escena es violenta, llena de gran sensualidad.)
Novia: ¿Oyes?
Leonardo: Viene gente.
Novia: ¡Huye! Es justo que yo aquí muera; con
los pies dentro del agua, espinas en la cabeza.
Y que me lloren las
hojas; mujer perdida y doncella.
Leonardo: Cállate. Ya suben.
Novia: ¡Vete!
Leonardo: Silencio. Que no nos sientan. Tú
delante. ¡Vamos, digo!
(Vacila la
novia)
Novia: ¡Los dos juntos!
Leonardo: (Abrazándola) ¡Como quieras! Si nos separan, será; porque
esté muerto.
Novia: Y yo muerta.
(Salen
abrazados. Aparece la luna muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz
azul. Se oyen los dos violines. Bruscamente se oyen dos largos gritos
desgarrados y se corta la música de los violines. Al segundo grito aparece la
mendiga y queda de espaldas. Abre el manto y queda en el centro, como un gran
pájaro de alas inmensas. La luna se detiene. El telón baja en medio de un
silencio absoluto.)
Telón
Acto tercero
CUADRO SEGUNDO
Habitación
blanca con arcos y gruesos muros. A la derecha y a la izquierda, escaleras
blancas. Gran arco al fondo y pared del mismo color. El suelo será también de
un blanco reluciente. Esta habitación simple tendrá un sentido monumental de
iglesia. No habrá ni un gris, ni una sombra, ni siquiera lo preciso para la
perspectiva. Dos muchachas vestidas de azul oscuro están devanando una madeja
roja.
Muchacha 1: Madeja, madeja; ¿qué quieres hacer?
Muchacha 2: Jazmín de vestido; cristal de papel. Nacer
a las cuatro; morir a las diez. Ser hilo de lana; cadena a tus pies; y
nudo que apriete; amargo laurel.
Niña: (Cantando) ¿Fuiste a la boda?
Muchacha 1: No.
Niña: ¡Tampoco fui yo! ¿Qué pasaría; por
los tallos de la viña? ¿Qué pasaría; por el ramo de la oliva? ¿Qué
pasó; que nadie volvió? ¿Fuiste a la boda?
Muchacha 2: Hemos dicho que no.
Niña: (Yéndose) ¡Tampoco fui yo!
Muchacha 2: Madeja, madeja; ¿qué quieres cantar?
Muchacha 1: Heridas de cera; dolor de arrayán. Dormir
la mañana; de noche velar.
Niña: (En la puerta) El hilo tropieza; con el pedernal. Los
montes azules; lo dejan pasar. Corre, corre, corre; y al fin
llegará; a poner cuchillo; y a quitar el pan.
(Se va.)
Muchacha 2: Madeja. Madeja; ¿qué quieres decir?
Muchacha 1: Amante sin habla. Novio carmesí. Por
la orilla muda; tendidos los vi. (Se detiene mirando la
madeja.)
Niña: (Asomándose a la puerta) Corre, corre, corre; el hilo hasta
aquí. Cubiertos de barro; los siento venir. ¡Cuerpos
estirados; paños de marfil! (Se va. Aparece la mujer y la suegra de
Leonardo. Llegan angustiadas.)
Muchacha 1: ¿Vienen ya?
Suegra: (Agria) No sabemos.
Muchacha 2: Qué contáis de la boda?
Muchacha 1: Dime.
Suegra: (Seca) Nada.
Mujer: Quiero volver para saberlo todo.
Suegra: (Enérgica) Tú, a tu casa. Valiente y sola en tu casa. A
envejecer y a llorar. Pero la puerta cerrada. Nunca. Ni muerto ni
vivo. Clavaremos las ventanas. Y vengan lluvias y noches; sobre
las hierbas amargas.
Mujer: ¿Qué habrá pasado?
Suegra: No importa. Échate un velo en la cara.
Tus hijos son hijos tuyos; nada más. Sobre la cama; pon una
cruz de ceniza; donde estuvo su almohada. (Salen.)
Mendiga: (A la puerta) Un pedazo de pan, muchachas.
Niña: ¡Vete! (Las muchachas se agrupan.)
Mendiga: ¿Por qué?
Niña: Porque tú gimes: vete.
Muchacha 1: ¡Niña!
Mendiga: ¡Pude pedir tus ojos! Una nube; de
pájaros me sigue: ¿quieres uno?
Niña: ¡Yo me quiero marchar!
