5 AÑO TEXTOS PARA LITERATURA

Literatura

 

Cuadernillo de lectura

para 5º año

 

 

Prof.: Fabián Gil

 

La critica social

 

Narrativa “Medieval.

 

El cantar de Mio Cid

 

CANTAR PRIMERO
Destierro del Cid

 

Falta la primera hoja del códice del Cantar, que se suple con el siguiente relato tomado de la Crónica de los veinte reyes:

Envió el rey don Alfonso a Ruy Díaz mío Cid por las parias que le tenían que dar los reyes de Córdoba y de Sevilla cada año. Almutamiz, rey de Sevilla, y Almudafar, rey de Granada, eran en aquella sazón muy enemigos y se odiaban a muerte. Y estaban entonces con Almudafar, rey de Granada, unos ricos hombres que le ayudaban: el conde García Ordóñez y Fortún Sánchez, el yerno del rey don García de Navarra, y Lope Sánchez, y cada uno de estos ricos hombres con su poder ayudaban a Almudafar, y luego fueron contra Almutamiz, rey de Sevilla.

Ruy Díaz el Cid, cuando supo que así venían contra el rey de Sevilla, que era vasallo y pechero del rey don Alfonso, su señor, lo tomó muy a mal y le pesó mucho; y envió a todos cartas de ruego para que no viniesen contra el rey de Sevilla ni le destruyeran su tierra, por la obligación que tenían con el rey don Alfonso (y les decía que si, a pesar de todo, querían hacerlo, supiesen que no podría estarse el rey Alfonso sin ayudar a su vasallo, puesto que era pechero suyo). El rey de Granada y los ricos hombres no atendieron en nada a las cartas del Cid, y fueron todos con mucha fuerza y destruyeron al rey de Sevilla toda la tierra hasta el castillo de Cabra.

Cuando aquello vio Ruy Díaz reunió todas las fuerzas que pudo de cristianos y de moros, y fue contra el rey de Granada para echarlo de la tierra del rey de Sevilla. Y el rey de Granada y los ricos hombres que estaban con él, cuando supieron que iba con ese ánimo, le mandaron a decir que no se marcharían de la tierra porque él lo quisiera. Ruy Díaz, cuando aquello oyó, pensó que no estaría bien el no acometerlos y fue contra ellos y luchó con ellos en el campo, y duró la batalla campal desde la hora de tercia hasta la de mediodía, y fue grande la mortandad que allí hubo de moros y de cristianos en la parte del rey de Granada, y vencióles el Cid y les hizo huir del campo. Y cogió prisionero el Cid en esta batalla al conde García Ordóñez y le arranchó un mechón de la barba y a otros muchos caballeros y a innumerables guerreros de a pie. Y los tuvo el Cid presos tres días, y luego los soltó a todos. Después de haberlos cogido prisioneros mandó a los suyos recoger los bienes y las riquezas que quedaron en el campo, y luego se volvió con toda su compaña y con todas sus riquezas adonde estaba Almutamiz, rey de Sevilla, y dio a él y a todos sus moros todas las riquezas que reconocieron como suyas y aún de las demás que quisieron tomar. Y de allí en adelante llamaron moros y cristianos a este Ruy Díaz de Vivar el Cid Campeador, que quiere decir batallador.

Almutamiz le dio entonces muchos buenos regalos y las parias que había ido a cobrar. Y tornóse el Cid con todas sus parias hacia el rey don Alfonso, su señor. El rey le recibió muy bien, se puso muy contento y se declaró satisfecho de cuanto el Cid hiciera allá. Por esto le tuvieron muchos envidia y le buscaron mucho daño y le enemistaron con el rey.

El rey, como estaba muy sañudo y entrado en ira contra él, dio crédito a lo que hablaban contra el Cid y le mandó decir por su carta que saliese del reino. El Cid, después que hubo leído la carta real, aunque le causó gran pesar, no quiso hacer otra cosa, porque sólo le quedaban de plazo nueve días para salir de todo el reino.

 

 

 

El Lazarillo de Tormes

Prólogo

 

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y, a los que no ahondaren tanto, los deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice Tulio: «La honra cría las artes».

¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!». Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?

Y todo va de esta manera: que, confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.

Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues vuestra merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parecióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.

 

Tratado primero
Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue

 

Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y con su señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.

De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía:

-¡Madre, coco!

Respondió él riendo:

-¡Hideputa!

Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y, hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.

Y probósele cuanto digo, y aún más; porque a mí con amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y descubría cuanto sabía con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.

Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:

-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rió mucho la burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:

-Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré.

Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir.

Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos, cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con muy buen continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.

Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían; para las que estaban de parto; para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas: si traían hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:

-Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.

Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.

Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y llave; y al meter de las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el mundo a hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando, no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.

Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que, por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:

-¿Qué diablo es esto, que, después que comigo estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.

También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces diciendo:

-¿Mandan rezar tal y tal oración? -como suelen decir.

Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y, por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.

Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y, delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y, al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y, al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.

-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano.

Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.

Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.

Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.

Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:

-¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud -y otros donaires que a mi gusto no lo eran.

Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que, a pocos golpes tales, el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto, por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.

Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:

-¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.

Santiguándose los que lo oían, decían:

-¡Mirad quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!

Y reían mucho el artificio y decíanle:

-¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis!

Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.

Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea vuestra merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.

Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete, así por no poder llevarlo, como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:

-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.

Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aún pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:

-Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.

-No comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis eso?

Respondió el sagacísimo ciego:

-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.

A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soportales, en Escalona adonde a la sazón estábamos, en casa de un zapatero había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza. El cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:

-Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.

Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era y, como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, díjele:

-Tío, ¿por qué decís eso?

Respondióme:

-Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás cómo digo verdad.

Y así pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:

-¡Oh, mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre por ninguna vía!

Como le oí lo que decía, dije:

-Tío, ¿qué es eso que decís?

-Calla, sobrino, que algún día te dará éste que en la mano tengo alguna mala comida y cena.

-No le comeré yo -dije- y no me la dará.

- Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.

Y así pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedió en él.

Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y así por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.

Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.

Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y, con él, acabar.

Estábamos en Escalona, villa del duque de ella, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese, sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de ser cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza y, cuando vine, hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no haberlo tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:

-¿Qué es esto, Lazarillo?

-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría esto.

-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.

Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la golilla.

Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz, medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.

¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.

Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no reírselas.

Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la meitad del camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y, no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. ¡Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así!

Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y, con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:

-Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.

Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba.

-Yo te digo -dijo- que, si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.

Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante vuestra merced oirá.

Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y, como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos, mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:

-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.

Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:

-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho y, saltando, pasaremos a pie enjuto.

Parecióle buen consejo y dijo:

-Discreto eres, por esto te quiero bien; llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.

Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:

-Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay.

Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí, y dijo:

-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.

Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele:

-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua!

Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.

-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled! -le dije yo.

Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes de que la noche viniese, di comigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé de saberlo.

 

 

Don Quijote de la Mancha

Capítulo Primero

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

 

Capítulo vigésimosegundo

De la libertad que dio Don Quijote a muchos desdichados que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir

 

Cuenta Cide Hamete Ben-Engeli autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia, que después que entre el famoso Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza su escudero pasaron aquellas razones que en fin del capítulo veintiuno quedan referidas, que Don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaban venían hasta doce hombres a pie ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo con escopetas de rueda, y los de a pie con dardos y espadas, y que así como Sancho Panza los vio dijo: Esta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. ¿Cómo gente forzada? preguntó Don Quijote. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? No digo eso, respondió Sancho, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. En resolución, replicó Don Quijote, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza y no de su voluntad. Así es, dijo Sancho. Pues desa manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi oficio, desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables. Advierta vuestra merced, dijo Sancho, que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.

Llegó en esto la cadena de los galeotes, y Don Quijote con muy corteses razones pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa o causas por qué llevaban aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber. Con todo eso, replicó Don Quijote, querría saber de cada uno de ellos en particular la causa de su desgracia. Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que el otro de a caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados no es tiempo este de detenerlos a sacarlas ni a leellas. Vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mismos, que ellos lo dirán si quisieren; que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.

Con esta licencia, que Don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. El respondió que por enamorado iba de aquella manera. ¿Por eso no más? replicó Don Quijote. Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que yo pudiera estar bogando en ellas. No son los amores como vuestra merced piensa, dijo el galeote, que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento, concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres años de gurapas, y acabóse la obra. ¿Qué son gurapas? preguntó Don Quijote. Gurapas son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo de hasta edad de venticuatro años, y dijo que era natural de Piedrahita.

Lo mismo preguntó Don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas respondió por él el primero, y dijo: Este, señor, va por canario, digo que por músico y cantor. ¿Pues cómo? repitió Don Quijote. ¿Por músicos y cantores van también a galeras? Sí, señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo Don Quijote. Mas uno de los guardas, le dijo: Señor caballero, cantar en el ansia, se dice entre esta gente non sancta confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras amén de doscientos azotes que ya llevaba en las espaldas; y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van, le maltratan y aniquilan y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo para decir nones: porque dicen ellos, que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.