Muchacha 2: (A la mendiga) ¡No le hagas caso!
Muchacha 1: ¿Vienes por el camino del arroyo?
Mendiga: Por allí vine.
Muchacha 1: (Tímida) ¿Puedo preguntarte?
Mendiga: Yo los vi; pronto llegan: dos torrentes; quietos
al fin entre las piedras grandes; dos hombres en las patas del caballo. Muertos
en la hermosura de la noche. (Con delectación.) Muertos sí,
muertos.
Muchacha 1: ¡Calla, vieja, calla!
Mendiga: Flores rotas los ojos, y sus dientes; dos
puñados de nieve endurecida. Los dos cayeron, y la novia vuelve; teñida
en sangre falda y cabellera. Cubiertos con dos mantas ellos vienen; sobre
los hombros de los mozos altos. Así fue; nada más. Era lo justo. Sobre
la flor del oro, sucia arena.
(Se va. Las
muchachas inclinan la cabeza y rítmicamente van saliendo.)
Muchacha 1: Sucia arena.
Muchacha 2: Sobre la flor del oro.
Niña: Sobre la flor del oro; traen a los
novios del arroyo. Morenito el uno; morenito el otro. ¡Qué
ruiseñor de sombra vuela y gime; sobre la flor del oro! (Se
va. Queda la escena sola. Aparece la madre con una vecina. La vecina viene
llorando.)
Madre: Calla.
Vecina: No puedo.
Madre: Calla, he dicho. (En la puerta.) ¿No
hay nadie aquí? (Se lleva las manos a la frente.) Debía contestarme mi
hijo. Pero mi hijo es ya un brazado de flores secas. Mi hijo es ya una
voz oscura detrás de los montes. (Con rabia, a la vecina.) ¿Te quieres
callar? No quiero llantos en esta casa. Vuestras lágrimas son lágrimas de
los ojos nada más, y las mías vendrán cuando yo esté sola, de las
plantas de los pies, de mis raíces, y serán más ardientes que la sangre.
Vecina: Vente a mi casa; no te quedes aquí.
Madre: Aquí. Aquí quiero estar. Y tranquila. Ya todos
están muertos. A medianoche dormiré, dormiré sin que ya me aterren la escopeta
o el cuchillo. Otras madres se asomarán a las ventanas, azotadas por la lluvia,
para ver el rostro de sus hijos. Yo, no. Yo haré con mi sueño una fría paloma
de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto. Pero no;
camposanto, no, camposanto, no; lecho de tierra, cama que los cobija y que los
mece por el cielo. (Entra una mujer de negro que se dirige a la derecha y
allí se arrodilla. A la vecina.) Quítate las manos de la cara. Hemos de
pasar días terribles. No quiero ver a nadie. La tierra y yo. Mi llanto y yo. Y
estas cuatro paredes. ¡Ay! ¡Ay! (Se sienta transida.)
Vecina: Ten caridad de tí misma.
Madre: (Echándose el pelo hacia atrás) He de estar serena. (Se sienta.) Porque
vendrán las vecinas y no quiero que me vean tan pobre. ¡Tan pobre! Una mujer
que no tiene un hijo siquiera que poderse llevar a los labios.
(Aparece la
novia. Viene sin azahar y con un manto negro.)
Vecina: (Viendo a la novia, con rabia) ¿Dónde vas?
Novia: Aquí vengo.
Madre: (A la vecina) ¿Quién es?
Vecina: ¿No la reconoces?
Madre: Por eso pregunto quién es. Porque tengo que no
reconocerla, para no clavarla mis dientes en el cuello. ¡Víbora! (Se dirige
hacia la novia con ademán fulminante; se detiene. A la vecina.) ¿La
ves? Está ahí, y está llorando, y yo quieta, sin arrancarle los ojos. No me
entiendo. ¿Será que yo no quería a mi hijo? Pero, ¿y su honra? ¿Dónde está su
honra? (Golpea a la novia. Ésta cae al suelo.)
Vecina: ¡Por Dios! (Trata de separarlas.)
Novia: (A la vecina) Déjala; he venido para que me mate y que me lleven con
ellos. (A la madre.) Pero no con las manos; con garfios de alambre, con
una hoz, y con fuerza, hasta que se rompa en mis huesos. ¡Déjala! Que
quiero que sepa que yo soy limpia, que estaré loca, pero que me puedan
enterrar sin que ningún hombre se haya mirado en la blancura de mis
pechos.