Y yo lo entiendo así, respondió Don Quijote, el cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual de pretesto y con mucho desenfado, respondió y dijo: Yo voy por cinco años a las señoras gurapas, por faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo Don Quijote, por libraros de esa pesadumbre. Eso me parece respondió el galeote, como quien tiene dineros en mitad del golfo, y se está muriendo de hambre sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo, porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del procurador a manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover en Toledo, y no en este camino atraillado como galgo; pero Dios es grande, paciencia, y basta.

Pasó Don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del pecho, el cual, oyéndose preguntar la causa por qué allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en pompa y a caballo.

Esto es, dijo Sancho Panza, a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza. Así es, replicó el galeote, y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener así mismo sus puntas y collar de hechicero. A no haberle añadido esas puntas y collar, dijo Don Quijote, por solamente el alcahuete limpio no merecía el ir a bogar a galeras, sino a mandallas y a ser general dellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida, y aún había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se excusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de muy poca experiencia, que a la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca y la mano, y no saben cual es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por qué convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio; pero no es el lugar acomodado para ello, algún día lo diré a quien lo pueda proveer y remediar: sólo digo ahora, que la pena que me ha causado ver estas blancas canas, y este rostro venerable en tanta fatiga por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero, aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos, son algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.

Así es, dijo el buen viejo, y en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa, en lo de alcahuete no lo pude negar; pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi intención era que todo el mundo se holgase, y viviese en paz y quietud sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir a donde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato: y aquí tornó a su llanto como de primero, y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se le dió de lismona.

Pasó adelante Don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías. Finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay sumista que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, vine a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí, castigo es de mi culpa, mozo soy, dure la vida que con ella todo se alcanza, si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Este iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.

Tras todos estos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro; un poco venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guarda amigo, o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos.

Preguntó Don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guardia, porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir. ¿Qué delitos puede tener, dijo Don Quijote, si no ha merecido más pena que echarle a las galeras? Va por diez años, replicó la guarda, que es como muerte civil. No se quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.

Señor comisario, dijo entonces el galeote, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres, Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice, y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco. Hable con menos tono, replicó el comisario, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.

¿Pues no te llaman así, embustero? dijo la guarda. Sí llaman, respondió Ginés; mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos lugares. Dice verdad, dijo el comisario, que él mismo ha escrito su historia, que no hay más que desear, y deja empeñado el libro en la cárcel en doscientos reales. Y le pienso desempeñar, dijo Ginés, aunque quedara en doscientos ducados. ¿Tan bueno es? dijo Don Quijote. Es tan bueno, dijo Ginés, que mal año para Lazarillo de Tormes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren; lo que le sé decir a voacé es que trata verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que les igualen.

¿Y cómo se intitula el libro? preguntó Don Quijote. "La vida de Ginés de Pasamonte", respondió él mismo. ¿Y está acabado? preguntó Don Quijote. ¿Cómo puede estar acabado, respondió él, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras. ¿Luego otra vez habéis estado en ellas? dijo Don Quijote. Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió Ginés; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro. Hábil pareces, dijo Don Quijote. Y desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio. Persiguen a los bellacos, dijo el comisario. Ya le he dicho, señor comisario, respondió Pasamonte, que se vaya poco a poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde su majestad manda; sino, por vida de... basta, que podría ser que saliese algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta, y todo el mundo calle y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es mucho regodeo este.

Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas; mas Don Quijote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua, y volviéndose a todos los de la cadena, dijo: De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad, y que podría ser que que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro, y finalmente, el torcido juicio del juez hubiesen sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera que me está diciendo, persuadiendo y aún forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores; pero porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres: cuanto más, señores guardas, añadió Don Quijote, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida en castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ellos. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros, y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.

Donosa majadería, respondió el comisario: bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato: los forzados del rey que le dejemos, como si tuvieramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo. Vayase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres piés al gato. Vos sois el gato y el rato y el bellaco, respondió Don Quijote; y diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo mal herido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero volviendo sobre sí pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a Don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar la libertad, no la procuraran procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por acudir a los galeotes que se desataban, ya por acometer a Don Quijote que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho por su parte a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y arremetió al comisario caído, le quitó la espada y escopeta, con la cual apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.

Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual a campana herida saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca. Bien está eso, dijo Don Quijote; pero yo sé lo que ahora conviene que se haga, y llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo: De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofenden es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia el que de mí habéis recibido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que cargados con esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vayáis a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad, y hecho esto os podréis ir donde quisieredes a la buena ventura.

Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo: Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra por no ser hallado de la Santa Hermandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca; lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de Ave-Marías y Credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo y reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo a tomar nuestra cadena y a panernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo. Pues voto a tal, dijo Don Quijote ya puesto en cólera, don hijo de la puta, don Ginesillo de Parapillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo rabo entre piernas con toda la cadena a cuestas.

Pasamonte, que no era antes bien sufrido (estando ya enterado que Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron a llover tantas y tantas piedras sobre Don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedriscos que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído cuando fue sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres o cuatro golpes en las espaldas, y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grevas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte con más cuidado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote, el jumento cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos; Rocinante tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada: Sancho en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad; Don Quijote mohinísimo de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

 

Narrativa realista

 

Cabecita negra (Germán Rozenmacher)

 

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en el vida uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

 

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Un mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

 

-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

-Vamos. En cana.

El señor Lanari parapadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quén está hablando? -Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
 

-Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

-Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto  -y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró: -Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

-Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.

-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

-Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada" trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

 

Las puertas del cielo (Julio Cortazar)

 

A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiese decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
    -Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
    Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido. 
    -Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea. 
    Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chofer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro. 
    -Andá velo a Mauro -le dije a José Maríía-. Ya sabés que conviene darle bastante alpiste. 
    En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía débilmente a vinagre. 
    -Pobrecita la finadita -dijo Misia Marttita-. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida. 
    Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro. 
    De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto. 
    -Gracias por venir, doctor -me dijo unoo-. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro. 
    -Los amigos se ven en estos trances -diijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva. 
    Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskies y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada. 
    Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas. 
    -Esa debe ser la madre -dijo el loco Baazán, casi satisfecho. 
    "Silogística perfecta del humilde", pensé. "Celina muerta, llega madre, chillido madre." Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco apoco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no. 
    -Quién iba a decir esto -le oí a Peña-.. Así tan rápido... 
    -Bueno, vos sabés que estaba muy mal deel pulmón. 
    -Sí, pero lo mismo... 
    Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era "debilidad". Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. "Qué bien baila, Marcelo", como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el "doctor", tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el "Marcelo". Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en el Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza. 
    Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir. 

    -Es bueno que lo hable a Mauro -dijo Joosé María que brotaba de golpe a mi lado-. Le va a hacer bien. 
    Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia e la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.

    Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario. Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado de incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por afuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero en el Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.


    Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar. 
    -Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo. 
    -¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien? 
    -Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno. 
    -Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo. 
    -Vamos, lo mismo da. 
    Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar -"Los amigos se ven en estos trances"- y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: "La tengo aquí", y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla. 
    -Quiero olvidar -decía también-. Cualquuier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté... -El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino al baile. 
    -Nunca la llevé a ese Palace -mee dijo de repente-. Yo estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta? 
    En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres. 
    -No está mal -dijo Mauro con su aire trristón-. Lástima el calor. Debían poner estratores. 
    (Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje. 
    -Esto asienta la cerveza. Puta que estáá concurrida la milonga. 
    Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa -"Yo soy un hombre honrado..."-; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla. 
    Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más bajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesionales los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas. 
    -Me dan ganas de bailarme un tango -dijjo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Noveltycuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina. 
    Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta. 
    Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír si instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía da cada cosa como pelos en un brazo. 
    Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango. 
    -Le presento a un amigo. 
    Nos dijimos los "encantados" porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones, me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en le taxi de vuelta. 
    -¿Lo bailamos? -dijo Emma, tragando su granadina con ruido. 
    Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió a la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ocho entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia delante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras ese borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que las zonas de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo. 
    No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco. 
    -¿Vos te fijaste? -dijo Mauro. 
    -Sí. 
    -¿Vos te fijaste cómo se parecía? 
    No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.

 

Narrativa fantástica

 

Por Achaval nadie daba dos mangos


    La verdad es que por Achával nadie daba dos mangos. Y si terminó atajando para nosotros en el Desafío Final que armamos contra 5.º 1.ª en marzo del ‘86 fue porque se sumó una cantidad descomunal de casualidades, de situaciones y de contingencias que, si no se hubiese dado, habría hecho imposible que Achával terminase donde terminó, es decir, defendiendo nuestro honor debajo de los tres palos.
    Cuando lo conocí, en 1.º 2.ª, pensé: «Este tipo tiene cara de otario». Pero me dije que no tenía que ser tan mal bicho como para juzgar a alguien simplemente por la cara, de modo que me obligué a darle una oportunidad. Jugamos contra 1.º 1.ª por primera vez en mayo de 1981. Apenas nos conocíamos, y Cachito —que iba a terminar atajando durante toda la secundaria— todavía se daba aires de mediocampista y se negaba a ir al arco. Por eso no tuvimos mejor idea que decirle a Achával. Error de pibes, claro. Porque cuando hacíamos gimnasia el tipo ya nos había demostrado que era un paquete que no servía ni para una carrera de embolsados. Pero en el apurón de juntar los once para el desafío, y ante la evidencia cruel, el viernes a la tarde, de que éramos diez y de que el resto de la división eran mujeres y ninguno de los diez quería ir al arco, Perico lo encaró y le dijo que teníamos un partido el sábado y que si quería podía jugar de arquero. El otro aceptó encantado, y yo pensé: «Bárbaro, un problema menos».
    El asunto fue en la mañana del sábado. Cuando lo vi llegar se me bajaron los colores. Se había puesto una chomba blanca, un short con bolsillos, unas medias de toalla hasta la mitad de la pantorrilla y zapatillas blancas. Me quise morir. Un tipo que te viene a jugar al fútbol vestido de tenista es un augurio de catástrofe. Mientras nos calzábamos los botines detrás del arco el fulano se mandó para la cancha. Se paró bajo el arco y lo miró con curiosidad, como si fuese la primera vez en su vida que veía un artefacto como ése. Los chicos que estaban peloteando cerca le tiraron un pase. Esperó con las manos a la espalda, como un alumno aplicado. Que un tipo te venga a jugar en chomba blanca es delicado. Pero que espere el balón con las manos cándidamente cruzadas a la espalda se parece a una tragedia. Supongo que mi cara dejaba traslucir el espanto, porque Agustín me codeó y trató de tranquilizarme: «Andá a saber, capaz que al arco el tipo es una fiera». Pero ni él se lo creía. No hace falta que diga que cuando la pelota le llegó hasta los pies la devolvió sin intentar siquiera el más modesto de los jueguitos. Y le pegó de puntín, sin flexionar la rodilla. «Dios santo», pensé. Pero era tarde.
    Cuando empezó el partido salimos todos como salvajes contra el arco de ellos. Pavadas que uno hace a los trece años, qué se le va a hacer. Nos esperaron, nos aguantaron, y a los diez minutos nos tiraron un contraataque que parecía el desembarco en Normandía. Cuando los vi disparando hacia nuestro arco, con pelota dominada, cuatro tipos contra Pipino, que era el único juicioso que se había parado de último, dije: «Sonamos». Pero guarda, que ellos también tenían trece, y cada uno estaba dispuesto a hacer el gol de su vida. De manera que el petisito Urruti, que jugaba de siete, en lugar de tocar al medio, lo pasó a Pipino por afuera y se jugó la personal. La pelota se le fue larga, pero Achával seguía clavado a la línea como si fuera un arquero de metegol. La verdad es que viéndolo así, alto, tieso, con las piernas juntas, lo único que le faltaba era la varilla de acero a la altura de los hombros. Cuando el petisito le pateó tuve un atisbo de esperanza. La pelota salió flojita, a media altura. Fácil para cualquier tipo que tuviera la mínima idea de cómo se juega a este deporte. Pero se ve que Achával no era el caso. Porque en lugar de abrir sencillamente los brazos y embolsar la pelota se tiró hacia adelante, como para cortarle el paso al balón en el camino. Pobre, supongo que habría visto alguna vez un partido por la tele y pretendía que lo tomásemos en serio. Lo doloroso fue que calculó tan horriblemente mal la trayectoria que la pelota, en lugar de terminar en sus brazos, le pegó en el hombro izquierdo, se elevó apenas y entró en el arco a los saltitos. En lo personal hubiera deseado insultarlo en cuatro idiomas y dieciséis dialectos, pero como no había nadie dispuesto a tomar su puesto en la valla me mordí los labios y volvimos a sacar del medio.
    El segundo gol fue, sin dudas, más pavo que el primero. Un tiro libre más o menos desde Alaska. Pipino la dejó pasar al grito de «Tuya, arquero», porque el delantero más cercano estaba fácil a diez metros de la pelota. Pero Achával no estaba listo para semejante momento. No atinó a agachar su metro ochenta y cuatro para tomar la pelota con las manos. Intentó un despeje con la pierna derecha. Y pasó lo que tenía que pasar cuando el tipo que intenta pegarle de derecha te viene a jugar un desafío con medias tres cuartos de toalla blancas y zapatillas de tenis: le pifió, la pelota le pegó en la pierna izquierda y siguió el camino de la gloria. Riganti —el que había pateado— tuvo al menos la honestidad de no gritarlo. Yo ya tenía tal calentura que para no insultar a Achával estaba masticando mis propios dientes como chicles.
    Cuando los de 1.º 1.ª vieron el paquete que teníamos al arco decidieron aprovechar el festival hasta las últimas consecuencias. Pateaban desde cualquier lado, y si nos comimos solamente siete fue porque Agustín y Chirola terminaron jugando pegados uno a cada palo y sacando pelota tras pelota de la propia línea. El tercero y el cuarto fueron casi normales. En el quinto había pateado Zamora. La pelota fue al pecho de Achával, quien, dispuesto a complicar todo lo complicable, dejó que el balón le rebotase y le quedara servida a Florentino. En el sexto gol Achával quiso experimentar en su propia piel qué sentía un arquero al despejar un centro con los puños. Fue casi un milagro: logró que sus puños se encontraran con la pelota en el aire. Lástima que el puñetazo lo dio sobre su propio arco, y tan bien colocado que lo sobró a Chirola, que estaba cuidándole el primer palo.
    Perder 7 a 3 en nuestro primer desafío fue traumático para nuestros tiernos corazones adolescentes. Pero por lo menos sacamos dos conclusiones importantes: Cachito renunció a sus aspiraciones de ocho gambeteador y se resignó a vivir el resto de la secundaria bajo los tres palos. Y a Achával no volvimos a llamarlo en la perra vida para jugar los desafíos. Quedamos con diez, pero gracias a Dios lo solucionamos rápido. En junio nos cayó Dicroza directamente de los cielos. Le habían dado el pase del ENET para no echarlo. Creo que no hubo un solo año en el que el tipo terminase con menos de veinte amonestaciones. Pero su espíritu belicoso, que según el rector García lo convertía en un individuo «totalmente indisciplinado», bien orientado por el plantel, bien contenido, bien guiado hacia las pantorrillas de los contrarios, era algo así como una espada de justicia que disuadía a los rivales de peligrosas osadías.
    De manera que el debut y despedida de Achával se había producido en mayo de 1981. Y así hubiesen quedado las cosas de no ser porque el pelotudo de Pipino tiene más boca que cerebro. Nos recibimos en diciembre del ‘85, con una estadística preciosa. Verdaderamente una pinturita. Treinta y dos ganados, seis empatados, dieciocho perdidos. Por supuesto que ésa era la estadística general, de primero a quinto. Pero los parciales también nos fueron favorables. Empezamos quinto año sabiendo que 5.º 1.ª no podía alcanzar a nuestro 5.º 2.ª, salvo que jugásemos doce mil partidos en el año. Igual mantuvimos la distancia. Jugamos ocho, ganamos cuatro y empatamos uno. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Nada, absolutamente nada. Cuando nos dieron los diplomas colgamos una banderita en el salón de actos. Me dijeron que García, el rector, preguntó qué eran esos números, « 32-6-18 », en tinta roja, imitando sangre. Pero ninguno de los del palco sabía una pepa del asunto. Los que sí sabían eran, lógicamente, los de 5.º 1.ª, que sufrieron como viudas toda la ceremonia y que intentaron vanamente quemarnos la insignia una vez iniciada la desconcentración, cuando los invitados se encaminaron hacia el gimnasio para el brindis.
    De manera que listo, la vida ya estaba completa. Pero no: va el imbécil de Pipino y se encuentra en Villa Gesell con Riganti y con Zamora, dos de nuestros archienemigos, y los otros lo hacen calentar con que somos una manga de fríos y que por qué no jugamos un Desafío Final a la vuelta de las vacaciones, para «terminar de definir quién era quién en la promoción ‘85». Y el inocente, el idiota, el boludo de Pipino, en la calentura del momento les dice que sí, que no hay problema. ¿Puede alguien ser tan inútil? Bueno, sí, Pipino puede.
    Cuando en febrero empezamos a contactarnos con la idea de seguir jugando juntos, Pipino se vino con la novedad del desafío que había pactado. Chirola se lo hizo repetir varias veces, para asegurarse de haber escuchado correctamente. Después tuvimos que agarrarlo entre cuatro porque lo quería moler a golpes, pero la cosa no pasó a mayores. Agustín y Matute dijeron que ellos no iban a agarrar viaje, ni a arriesgar un prestigio bien ganado a lo largo de todo un lustro, porque cualquier estúpido se fuera de boca hablando con el enemigo.
    Pero códigos son códigos, qué se le va a hacer. De manera que cuando se nos pasó la bronca del momento nos dimos cuenta de que no había escapatoria. Agustín insistió todavía con alguna protesta. Nos dijo que pensáramos en el bochorno y en el lugar en el que nos íbamos a tener que meter la bandera si nos ganaban justo ese partido. Nos llamó la atención sobre que el último año del colegio había venido bastante parejo, que nos habían ganado tres de ocho, y que el riesgo de que nos acostaran era grande. Que se hiciera cargo el imbécil de Pipino, a fin de cuentas. Tenía razón. Seguro que tenía razón. Pero ahí habló Pipí Dicroza, nuestro zaguero sanguinario, y dijo que si vos tenés un perro y tu perro muerde a una vieja que pasa por la vereda, al veterinario lo tenés que garpar vos, porque no podés hacerte el otario si el perro es tuyo. Y después lo miró a Pipino, como para que no nos quedaran dudas de la alegoría. Ahí no quedó margen para seguir discutiendo. Había que jugarlo. Jugarlo y punto.
    Pero nuestras dificultades recién empezaban. Cuando nos juntamos el sábado siguiente a patear en el colegio, faltaban Rubén, Cachito y Beto. Los esperamos un buen rato, y al final lo encaramos a Pipino, que para expiar parte de su pecado había quedado encargado de convocar a los que faltaban. Con un hilo de voz, muy pálido, nos dijo simplemente que eran «clase ‘67». Algunos no entendieron, pero a mí se me heló la sangre. Recorrí las caras que tenía alrededor. Todos eran del ‘68, menos Dicroza, que se había salvado por número bajo. Así que teníamos a tres jugadores haciendo la colimba. Maravilloso, definitivamente maravilloso.