Madre: Calla, calla; ¿qué me importa eso a mí?
Novia: ¡Porque yo me fui con el otro, me fui! (Con
angustia) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de
llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo
esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas,
que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría
con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos
de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de
pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo
bien!; yo no quería, ¡óyelo bien!. Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo
he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la
cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre,
siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen
agarrado de los cabellos!
(Entra una
vecina.)
Madre: Ella no tiene culpa, ¡ni yo! (Sarcástica.) ¿Quién
la tiene, pues? ¡Floja, delicada, mujer de mal dormir es quien tira una corona
de azahar para buscar un pedazo de cama calentado por otra mujer!
Novia: ¡Calla, calla! Véngate de mí; ¡aquí estoy!
Mira que mi cuello es blando; te costará menos trabajo que segar una dalia de
tu huerto. Pero ¡eso no! Honrada, honrada como una niña recién nacida. Y fuerte
para demostrártelo. Enciende la lumbre. Vamos a meter las manos; tú por tu
hijo; yo, por mi cuerpo. La retirarás antes tú. (Entra otra vecina.)
Madre: Pero ¿qué me importa a mí tu honradez? ¿Qué me
importa tu muerte? ¿Qué me importa a mí nada de nada? Benditos sean los trigos,
porque mis hijos están debajo de ellos; bendita sea la lluvia, porque moja la
cara de los muertos. Bendito sea Dios, que nos tiende juntos para descansar. (Entra
otra vecina.)
Novia: Déjame llorar contigo.
Madre: Llora, pero en la puerta. (Entra la niña.
La novia queda en la puerta. La madre en el centro de la escena.)
Mujer: (Entrando y dirigiéndose a la izquierda) Era hermoso jinete; y ahora montón de nieve.
Corría ferias y montes; y brazos de mujeres. Ahora, musgo de
noche; le corona la frente.
Madre: Girasol de tu madre; espejo de la tierra. Que
te pongan al pecho; cruz de amargas adelfas; sábana que te cubra;
de reluciente seda; y el agua forme un llanto; entre tus manos
quietas.
Mujer: ¡Ay, qué cuatro muchachos; llegan con
hombros cansados!
Novia: ¡Ay, qué cuatro galanes; traen a la
muerte por el aire!
Madre: Vecinas.
Niña: (En la puerta) Ya los traen.
Madre: Es lo mismo. La cruz, la cruz.
Mujeres: Dulces clavos, dulce cruz, dulce
nombre, de Jesús.
Novia: Que la cruz ampare a muertos y vivos.
Madre: Vecinas: con un cuchillo; con un cuchillito; en
un día señalado, entre las dos y las tres; se mataron los dos hombres del amor.
Con un cuchillo; con un cuchillito; que apenas cabe en la mano; pero
que penetra fino; por las carnes asombradas; y que se para en el
sitio; donde tiembla enmarañada; la oscura raíz del grito.
Novia: Y esto es un cuchillo; un cuchillito; que
apenas cabe en la mano; pez sin escamas ni río; para que un día
señalado, entre las dos y las tres; con este cuchillo; se queden dos
hombres duros; con los labios amarillos.
Madre: Y apenas cabe en la mano; pero que penetra
frío; por las carnes asombradas; y allí se para, en el sitio; donde
tiembla enmarañada; la oscura raíz del grito.
(Las vecinas,
arrodilladas en el suelo, lloran.)
TELÓN.
Lírica
Nuevo Amanecer
Hoy después de ver las
estaciones pasar,
te hablé de un mundo que
podía ser perfecto,
tus ojos tan oscuros no pude
mirar,
hablar de un amor creciente
de amor cierto.
Escuché sobre tus lluvias y
tus veranos,
tan bella morena tan firme e
indecisa,
imaginé playas tomados de
las manos,
tu largo cabello volando con
la brisa.
Hoy después de ver las
estaciones pasar,
mi corazón llora mis ojos
gritan.
Hoy después de haber
intentado y fallado,
un nuevo amanecer ha
llegado.
Pero fui torpe y no me supe
explicar,
me miraste como a quien
comete un pecado,
las palabras que hoy brotan
no te supe dar,
hoy un nuevo amanecer ha
llegado.
Soneto
Palabras a mi madre
(Alfonsina Storni)
No las grandes verdades yo
te pregunto, que
no las contestarías; solamente investigo
si, cuando me gestaste, fue la luna testigo,
por los oscuros patios en flor, paseándose.