    Agustín trató de mantenerse sereno, preguntándole a Pipino si sabía dónde estaban destinados. Ahí Pipino se aflojó un poco. Evidentemente tenía alguna buena noticia al respecto. Con una sonrisa, nos dijo que Beto y Rubén la estaban haciendo en el distrito San Martín, porque el tío los había acomodado y salían cuando querían. A mí me preocupó un poco que después se quedara callado, porque de Cachito no había dicho nada. Agustín lo interrogó al respecto, sin perder la calma. El otro respondió en un murmullo, tan bajito que tuvimos que pedirle que lo repitiera. «Río Gallegos», suspiró. Eso fue todo. Nos sepultó la sombra del silencio. Jugarles un Desafío Final y darles a esos turros la posibilidad de puentear la estadística y abrazar la gloria era un desatino. Pero jugarles sin Cachito al arco era como ponernos un revólver en la sien nosotros mismos. Yo me quise morir. Chirola, en cambio, aprovechó la distracción del resto para ponerle una buena mano a Pipino como un modo de sacudirse la angustia. Pero hasta él sabía que de ese modo tampoco arreglaba nada.
    De manera que terminamos por tirarnos bajo los árboles a rumiar las peripecias de nuestro plantel, hasta que alguien tuvo la hombría de sumar dos más dos, pensar en voz alta y decir que íbamos a tener que llamarlo a Achával, porque era el único varón disponible. El Tano preguntó si no era preferible jugar con diez, pero Agustín, que es un estudioso, nos dijo que no valía la pena, porque la cancha medía como ciento cinco metros por setenta y pico, y que en semejante pampa un jugador menos se notaba demasiado. «Un jugador ya sé, pero Achával…», el Tano sacudía la cabeza sin convicción.
    Nos pasamos cuarenta y cinco minutos discutiendo en qué puesto ponerlo. Finalmente consideramos que el sitio menos peligroso era ubicarlo delante de la línea de cuatro, como para tapar un poco el aire a la salida del círculo central. A lo mejor era capaz de obedecer un par de órdenes concretas, al estilo de «No te le despegues al cinco» o «Pegale al diez bien lejos del área». A lo mejor algo había aprendido en esos años.
    Lo que no fuimos capaces de calcular era que el punto ese se viniera con exigencias al momento de la convocatoria. Cuando lo llamó Agustín le dijo que sí, que se prendía encantado, pero al arco. Agustín no estaba listo para eso. Y cuando insistió, el otro volvió a retrucarle que no tenía problema en asistir, pero que jugaba sí o sí al arco, que era «su puesto natural». Cuando Agustín nos contó me acuerdo que Pipí Dicroza se agarraba el pelo con las dos manos y se reía como loco, pero de los nervios. «¿Cómo que el puesto natural? ¿Se le fundieron los tapones al boludo ese?» Yo pensé que tal vez era una venganza, una cosa así. Al tipo nunca lo habíamos convocado en toda la secundaria, y ahora nos tenía en el puño. Se iba a dejar hacer los goles como un modo de castigarnos. Así que me fui hasta la casa a encararlo.
    Pero cuando me abrió la puerta me desbarató las intenciones. Salió a darme un abrazo con cara de Virgen María. Estaba chocho. No me dejó ni empezar a hablar, y de movida me informó que se había ido esa misma mañana a comprar guantes y medias de fútbol. Que durante la semana estaba trabajando en Cañuelas en el campito de unos tíos, pero que me quedara tranquilo porque ya había pedido permiso, y el sábado iba a salir de madrugada para llegar cómodo a su casa, descansar un rato y venirse después de comer para el partido. Y cuando me invitó a pasar y tomar unos mates a mí se me había atravesado como una angustia terrible, de pensar cómo carajo le decía a este tipo que lo íbamos a poner de tapón en el mediocampo para que no estorbara. Mientras la pava silbaba me dediqué a mirarlo. Estaba igual que a los trece. Altísimo. Flaquísimo. Con las patitas enclenques y un poco chuecas. La espalda angosta y los brazos largos. Capaz que para el béisbol prometía, qué sé yo. Pero lo que era para ponerlo al arco en el Desafío Final contra 5.º 1.ª, ni mamados. No había modo. Pero ahí se volvió a mirarme con una sonrisa de angelito y me dijo: «Ya sé que cuando jugué con ustedes en primer año los hice perder, pero quedate tranquilo. Esperé demasiado tiempo una oportunidad como ésta, y no los voy a hacer quedar mal».
    Si me faltaba algo para terminar de sentirme el tipo más hijo de mil puta sobre el planeta Tierra era eso. Al mono ese lo habíamos colgado hacía cinco años. Nunca jamás lo habíamos llamado para jugar, por perro. Y en lugar de estar tramando una venganza de Padre y Señor Nuestro, el tipo lo único que pretendía era no defraudar a sus compañeros de 5.º 2.ª con un nuevo fracaso.
    ¿Qué iba a hacer? Me paré, le di un abrazo y le dije que estuviese tranquilo, que sabíamos que no nos iba a fallar. Cuando me acompañaba hasta el portoncito del frente le pregunté, como al pasar, si en estos años había estado jugando en algún lado. Me dijo, con el mismo rostro de beatitud infinita, que no, que en realidad su último partido de fútbol había sido ése, porque el médico le había recomendado que se dedicara a correr y él le había hecho caso.
    Cuando me tomé el colectivo para casa pensé que estábamos perdidos. Íbamos a jugar un partido inútil contra nuestros rivales de sangre. Sin necesidad, simplemente porque el Pipino era un imbécil bravucón. Íbamos a jugarlo sin Cachito al arco, porque estaba haciendo la colimba en Río Gallegos. Íbamos a poner al arco a un fulano que no la veía ni cuadrada y que durante los últimos cinco años se había dedicado a maratonista. Y yo era el estúpido que tenía que decírselo a los muchachos.
    Cuando nos encontramos para entrenarnos el jueves a la tarde, hice lo único que correspondía hacer en semejante situación. Les mentí como un cochino. Les dije que estábamos totalmente a cubierto, que Achával era una fiera bajo los tres palos, que el tipo se la había jugado de callado todos estos años pero que había llegado hasta la quinta división de Ferro y que estaba esperando club. Paro acá porque me da vergüenza escribir todas las mentiras que dije en ese momento. Para peor las dije tan bonitas, o los muchachos estaban tan necesitados de escuchar buenas noticias, que se abrazaban, saltaban, cantaban cantitos de cancha. Estaban chochos. Alguno hasta comentó como un buen augurio el hecho de que Cachito estuviera haciendo la colimba en el culo del mundo. Yo los dejé. ¿Para qué les iba a amargar la vida? Si bastante se la iban a amargar el sábado a la tarde.
    El día señalado estuvimos temprano, después de comer. Pasé lista a las dos y media y estaban todos excepto nuestra nueva estrella. Con los de 5.º 1.ª nos saludamos de lejos. Parece mentira, cinco años en el mismo colegio y había tipos de los que nos sabíamos sólo los apellidos. Pero, qué se le va a hacer, cosas de la guerra.
    Cuando llegó Achával, cerca de las tres, hubo un momento de cierta tensión. Los muchachos se pusieron de pie y le estrecharon la mano. Supongo que cuando lo vieron, con la misma pinta de poste de alumbrado de toda la vida, sospecharon que el asunto de la quinta división de Ferro era un invento. Igual fueron cordiales. El que estaba raro era Achával. Les sonrió a todos, es cierto. Pero estaba muy pálido, y nos miraba atento y a la vez distante, como si nos viese a través de un vidrio. «El tipo debe estar más nervioso que nosotros», pensé. De reojo, vi que los de 5.º 1.ª lo habían localizado, y los más memoriosos debían estar recordándoles a los otros las virtudes arquerísticas de nuestro crack recién recuperado. Tuve un momento de zozobra cuando Achával se sacó la campera y los pantalones largos de gimnasia. Pero cuando lo vi me volvió el alma al cuerpo. Buzo verde y amplio, medio gastado. Pantaloncito corto pero sin bolsillos. Medias de fútbol. Zapatillas bien caminadas. «Arrancamos mejor que la vez pasada», festejé para mis adentros.
    Cuando empezó el partido se notó que los tipos esos de 5.º 1.ª estaban dispuestos a lavar sus desdichas de cinco años en noventa minutos. Se lanzaron a correr como galgos hambrientos. Ponían pierna fuerte hasta en los saques de arco. Se gritaban unos a otros para mantenerse alertas y no mandarse chambonadas.
    Y nosotros… ¡ay, nosotros! Parece mentira cómo diez tipos que se han pasado la vida jugando juntos, que se saben todas las mañas y todos los gestos, que tocan de memoria porque se conocen hasta las pestañas, pueden convertirse en semejante manga de pelotudos en un momento como ése. Fueron los nervios. Por más que tratásemos de no pensar, la idea se te imponía, me cacho. Les ganaste treinta y dos veces, pero si te ganan ésta, sonaste. Y no importa que Pipino sea un enfermo. Es de los tuyos y arregló el desafío. Así que si perdés, fuiste para toda la cosecha. Como cuando estás en el picado y algún iluminado de tu equipo, que va ganando por diecisiete goles, no tiene mejor idea que decir, para animar el asunto, la maldita frase «El que hace el gol gana». ¿Pueden existir semejantes otarios? Existen. Juro que existen. Bueno, el Pipino había sido una especie de monumento al idiota de esa categoría. Y yo no me lo podía sacar de la cabeza, y supongo que los demás tampoco. Porque si no, no se explica que hayamos arrancado jugando tan, pero tan, pero tan como los mil demonios. No dábamos dos pases seguidos. Hasta los laterales los sacábamos a dividir, y perdíamos todos los rebotes. Dicroza, sin ir más lejos, estaba hecho una señorita dulce y temerosa, una bailarina clásica, mal rayo lo parta.
    A los cinco minutos del primer tiempo yo ya estaba mirando el reloj. A los siete, ellos se acercaron por primera vez seriamente al área. Se armó un entrevero apenitas afuera de la medialuna. Zamora la calzó con derecha, de sobrepique, y la bola salió como si le hubiese dado con una bazuca.
    Yo recé. La pelota pegó en el travesaño y picó apenas afuera. Achával, que algo hubiera debido tener que ver en el asunto, la miraba como si se tratase de un objeto extraño y hostil, difícil de catalogar, que atravesaba el aire a su alrededor. Despejó Chirola con lo último de lo último. Cuando iba a venir el córner me acordé del despeje con los puños que Achával había perpetrado en 1981 y sentí profundos deseos de llorar. No sabía si cavar una trinchera, llamar a la policía o retirar al equipo. Daba lo mismo. Ellos lanzaron un centro precioso, al primer palo, para que la peinara Reinoso y la mandara para alguno de los altos en el segundo. Para cualquier arquero era un balón complicado. Para Achával era imposible. Cerré los ojos.
    Cuando los abrí, el área se estaba vaciando de gente. Chirola pedía por derecha y Agustín por izquierda. Ellos volvían de espaldas a su propio arco. Y ahí, en el borde del área chica, con la pelota bajo un brazo, las piernas apenas abiertas, el chicle en la boca, la mirada altiva, estaba Juan Carlos Achával. El amor de Dios es infinito, pensé. Nacimos de nuevo.