Y si, cuando en tu seno de fervores
latinos
yo escuchando dormía, un ronco mar sonoro
te adormeció las noches, y
miraste, en el oro
del crepúsculo, hundirse los pájaros marinos.
Porque mi alma es toda
fantástica, viajera,
y la envuelve una nube de locura ligera
cuando la luna nueva sube al cielo azulino.
Y gusta, si el mar abre sus
fuertes pebeteros.
Arrullada en un claro cantar de marineros
mirar las grandes aves que pasan sin destino.
Soneto LXVI
(Pablo Neruda)
No te quiero sino porque te
quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.
Te quiero sólo porque a ti
te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.
Tal vez consumirá la luz de
Enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.
En esta historia sólo yo me
muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.
Romancero
La doncella guerrera
Pregonadas son las guerras
de Francia para
Aragón,
¡Cómo las haré yo, triste,
viejo y cano, pecador!
¡No reventaras, condesa,
por medio del corazón,
que me diste siete hijas,
y entre ellas ningún
varón!
Allí habló la más chiquita,
en razones la mayor:
—No maldigáis a mi madre,
que a la guerra me iré
yo;
me daréis las vuestras armas,
vuestro caballo
trotón.
—Conoceránte en los pechos,
que asoman bajo el
jubón.
—Yo los apretaré, padre,
al par de mi corazón.
—Tienes las manos muy blancas,
hija no son de varón.
—Yo les quitaré los guantes
para que las queme el
sol.
—Conocerante en los ojos,
que otros más lindos no
son.
—Yo los revolveré, padre,
como si fuera un
traidor.
Al despedirse de todos,
se le olvida lo mejor:
—¿Cómo me he de llamar, padre?
—Don Martín el de
Aragón.
—Y para entrar en las cortes,
padre ¿cómo diré yo?
—Besoos la mano, buen rey,
las cortes las guarde
Dios.
Dos años anduvo en guerra
y nadie la conoció
si no fue el hijo del rey
que en sus ojos se
prendó.
—Herido vengo, mi madre,
de amores me muero yo;
los ojos de Don Martín
son de mujer, de hombre
no.
—Convídalo tú, mi hijo,
a las tiendas a
feriar,
si Don Martín es mujer,
las galas ha de mirar.
Don Martín como discreto,
a mirar las armas va:
—¡Qué rico puñal es éste,
para con moros pelear!
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de
matar,
los ojos de Don Martín
oban el alma al mirar.
—Llevarasla tú, hijo mío,
a la huerta a solazar;
si Don Martín es mujer,
a los almendros irá.
Don Martín deja las flores,
un vara va a cortar:
—¡Oh, qué varita de fresno
para el caballo
arrear!
—Hijo, arrójale al regazo
tus anillas al jugar:
si Don Martín es varón,
las rodillas juntará;
pero si las separase,
por mujer se mostrará.
Don Martín muy avisado
hubiéralas de juntar.
—Herido vengo, mi madre,
amores me han de matar;
los ojos de Don Martín
nunca los puedo
olvidar.
—Convídalo tú, mi hijo,
en los baños a nadar.
Todos se están desnudando;
Don Martín muy triste
está:
—Cartas me fueron venidas,
cartas de grande
pesar,
que se halla el Conde mi padre
enfermo para finar.
Licencia le pido al rey
para irle a visitar.
—Don Martín, esa licencia
no te la quiero
estorbar.
Ensilla el caballo blanco,
de un salto en él va a
montar;
por unas vegas arriba
corre como un gavilán:
—Adiós, adiós, el buen rey,
y tu palacio real;
que dos años te sirvió
una doncella leal!.
Óyela el hijo del rey,
trás ella va a
cabalgar.
—Corre, corre, hijo del rey
que no me habrás de
alcanzar
hasta en casa de mi padre
si quieres irme a
buscar.
Campanitas de mi iglesia,
ya os oigo repicar;
puentecito, puentecito
del río de mi lugar,
una vez te pasé virgen,
virgen te vuelvo a
pasar.
Abra las puertas, mi padre,
ábralas de par en par.
Madre, sáqueme la rueca
que traigo ganas de
hilar,
que las armas y el caballo
bien los supe manejar.
Tras ella el hijo del rey
a la puerta fue a llamar.
Hitoria del arte
Romanticismo (S. XVIII)
El trovador
(Johann Wolfgang von
Goethe)
¿Qué acento afuera del portal
resuena?