    Lástima que el asunto recién empezaba. Supongo que todas las chambonadas que no cometimos en cinco años de secundario estábamos decididos a llevarlas a la práctica en esa tarde miserable. A los veinte les dejamos libre el camino para el contraataque y quedó Pantani cara a cara con Achával. Encima ese Pantani es más frío que una merluza. En lugar de patear al voleo lo midió, le amagó y se tiró a pasarlo por la derecha. Lo escribo y todavía no me lo creo. Achával, con su metro ochenta y pico a cuestas, estuvo en el piso en una fracción de segundo, hecho un ovillo en torno de la pelota. Ahí los nuestros sí que le gritaron. Y el tipo, cuando se levantó, estaba radiante. Era como si cada cosa que le salía derecha le fortaleciera las tripas, porque de a poco se soltaba en los movimientos y le volvían los colores a la cara. Cuando a los treinta minutos se colgó del aire y sacó al córner, con mano cambiada, un tiro libre de González, yo ya casi no me extrañé. Era como si simplemente lo hubiese estado esperando. Como cuando tenés fe ciega en tu arquero. Como en los mejores días de Cachito. Y al terminar el primer tiempo, cuando le tapó otro mano a mano al nueve de ellos, yo mismo, que soy más callado que una planta, me encontré felicitándolo a los alaridos.
    Cuando a los tres minutos del segundo tiempo le sacó un cabezazo a quemarropa a Zamora mientras los otros malparidos ya gritaban el gol, yo me dije: «Hoy ganamos». Esas cosas del fútbol. Cuando te revientan a pelotazos durante todo un partido y no te embocan, por algo es. A la primera de cambio los vacunás. Dicho y hecho. Por supuesto que no fue un golazo. Con la tarde de mierda que teníamos todos, como para andar convirtiendo goles inolvidables. Fue a la salida de un córner, en medio de un revoleo descomunal de patas. Le pegó Pipino, se desvió en uno de los centrales, pegó en el palo y entró pidiendo permiso. Por supuesto que lo gritamos como si hubiese sido el gol del milenio. La bronca que tenían esos tipos no se puede explicar con palabras. Pero guarda: estaban recalientes pero no desesperados. Faltaban treinta y cinco minutos. Y si nos habían metido diez situaciones de gol hasta ese momento, calculaban que cuatro o cinco más iban a tener de ahí en adelante.
    Se equivocaron, pero porque se quedaron cortos. Yo conté catorce. Y paré ahí porque no quería saber más nada, aunque deben haber sido como veinte en total. Nosotros nos metimos atrás como si fuéramos Chaco For Ever ganando uno a cero en el Maracaná. De giles, qué se le va a hacer. Pero el asunto es que con esa táctica lo único que logramos fue cortar clavos como beduinos. Nuestro delantero de punta estaba parado a la salida del círculo central, pero del lado nuestro. A la cancha faltaba ponerle una de esas señales de tránsito negras y amarillas, con el autito por la subida, para indicar que el pasto estaba en pendiente pronunciada contra nuestro arco. La revoleábamos de punta y a los cielos, y a los veinte segundos la teníamos de nuevo quemándonos las patas.
    Menos mal que estaba Achával. Sí. Aunque parezca increíble. En medio de semejante naufragio, el único tipo que tenía la cabeza fría y los reflejos bien puestos era él. Se cansó de tapar pelotas, de gritar ordenando a la línea de cuatro, de calentar a los delanteros de ellos para hacerles perder la paciencia. Vos lo veías esa tarde y parecía que el tipo había nacido en el área chica, debajo de los tres palos. A los quince del segundo cacheteó una pelota por encima del travesaño que a cualquier otro, incluso a Cachito, se le hubiese metido. A los veintidós cortó un centro abajo cuando entraban cuatro fulanos de 5.º 1.ª para mandarla a guardar, y sin dar rebote. A los treinta se lanzó como una anguila para sacar un puntinazo que se metía en el rincón derecho contra el piso. Más le tiraban y el tipo más se agrandaba. Le llovían los centros y Achával los descolgaba como si fueran nísperos.
    Nunca en la perra vida vi a un tipo atajar lo que esa tarde le vi atajar a Juan Carlos Achával. La cara se le había transformado. Estaba rojo de la alegría, de la tensión y de la manija que le dábamos nosotros con nuestro aliento. Gritábamos sus tapadas como si fueran goles. Estábamos en sus manos enguantadas, y el tipo lo sabía. Lo malo era que no lo ayudábamos para nada. Lo único que hacíamos era pegotearnos contra el área y hacer tiempo en cada ocasión que teníamos. Pero el reloj parecía de goma.
    A los treinta y cinco yo sentía que íbamos por el minuto ciento quince. Me acuerdo de que iba justo ese tiempo porque Agustín acababa de gritarme que faltaban diez, que parásemos la pelota en el mediocampo. Pero no tuve ni tiempo de contestarle porque lo que vi me dejó helado. El nueve de ellos acababa de pasar a los dos centrales y estaba entrando al área recto al arco. Por primera vez en la tarde, Achával, aunque le achicó bien, erró el zarpazo cuando el otro se tiró a gambetearlo. Estábamos listos, porque el petiso acababa de dejar a nuestro arquero en el piso a sus espaldas. Supongo que Urruti (el mismo que le había embocado el primer gol en aquella jornada fatal del 7 a 3) debe estar todavía el día de hoy preguntándose qué cuernos pasó que terminó pateando el aire en el lugar en que debía estar la pelota. Seguro que no vio (no pudo ver, porque nadie pudo verlo) la manera en que Achával se incorporó y desde atrás se tiró como una lanza, con el brazo arqueado por delante de los pies del otro, para tocarle apenitas la bola hacia el costado, sin rozar siquiera el pie del delantero. Poesía. Esa tarde Achával fue poesía.
    Después de esa jugada pareció como si el partido hubiese terminado. En los minutos siguientes se jugó muy trabado en el mediocampo, pero ellos no volvieron a posiciones de peligro. Era como si pensaran que si no habían hecho ese gol, no podían hacer ninguno. Supongo que nosotros también nos relajamos, porque de lo contrario no puede entenderse el córner estúpido que les regalamos cuando faltaban dos minutos. Zamora lo tiró bien, el muy turro. Podrido como estaba de que Achával le descolgara todos los centros, esta vez lo lanzó muy pasado y muy abierto. Nosotros, que, como ya expliqué, no parábamos ni a un caracol anciano, la miramos pasar por arriba con expresión de vacas. Lo terrible fue que del otro lado la estaba esperando Rivero, el arquero de ellos, parado en posición de diez, un metro afuera del área. Yo supongo que si lo ponés a Rivero a pegarle setecientas veces a un centro que baja así de pasado, trescientas veces le pifia al balón y las otras cuatrocientas la cuelga de los árboles. Pero esta vez el muy mal parido la calzó como venía y la escupió abajo contra el palo derecho. Ya dije que Achával era lungo, flaco y torpe. Pero la mancha verde de su buzo pegándose a la tierra me indicó que iba a llegar también a ésa. La pelota traía tanta fuerza que, después de rebotar contra las manos de Achával, volvió al centro del área. Cuando González, el maldito que mejor le pegaba de los veintidós presentes, pateó como venía con la cara interna del pie zurdo hacia el palo izquierdo del arco nuestro, necesariamente estábamos fritos. Por más que Achával estuviese en una tarde de epopeya, no podía levantarse en un cuarto de segundo junto al palo derecho y volar al ángulo superior izquierdo para bajar semejante bólido.
    Gracias a Dios, esta vez no cerré los ojos. Porque lo que vi, estoy seguro, será uno de los cinco o seis mejores recuerdos que pienso llevarme a la tumba. Primero la bola, sólo la bola, subiendo hacia el ángulo. Pero enseguida, por detrás de esa imagen, un tipo lanzado en diagonal, con los brazos todavía pegados a los lados del cuerpo para mejorar la fuerza del impulso. Después, los brazos abriéndose como las alas de una mariposa volando con un buzo verde, las manos enguantadas describiendo dos semicírculos perfectos, armónicos, exactos. Y al final dos manos al frente del vuelo, encontrándose entre sí y con una bala brillante y blanca, que de pronto cambia de rumbo y se pierde veinte centímetros por encima del ángulo del arco.
    Cuando terminó, lo primero que quise hacer fue ir a encontrarme con Achával. No fui el único. Todos tuvimos la misma idea al mismo tiempo. Lo rodeamos cuando se estaba sacando los guantes al lado del palo y lo levantamos en andas como si acabase de hacer un gol de campeonato. Achával nos sonreía desde su modesto Olimpo y se dejaba llevar.
    Cuando se liberó de los últimos abrazos, me acerqué para saludarlo cara a cara. No sabía bien qué iba a decirle, pero le quería pedir perdón por haberlo borrado todo ese tiempo, por haber sido tan pendejo de no ofrecerle otra oportunidad después de aquel debut de catástrofe. Cuando le tendí la mano y me largué a hablar, me cortó en seco con una sonrisa: «No tenés de qué disculparte, Dany. Está todo perfecto». Y cuando insistí, me repitió: «Quedate tranquilo, Daniel, en serio. Yo quería esto. Gracias por invitarme».
    Le pedimos cincuenta veces que se quedara con nosotros a tomar unas cervezas, pero dijo que tenía que rajarse enseguida para Cañuelas. Le dijimos que no, que no podía, porque a la noche habíamos quedado en la pizzería de la estación con las chicas del curso para salir todos juntos. Volvió a sonreír. Nos dio un beso y se despidió con un «Bueno, cualquier cosa después los veo», pero a mí me sonó a que no pensaba pintar por la pizzería ese sábado a la noche.
    Llegué a casa como a las siete, con el tiempo justo para comer algo, pegarme un buen baño, vestirme y volver a salir, porque habíamos quedado en encontrarnos a las nueve. Pasé por lo de Gustavo y después nos fuimos los dos hasta lo de Chirola. A una cuadra de la pizzería vimos que Alejandra y Carolina venían caminando para el lado nuestro. Cuando estuvieron cerca nos quedamos de una pieza: las dos venían llorando a mares. Gustavo les preguntó qué pasaba.
    —¿Cómo…? ¿No saben nada? —La voz de Alejandra sonaba extraña en medio de los sollozos. Nuestras caras de sorpresa significaban que no teníamos ni la más remota idea—. Juan Carlos… Juan Carlos Achával… se mató en un accidente en la ruta 3, viniendo para acá.
    Yo sentí que acababan de pegarme un martillazo encima de la ceja.
    —¿Cómo viniendo? Yendo para Cañuelas, querrás decir… —en medio de mi espanto escuchaba la voz de Gustavo.
    —No, nene —Carolina siempre le dice nene a todo el mundo—, viniendo para acá, esta madrugada…
    Chirola me miraba con cara de no entender nada y Gustavo insistía en que no podía ser.
    —Te digo que sí —Alejandra porfiaba entre sollozos—, hablé con la hermana y me dijo que se había venido temprano en la chata del tío porque a la tarde tenía el desafío de ustedes contra el otro quinto… ¿no es cierto?
    Supongo que de la tristeza me habrá bajado la presión de golpe. Para no caerme redondo me senté en el cordón de la vereda. No entendía nada. Las chicas tenían que estar equivocadas. No podía ser lo que decían. De ninguna manera.
    Pero entonces me acordé de la tarde. De la bola que Achával había cacheteado, arqueado hacia atrás, por encima del travesaño. De la otra, la que había sacado con mano cambiada del ángulo derecho. De la que le había afanado de adelante de los pies al petiso Urruti. Y por encima de todo me acordé del doblete con Rivero y con González. Me vino la imagen de Juan Carlos Achával lanzado de un palo al otro, sostenido en el aire a través de los siete metros de sus desvelos, con las alas verdes de su buzo de arquero y todo el aire y la bola brillante y la sonrisa. Y entonces entendí
.