¿Qué rumor de la fuente el
aire agita?
Dejad que el canto que el
espacio llena
en la real estancia se repita.
A la voz de su rey, que así lo
ordena,
el paje a obedecer se
precipita,
y cuando vuelve, dice el
soberano,
haced entrar al trovador
anciano.
¡Salud! hidalgos y gentiles
hombres,
¡Salud! señoras de belleza
rara,
de tanta estrella, ¿quién
sabrá los nombres?
¿Quién se atreve a mirarlas
cara a cara?
Humilde corazón no aquí te
asombres
ante esplendor y pompa tan
preclara,
y ciérrense mis ojos que para
ellos
no han de ser espectáculos tan
bellos.
Cierra los ojos y del arpa
brota
bajo su mano, excelsa melodía
que con el canto confundida
flota
en raudal de purísima armonía.
Sol del que triste
vela
(Lord Byron)
¡Sol
del que triste vela,
astro
de cumbre fría,
cuyos
trémulos rayos de la noche
para
mostrar las sombras sólo brillan.
!Oh,
cuánto te asemeja
de
la pasada dicha
al
pálido recuerdo, que del alma
sólo
hace ver la soledad umbría!
Reflejo
de una llama
oculta
o extinguida,
llena
la mente, pero no la enciende;
vive
en el alma, pero no lo anima.
Descubre
cual tú, sombras
que
esmalta o acaricia,
y
como a ti, tan sólo la contempla
el
dolor mudo en férvida vigilia.
Realismo
(S. XIX)
Te quiero
(Honoré de Balzac)
Te
quiero sin explicaciones,
llamando amor a mis sentimientos
y
besando tu boca para emocionarme,
te quiero sin motivos y con motivos,
te quiero por ser tú.
Es
bonito decir te quiero,
pero
más bonito es decir te quiero,
lo siento y te lo demostraré.
No
tengo alas para ir al cielo,
pero
tengo palabras para decir... te Quiero.
El amor no es sólo un sentimiento.
Es
también un arte.
La emilianda
(Benito Pérez Galdós)
Un
ruido sordo en el recinto suena
y los valientes de pavor transidos
contemplen todo con horrible pena
sus furores en miedo convertidos.
La herrada puerta entre sus goznes gira
y en el dintel don Lucas se abalanza
bañado el rostro, que terror inspira,
con la sonrisa cruel de la venganza.
Con ojos de Satán la turba mira,
cual tigre se apresta a la matanza,
cual hambriento cóndor que ve delante
rojo montón de carne palpitante.
Disperso corre el engreído bando
a la vista del jefe furibundo,
con vergüenza y despecho deseando
que se lo trague el ámbito profundo.
¡Esclavo sin razón!, ¿por qué combates?
Humíllate al poder de los magnates.
Modernismo
(S. XIX)
La muerte de la luna
(Leopoldo Lugones)
En el parque confuso
Que con lánguidas brisas el cielo sahúma,
El ciprés, como un huso,
Devana un ovillo de de bruma.
El telar de la luna tiende en plata su urdimbre;
Abandona la rada un lúgubre corsario,
Y después suena un timbre
En el vecindario.
Sobre el horizonte malva
De una mar argentina,
En curva de frente calva
La luna se inclina,
O bien un vago nácar disemina
Como la valva
De una madreperla a flor del agua marina.
Un brillo de lóbrego frasco
Adquiere cada ola,
Y la noche cual enorme peñasco
Va quedándose inmensamente sola.
Forma el tic-tac de un reloj accesorio,
La tela de la vida, cual siniestro pespunte.
Flota en la noche de blancor mortuorio
Una benzoica insispidez de sanatorio,
Y cada transeúnte
Parece una silueta del Purgatorio.
Con emoción prosaica,
Suena lejos, en canto de lúgubre alarde,
Una voz de hombre desgraciado, en que arde
El calor negro del rom de Jamaica.
Y reina en el espíritu con subconsciencie arcaica,
El miedo de lo demasiado tarde.
Tras del horizonte abstracto,
Húndese al fin la luna con lúgubre abandono,
Y las tinieblas palpan como el tacto
De un helado y sombrío mono.
Sobre las lunares huellas,
A un azar de eternidad y desdicha,
Orión juega su ficha
En problemático dominó de estrellas.
El frescor nocturno
Triunfa de tu amoroso empeño,
Y domina tu frente con peso taciturno
El negro racimo del sueño.