 

Casa tomada (Julio Cortázar)

 

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

 

Teatro

 

Tragedias pastoriles españolas

 

Bodas de sangre

 

Personajes

 

Madre                          Criada              Leonardo                     Mozos              Mujer de Leonardo         

Novia                           Vecina Novio   Padre de la novia          Leñadores        Luna   

Suegra                         Muchachas       Mozos                         Muerte

                                              

 

Acto primero

CUADRO PRIMERO

 

Habitación pintada de amarillo.

 

Novio:(Entrando) Madre.

Madre: ¿Qué?

Novio: Me voy.

Madre: ¿Adónde?

Novio: A la viña. (Va a salir)

Madre: Espera.

Novio: ¿Quieres algo?

Madre: Hijo, el almuerzo.

Novio: Déjalo. Comeré uvas. Dame la navaja.

Madre: ¿Para qué?

Novio:(Riendo ) Para cortarlas.

Madre: (Entre dientes y buscándola) La navaja, la navaja... Malditas sean todas y el bribón que las inventó.

Novio: Vamos a otro asunto.

Madre: Y las escopetas, y las pistolas, y el cuchillo más pequeño, y hasta las azadas y los bieldos de la era.

Novio: Bueno.

Madre: Todo lo que puede cortar el cuerpo de un hombre. Un hombre hermoso, con su flor en la boca, que sale a las viñas o va a sus olivos propios, porque son de él, heredados...

Novio:(Bajando la cabeza) Calle usted.

Madre: ... y ese hombre no vuelve. O si vuelve es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche. No sé cómo te atreves a llevar una navaja en tu cuerpo, ni cómo yo dejo a la serpiente dentro del arcón.

Novio: ¿Está bueno ya?

Madre: Cien años que yo viviera no hablaría de otra cosa. Primero, tu padre, que me olía a clavel y lo disfruté tres años escasos. Luego, tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca. Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta en las puntas del pelo.

Novio: (Fuerte) ¿Vamos a acabar?

Madre: No. No vamos a acabar. ¿Me puede alguien traer a tu padre y a tu hermano? Y luego, el presidio. ¿Qué es el presidio? ¡Allí comen, allí fuman, allí tocan los instrumentos! Mis muertos llenos de hierba, sin hablar, hechos polvo; dos hombres que eran dos geranios... Los matadores, en presidio, frescos, viendo los montes...

Novio: ¿Es que quiere usted que los mate?

Madre: No... Si hablo, es porque... ¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no me gusta que lleves navaja. Es que.... que no quisiera que salieras al campo.

Novio: (Riendo) ¡Vamos!

Madre: Que me gustaría que fueras una mujer. No te irías al arroyo ahora y bordaríamos las dos cenefas y perritos de lana.

Novio: (Coge de un brazo a la madre y ríe) Madre, ¿y si yo la llevara conmigo a las viñas?