En el fugaz desvarío
Con que te embargan soñadas visiones,
Vacilan las constelaciones;
Y en tu sueño formado de aroma y de estío,
Flota un antiguo cansancio
De Bizancio...
Languideciendo en la íntima baranda,
Sin ilusión alguna
Contestas a mi trémula demanda.
Al mismo tiempo que la luna,
Una gran perla se apaga en tu meñique;
Disipa la brisa retardados sonrojos;
Y el cielo como una barca que se va a pique,
Definitivamente naufraga en tus ojos.
Vanguardias (S.
XX)
Impresionismo
(Marcel Proust)
En mi cabeza tuve un achacoso
pájaro extraño,
que mejor cantaba que las
fuentes, que los bosques,
—cuyas solemnes voces sin
embargo amábamos —,
pájaro melancólico y a veces
risueño.
Debía tenerlo por su
fragilidad bien cerrado,
contra el frío y el aire sucio
y lluvioso de las ciudades.
Entre flores junto al fuego
rutilante se quedaba,
cuando el invierno desplegaba
sus desolados escenarios.
Pero, ¡ay!, abrí demasiado la
ventana y la puerta,
buscando la acción, el placer,
palabras oscuras:
Alguien había entrado, mortal
a sus ojos puros.
¿Quién, pues, había entrado?
El amado animal murió.
¿Quién era el pájaro? ¿Qué
celeste llama,
se apagó, me abandonó por el
sol?
Algunas veces, despertando
sobresaltado del sueño,
que es nuestra vida, me digo:
«Era mi alma».
El pájaro sagrado es nuestro
poeta, nuestra alma,
el alma es poesía. ¡El pájaro,
ay, enmudeció!
Sonámbulos lamentos
acariciados o heridos,
¿hacia qué meta corremos olvidando
nuestra alma?
Expresionismo
(Franz Werfeld)
Le
dio un beso de despedida
y
todavía tomé nerviosamente tu mano.
Te
aviso una y otra vez:
Cuidado
con esto y aquello
el
hombre es mudo.
¿Cuándo
es que el pito, suene el pito, finalmente?
Siento
que nunca más te voy a ver en este mundo.
Y
digo palabras simples - no entiendo.
El
hombre es estúpido.
Sé
que, si te perdiese,
quedaría
muerto, muerto, muerto, muerto.
Y
todavía así, quería huir.
Dios
mio, como me apetece un cigarro!
el
hombre es estúpido.
Se había
ido
Yo
por mi, perdido por las calles y ahogado por las lágrimas,
miro
a mi alrededor, confundido.
Porque
ni las lágrimas pueden decir
lo
que queremos decir verdaderamente.
Dadaísmo
El mejor pavimiento
también es bendición roja (Walter Serner)
Cacharros
apilados en el suelo:
cuán
dulces los labios de Ninalla sorben Pommery greno first
Minkoff,
un ruso de pura cepa, se despista en un atajo
Palmas
bambolean en torno: senos usados turgentes de rubio.
/Global. Insulso
Trago
de vino (longitud: 63 centímetros) escupidos en ollares
/de tonos rojos. Queen!!
Pues
que es valeroso en grupo, susurra Kuno al rollizo trasero.
Ovillo,
del que se deshilacha sudoroso antebrazo.
De
frente inclinada, conminante: Sibie, naturalmente, dio un
grito inmenso.
Se
elevan hemiglobos
Un
pedal llameante se desliza, encantador, sobre un abdomen
en otra parte acariciando.
Futurismo
Abrazarte (Filippo
Tomasso Marinetti)
Cuando
me dijeron que te habías marchado,
adonde no se vuelve,
lo primero que lamenté fue no haberte abrazado más veces,
muchas más,
muchas más veces muchas más,
la muerte te llevó y me dejó,
tan solo.
Tan solo.
Tan muerto yo también.
Es curioso,
cuando se pierde alguien del círculo de poder,
que nos-ata-a-la vida,
ese redondel donde sólo caben cuatro,
ese redondel,
nos atacan reproches (vanos),
alegrías,
del teatro,
que es guarida,
para hermanos,
y una pena pena que no cabe dentro,
de uno,
y una pena pena que nos ahoga,
es curioso,
cuando tu vida se transforma en antes y después de,
por fuera pareces el mismo,
por dentro te partes en dos,
y una de ellas,
y una de ellas,
se esconde dormida en tu pecho,
en tu pecho,
como lecho,
y es para siempre jamás,
no va más,
en la vida,
querida,
la vida,
qué tristeza no poder,
envejecer,
contigo.
Ultraísmo
Arte poética (Jorge
Luis Borges)
Mirar
el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
Surrealismo
El cuervo (Edgard Allan Poe)
Una vez, al filo de una
lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en
tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y
raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi
cuarto.
"Es -dije musitando- un
visitante
tocando quedo a la puerta de
mi cuarto.
Eso es todo, y nada más."
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo
día;
en vano encareciendo a mis
libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de
Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por
los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para
siempre.
Y el crujir triste, vago,
escalofriante
de la seda de las cortinas
rojas
llenábame de fantásticos
terrores
jamás antes sentidos. Y ahora
aquí, en pie,
acallando el latido de mi
corazón,
vuelvo a repetir:
"Es un visitante a la
puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún
visitante
que a deshora a mi cuarto
quiere entrar.
Eso es todo, y nada más."
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
"Señor -dije- o señora,
en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar
quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi
cuarto,
que apenas pude creer que os
oía."
Y entonces abrí de par en par
la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella
negrura
permanecí largo rato, atónito,
temeroso,
dudando, soñando sueños que
ningún mortal
se haya atrevido jamás a
soñar.
Mas en el silencio insondable
la quietud callaba,
y la única palabra ahí
proferida
era el balbuceo de un nombre:
"¿Leonora?"
Lo pronuncié en un susurro, y
el eco
lo devolvió en un murmullo:
"¡Leonora!"
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma
toda,
toda mi alma abrasándose
dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar
con mayor fuerza.
"Ciertamente -me dije-,
ciertamente
algo sucede en la reja de mi
ventana.
Dejad, pues, que vea lo que
sucede allí,
y así penetrar pueda en el
misterio.
Dejad que a mi corazón llegue
un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el
misterio."
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas,
entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de
gran dama
fue a posarse en el busto de
Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías
en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se
revestía.
"Aun con tu cresta
cercenada y mocha -le dije-.
no serás un cobarde.
hórrido cuervo vetusto y
amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la
ribera de la NochePlutónica!"
Y el Cuervo dijo: "Nunca
más."
Cuánto me asombró que pájaro
tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su
respuesta.
Poco pertinente era. Pues no
podemos
sino concordar en que ningún
ser humano
ha sido antes bendecido con la
visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su
puerta,
pájaro o bestia, posado en el
busto esculpido
de Palas en el dintel de su
puerta
con semejante nombre:
"Nunca más."
Mas el Cuervo, posado
solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como
virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas
murmurando:
"Otros amigos se han ido
antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis
esperanzas."
Y entonces dijo el pájaro:
"Nunca más."
Sobrecogido al romper el
silencio
tan idóneas palabras,
"sin duda -pensé-, sin
duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo
repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien
desastre impío
persiguió, acosó sin dar
tregua
hasta que su cantinela sólo
tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su
esperanza
llevaron sólo esa carga
melancólica
de "Nunca, nunca
más."
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una
sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y
la puerta;
y entonces, hundiéndome en el
terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía
con otra,
pensando en lo que este
ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado,
hórrido,
flaco y ominoso pájaro de
antaño
quería decir graznando:
"Nunca más,"
En esto cavilaba, sentado, sin
pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos,
como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi
pecho.
Esto y más, sentado,
adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del
cojín
acariciado por la luz de la
lámpara;
en el forro de terciopelo
violeta
acariciado por la luz de la
lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!,
nunca más!
Entonces me pareció que el
aire
se tornaba más denso,
perfumado
por invisible incensario
mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en
el piso alfombrado.
"¡Miserable -dije-, tu
Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha
otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus
recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce
nepente
y olvida a tu ausente
Leonora!"
Y el Cuervo dijo: "Nunca
más."
"¡Profeta! exclamé-,
¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o
demonio
enviado por el Tentador, o
arrojado
por la tempestad a este
refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra
encantada,
a este hogar hechizado por el
horror!
Profeta, dime, en verdad te lo
imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en
Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!"
Y el cuervo dijo: "Nunca
más."
"¡Profeta! exclamé-,
¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o
demonio!
¡Por ese cielo que se curva
sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de
penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una
santa doncella
llamada por los ángeles
Leonora,
tendrá en sus brazos a una
rara y radiante virgen
llamada por los ángeles
Leonora!"