Madre: ¿Qué hace en las viñas una vieja? ¿Me ibas a meter debajo de los pámpanos?

Novio: (Levantándola en sus brazos) Vieja, revieja, requetevieja.

Madre: Tu padre sí que me llevaba. Eso es buena casta. Sangre. Tu abuelo dejó a un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los hombres, hombres, el trigo, trigo.

Novio: ¿Y yo, madre?

Madre: ¿Tú, qué?

Novio: ¿Necesito decírselo otra vez?

Madre: (Seria) ¡Ah!

Novio: ¿Es que le parece mal?

Madre: No

Novio: ¿Entonces...?

Madre: No lo sé yo misma. Así, de pronto, siempre me sorprende. Yo sé que la muchacha es buena. ¿Verdad que sí? Modosa. Trabajadora. Amasa su pan y cose sus faldas, y siento, sin embargo, cuando la nombro, como si me dieran una pedrada en la frente.

Novio: Tonterías.

Madre: Más que tonterías. Es que me quedo sola. Ya no me queda más que tú, y siento que te vayas.

Novio: Pero usted vendrá con nosotros.

Madre: No. Yo no puedo dejar aquí solos a tu padre y a tu hermano. Tengo que ir todas las mañanas, y si me voy es fácil que muera uno de los Félix, uno de la familia de los matadores, y lo entierren al lado. ¡Y eso sí que no! ¡Ca! ¡Eso sí que no! Porque con las uñas los desentierro y yo sola los machaco contra la tapia.

Novio: (Fuerte) Vuelta otra vez.

Madre: Perdóname. (Pausa) ¿Cuánto tiempo llevas en relaciones?

Novio: Tres años. Ya pude comprar la viña.

Madre: Tres años. Ella tuvo un novio, ¿no?

Novio: No sé. Creo que no. Las muchachas tienen que mirar con quien se casan.

Madre: Sí. Yo no miré a nadie. Miré a tu padre, y cuando lo mataron miré a la pared de enfrente. Una mujer con un hombre, y ya está.

Novio: Usted sabe que mi novia es buena.

Madre: No lo dudo. De todos modos, siento no saber cómo fue su madre.

Novio: ¿Qué más da?

Madre: (Mirándole) Hijo.

Novio: ¿Qué quiere usted?

Madre: ¡Que es verdad! ¡Que tienes razón! ¿Cuándo quieres que la pida?

Novio: (Alegre) ¿Le parece bien el domingo?

Madre: (Seria) Le llevaré los pendientes de azófar, que son antiguos, y tú le compras...

Novio: Usted entiende más...

Madre: Le compras unas medias caladas, y para ti dos trajes... ¡Tres! ¡No te tengo más que a ti!

Novio: Me voy. Mañana iré a verla.

Madre: Sí, sí; y a ver si me alegras con seis nietos, o lo que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de hacérmelos a mí.

Novio: El primero para usted.

Madre: Sí, pero que haya niñas. Que yo quiero bordar y hacer encaje y estar tranquila.

Novio: Estoy seguro que usted querrá a mi novia.

Madre: La querré. (Se dirige a besarlo y reacciona)Anda, ya estás muy grande para besos. Se los das a tu mujer. (Pausa. Aparte) Cuando lo sea.

Novio: Me voy.

Madre: Que caves bien la parte del molinillo, que la tienes descuidada.

Novio: ¡Lo dicho!

Madre: Anda con Dios. (Vase el novio. La madre queda sentada de espaldas a la puerta. Aparece en la puerta una vecina vestida de color oscuro, con pañuelo a la cabeza.)

Madre: Pasa.

Vecina: ¿Cómo estás?

Madre: Ya ves.

Vecina: Yo bajé a la tienda y vine a verte. ¡Vivimos tan lejos...!

Madre: Hace veinte años que no he subido a lo alto de la calle.

Vecina: Tú estás bien.

Madre: ¿Lo crees?

Vecina: Las cosas pasan. Hace dos días trajeron al hijo de mi vecina con los dos brazos cortados por la máquina. (Se sienta.)

Madre: ¿A Rafael?

Vecina: Sí. Y allí lo tienes. Muchas veces pienso que tu hijo y el mío están mejor donde están, dormidos, descansando, que no expuestos a quedarse inútiles.

Madre: Calla. Todo eso son invenciones, pero no consuelos.

Vecina: ¡Ay!

Madre: ¡Ay! (Pausa)

Vecina: (Triste) ¿Y tu hijo?

Madre: Salió.

Vecina: ¡Al fin compró la viña!

Madre: Tuvo suerte.

Vecina: Ahora se casará.

Madre: (Como despertando y acercando su silla a la silla de la vecina.)Oye.

Vecina: (En plan confidencial) Dime.

Madre: ¿Tú conoces a la novia de mi hijo?

Vecina: ¡Buena muchacha!

Madre: Sí, pero...

Vecina: Pero quien la conozca a fondo no hay nadie. Vive sola con su padre allí, tan lejos, a diez leguas de la casa más cerca. Pero es buena. Acostumbrada a la soledad.

Madre: ¿Y su madre?

Vecina: A su madre la conocí. Hermosa. Le relucía la cara como un santo; pero a mí no me gustó nunca. No quería a su marido.

Madre: (Fuerte) Pero ¡cuántas cosas sabéis las gentes!

Vecina: Perdona. No quisiera ofender; pero es verdad. Ahora, si fue decente o no, nadie lo dijo. De esto no se ha hablado. Ella era orgullosa.

Madre: ¡Siempre igual!

Vecina: Tú me preguntaste.

Madre: Es que quisiera que ni a la viva ni a la muerte las conociera nadie. Que fueran como dos cardos, que ninguna persona los nombra y pinchan si llega el momento.

Vecina: Tienes razón. Tu hijo vale mucho.

Madre: Vale. Por eso lo cuido. A mí me habían dicho que la muchacha tuvo novio hace tiempo.

Vecina: Tendría ella quince años. Él se casó ya hace dos años con una prima de ella, por cierto. Nadie se acuerda del noviazgo.

Madre: ¿Cómo te acuerdas tú?

Vecina: ¡Me haces unas preguntas...!

Madre: A cada uno le gusta enterarse de lo que le duele. ¿Quién fue el novio?

Vecina: Leonardo.

Madre: ¿Qué Leonardo?

Vecina: Leonardo, el de los Félix.

Madre: (Levantándose) ¡De los Félix!

Vecina: Mujer, ¿qué culpa tiene Leonardo de nada? Él tenía ocho años cuando las cuestiones.

Madre: Es verdad... Pero oigo eso de Félix y es lo mismo (entre dientes) Félix que llenárseme de cieno la boca (escupe), y tengo que escupir, tengo que escupir por no matar.

Vecina: Repórtate. ¿Qué sacas con eso?

Madre: Nada. Pero tú lo comprendes.

Vecina: No te opongas a la felicidad de tu hijo. No le digas nada. Tú estás vieja. Yo, también. A ti y a mí nos toca callar.

Madre: No le diré nada.

Vecina: (Besándola) Nada.

Madre: (Serena) ¡Las cosas...!

Vecina: Me voy, que pronto llegará mi gente del campo.

Madre: ¿Has visto qué día de calor?

Vecina: Iban negros los chiquillos que llevan el agua a los segadores. Adiós, mujer.

Madre: Adiós.

(Se dirige a la puerta de la izquierda. En medio del camino se detiene y lentamente se santigua.)

Telón

 

Acto primero

CUADRO SEGUNDO

 

Habitación pintada de rosa con cobres y ramos de flores populares. En el centro, una mesa con mantel. Es la mañana. Suegra de Leonardo con un niño en brazos. Lo mece. La mujer, en la otra esquina, hace punto de media.

 

Suegra: (Canta) Nana, niño, nana; del caballo grande; que no quiso el agua. El agua era negra; dentro de las ramas. Cuando llega el puente; se detiene y canta. ¿Quién dirá, mi niño; lo que tiene el agua; con su larga cola; por su verde sala?

Mujer: (Canta bajo) Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.

Suegra: (Canta bajo) Duérmete, rosal; que el caballo se pone a llorar. Las patas heridas; las crines heladas; dentro de los ojos; un puñal de plata. Bajaban al río. ¡Ay, cómo bajaban! La sangre corría; más fuerte que el agua.

Mujer: Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.

Suegra: Duérmete, rosal; que el caballo se pone a llorar.

Mujer: No quiso tocar; la orilla mojada; su belfo caliente; con moscas de plata. A los montes duros; solo relinchaba; con el río muerto; sobre la garganta. ¡Ay caballo grande; que no quiso el agua! ¡Ay dolor de nieve, caballo del alba!

Suegra: ¡No vengas! Detente; cierra la ventana; con rama de sueños; y sueño de ramas.

Mujer: Mi niño se duerme.

Suegra: Mi niño se calla.

Mujer: Caballo, mi niño; tiene una almohada.

Suegra: Su cuna de acero.

Mujer: Su colcha de holanda.

Suegra: Nana, niño, nana.

Mujer: ¡Ay caballo grande; que no quiso el agua!

Suegra: ¡No vengas, no entres! Vete a la montaña. Por los valles grises; donde está la jaca.