Y el cuervo dijo: "Nunca
más."
"¡Sea esa palabra nuestra
señal de partida
pájaro o espíritu maligno! -le
grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la
ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna,
prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel
de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi
puerta.
Y el Cuervo dijo: Nunca
más."
Y el Cuervo nunca emprendió el
vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue
posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de
mi cuarto.
Y sus ojos tienen la
apariencia
de los de un demonio que está
soñando.
Y la luz de la lámpara que
sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra.
Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota
sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca
más!
Existencialismo
Condenado a muerte (Jean
Genete)
Sobre
mi pescuezo sin armadura y sin odio, mi pescuezo
que
mi mano más ligera y grave que una viuda
acaricia
bajo mi collar, sin que tu corazón se conmueva,
deja
a tus dientes depositar su sonrisa de lobo.
Oh
ven mi bello sol, oh ven mi noche de España,
alcanza
mis ojos que mañana habrán muerto.
Alcanza,
abre mi puerta, entrégame tu mano,
llévame
lejos de aquí hasta alcanzar nuestro campo.
Pueden
despertar el cielo, florecer las estrellas,
no
las flores suspirar, ni de los prados la hierba negra
acoger
el rocío donde la mañana va a beber,
la
campana puede sonar: sólo yo voy a morir.
¡Oh
ven mi cielo rosa, oh mi canasta rubia!
Visita
en esta noche a tu condenado a muerte.
Arráncate
la carne , mata, trepa, muerde,
¡pero
ven! Deposita tu mejilla junto a mi redonda cabeza.
No
hemos acabado aún de hablarnos de amor.
No
hemos acabado aún de fumar nuestros gitanes.
Podemos
preguntarnos por qué las Cortes condenan
a un
asesino tan bello que hace el día palidecer.
¡Amor
ven a mi boca! ¡Amor abre tus puertas!
Atraviesa
los pasillos, baja, camina ligero,
vuela
en las escaleras más ágil que un pastor,
más
propicio al aire que un vuelo de hojas muertas.
Oh
atraviesa los muros; si hace falta camina en el borde
de
los techos, de los océanos; cúbrete de luz,
usa
la amenaza, usa la plegaria,
pero
ven, oh mi fragata, una hora antes de mi muerte.
Creacionismo
Me alejo en silencio (Vicente
Huidobro)
Me
alejo en silencio como una cinta de seda
Paseante de arroyos
Todos los días me ahogo
En medio de plantaciones de plegarias
Las catedrales de mis ternuras cantan a la noche bajo el agua
Y esos cantos forman las islas del mar
Soy el paseante
El paseante que se parece a las cuatro estaciones
El bello pájaro navegante
Era como un reloj envuelto en algodón
Antes de volar me ha dicho tu nombre
El horizonte colonial está cubierto todo de cortinajes
Vamos a dormir bajo el árbol parecido a la lluvia
Arieldentísmo
El caminante (Friederich Nietzsche)
A través de la noche el caminante
A buen paso camino va adelante,
Y va dejando atrás sin pesadumbre
El hondo valle, la escarpada cumbre.
La noche es bella, pero ¿qué le importa?
Por nada su ligero paso acorta,
Aunque no sepa, pobre peregrino,
A donde ha de llevarle su camino.
De pronto un ave canta. Oh, ave, dime:
¿Qué es lo que haces? Dí,
¿por qué me oprime
Tu voz mi corazón y me
detienes?
Dime por qué derramas en
mis sienes
Ese sopor tan dulce que
asi liga
Mis sentidos y, oyéndote,
me obliga
A suspender mi marcha. ¿A
qué me llamas
Con tu trinar, oculto
entre las ramas?
El buen pájaro calla, y dice así:
No, caminante; no te
llamo a ti;
Desde esta cumbre, en
trémulos gorjeos
La hembra llamando estoy
de mis deseos.
¿Qué te importa? Soñando
siempre en ella,
Para mi solo no es la
noche bella.
¿Qué te importa? En el
mundo siempre errante,
No te has de detener un
solo instante.
¿Aún inmóvil estás? ¡Ah,
peregrino!
¿Qué se te da de mi
cantar divino?
Calló el buen pájaro y pensó entre si;
¿Qué le importa mi dulce
melodía?
¿Qué hace aqui
Sin moverse todavia?
No te detengas, pobre
caminante;
Siempre adelante ve,
siempre adelante.
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