Mujer: (Mirando) Mi niño se duerme.

Suegra: Mi niño descansa.

Mujer: (Bajito) Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.

Mujer: (Levantándose, y muy bajito) Duérmete, rosal; que el caballo se pone a llorar.

(Entran al niño. Entra Leonardo)

Leonardo: ¿Y el niño?

Mujer: Se durmió.

Leonardo: Ayer no estuvo bien. Lloró por la noche.

Mujer: (Alegre) Hoy está como una dalia. ¿Y tú? ¿Fuiste a casa del herrador?

Leonardo: De allí vengo. ¿Querrás creer? Llevo más de dos meses poniendo herraduras nuevas al caballo y siempre se le caen. Por lo visto se las arranca con las piedras.

Mujer: ¿Y no será que lo usas mucho?

Leonardo: No. Casi no lo utilizo.

Mujer: Ayer me dijeron las vecinas que te habían visto al límite de los llanos.

Leonardo: ¿Quién lo dijo?

Mujer: Las mujeres que cogen las alcaparras. Por cierto que me sorprendió. ¿Eras tú?

Leonardo: No. ¿Qué iba a hacer yo allí en aquel secano?

Mujer: Eso dije. Pero el caballo estaba reventando de sudor.

Leonardo: ¿Lo viste tú?

Mujer: No. Mi madre.

Leonardo: ¿Está con el niño?

Mujer: Sí. ¿Quieres un refresco de limón?

Leonardo: Con el agua bien fría.

Mujer: ¡Cómo no viniste a comer!

Leonardo: Estuve con los medidores del trigo. Siempre entretienen.

Mujer: (Haciendo el refresco y muy tierna) ¿Y lo pagan a buen precio?

Leonardo: El justo.

Mujer: Me hace falta un vestido y al niño una gorra con lazos.

Leonardo: (Levantándose) Voy a verlo.

Mujer: Ten cuidado, que está dormido.

Suegra: (Saliendo) Pero ¿quién da esas carreras al caballo? Está abajo, tendido, con los ojos desorbitados, como si llegara del fin del mundo.

Leonardo: (Agrio) Yo.

Suegra: Perdona; tuyo es.

Mujer: (Tímida) Estuvo con los medidores del trigo.

Suegra: Por mí, que reviente. (Se sienta.) (Pausa)

Mujer: El refresco. ¿Está frío?

Leonardo: Sí.

Mujer: ¿Sabes que piden a mi prima?

Leonardo: ¿Cuándo?

Mujer: Mañana. La boda será dentro de un mes. Espero que vendrán a invitarnos.

Leonardo: (Serio) No sé.

Suegra: La madre de él creo que no estaba muy satisfecha con el casamiento.

Leonardo: Y quizá tenga razón. Ella es de cuidado.

Mujer: No me gusta que penséis mal de una buena muchacha.

Suegra: Pero cuando dice eso es porque la conoce. ¿No ves que fue tres años novia suya? (Con intención.)

Leonardo: Pero la dejé. (A su mujer.) ¿Vas a llorar ahora? ¡Quita! (La aparta bruscamente las manos de la cara.) Vamos a ver al niño. (Entran abrazados.)

(Aparece la muchacha, alegre. Entra corriendo)

Muchacha: Señora.

Suegra: ¿Qué pasa?

Muchacha: Llegó el novio a la tienda y ha comprado todo lo mejor que había.

Suegra: ¿Vino solo?

Muchacha: No, con su madre. Seria, alta. (La imita) Pero ¡qué lujo!

Suegra: Ellos tienen dinero.

Muchacha: ¡Y compraron unas medias caladas! ¡Ay, qué medias! ¡El sueño de las mujeres en medias! Mire usted: una golondrina aquí (Señala el tobillo.), un barco aquí

(Señala la pantorrilla.) Y aquí una rosa. (Señala el muslo.)

Suegra: ¡Niña!

Muchacha: ¡Una rosa con las semillas y el tallo! ¡Ay! ¡Todo en seda!

Suegra: Se van a juntar dos buenos capitales.

(Aparecen Leonardo y su mujer)

Muchacha: Vengo a deciros lo que están comprando.

Leonardo: (Fuerte) No nos importa.

Mujer: Déjala.

Suegra: Leonardo, no es para tanto.

Muchacha: Usted dispense. (Se va llorando.)

Suegra: ¿Qué necesidad tienes de ponerte a mal con las gentes?

Leonardo: No le he preguntado su opinión. (Se sienta)

Suegra: Está bien.

(Pausa)

Mujer: (A Leonardo) ¿Qué te pasa? ¿Qué idea te bulle por dentro de cabeza? No me dejes así, sin saber nada...

Leonardo: Quita.

Mujer: No. Quiero que me mires y me lo digas.

Leonardo: Déjame. (Se levanta.)

Mujer: ¿Adónde vas, hijo?

Leonardo: (Agrio) ¿Te puedes callar?

Suegra: (Enérgica, a su hija) ¡Cállate! (Sale Leonardo) ¡El niño! (Entra y vuelve a salir con él en brazos.) (La mujer ha permanecido de pie, inmóvil) Las patas heridas; las crines heladas; dentro de los ojos; un puñal de plata. Bajaban al río. La sangre corría; más fuerte que el agua.

Mujer: (Volviéndose lentamente y como soñando) Duérmete, clavel; que el caballo se pone a beber.

Suegra: Duérmete, rosal; que el caballo se pone a llorar.

Mujer: Nana, niño, nana.

Suegra: Ay, caballo grande; que no quiso el agua!

Mujer: (Dramática) ¡No vengas, no entres! ¡Vete a la montaña! ¡Ay dolor de nieve; caballo del alba!

Suegra: (Llorando) Mi niño se duerme...

Mujer: (Llorando y acercándose lentamente) Mi niño descansa...

Suegra: Duérmete, clavel; que el caballo no quiere beber.

Mujer: (Llorando y apoyándose sobre la mesa.) Duérmete, rosal; que el caballo se pone a llorar.

Telón

 

Acto primero

CUADRO TERCERO

 

Interior de la cueva donde vive la novia. Al fondo, una cruz de grandes flores rosa. Las puertas, redondas, con cortinajes de encaje y lazos rosa. Por las paredes, de material blanco y duro, abanicos redondos, jarros azules y pequeños espejos.

 

Criada: Pasen... (Muy afable, llena de hipocresía humilde. Entran el novio y su madre. La madre viste de raso negro y lleva mantilla de encaje. El novio, de pana negra con gran cadena de oro.) ¿Se quieren sentar? Ahora vienen. (Sale.) (Quedan madre e hijo sentados, inmóviles como estatuas. Pausa larga.)

Madre: ¿Traes el reloj?

Novio: Sí. (Lo saca y lo mira.)

Madre: Tenemos que volver a tiempo. ¡Qué lejos vive esta gente!

Novio: Pero estas tierras son buenas.

Madre: Buenas; pero demasiado solas. Cuatro horas de camino y ni una casa ni un árbol.

Novio: Estos son los secanos.

Madre: Tu padre los hubiera cubierto de árboles.

Novio: ¿Sin agua?

Madre: Ya la hubiera buscado. Los tres años que estuvo casado conmigo, plantó diez cerezos. (Haciendo memoria.) Los tres nogales del molino, toda una viña y una planta que se llama Júpiter, que da flores encarnadas, y se secó. (Pausa.)

Novio: (Por la novia) Debe estar vistiéndose.

(Entra el padre de la novia. Es anciano, con el cabello blanco, reluciente. Lleva la cabeza inclinada. La madre y el novio se levantan y se dan las manos en silencio.)

Padre: ¿Mucho tiempo de viaje?

Madre: Cuatro horas. (Se sientan.)

Padre: Habéis venido por el camino más largo.

Madre: Yo estoy ya vieja para andar por las terreras del río.

Novio: Se marea. (Pausa)

Padre: Buena cosecha de esparto.

Novio: Buena de verdad.

Padre: En mi tiempo, ni esparto daba esta tierra. Ha sido necesario castigarla y hasta llorarla, para que nos dé algo provechoso.

Madre: Pero ahora da. No te quejes. Yo no vengo a pedirte nada.

Padre: (Sonriendo) Tú eres más rica que yo. Las viñas valen un capital. Cada pámpano una moneda de plata. Lo que siento es que las tierras.... ¿entiendes?... estén separadas. A mí me gusta todo junto. Una espina tengo en el corazón, y es la huertecilla esa metida entre mis tierras, que no me quieren vender por todo el oro del mundo.

Novio: Eso pasa siempre.

Padre: Si pudiéramos con veinte pares de bueyes traer tus viñas aquí y ponerlas en la ladera. ¡Qué alegría!...

Madre: ¿Para qué?

Padre: Lo mío es de ella y lo tuyo de él. Por eso. Para verlo todo junto, ¡que junto es una hermosura!

Novio: Y sería menos trabajo.

Madre: Cuando yo me muera, vendéis aquello y compráis aquí al lado.

Padre: Vender, ¡vender! ¡Bah!; comprar hija, comprarlo todo. Si yo hubiera tenido hijos hubiera comprado todo este monte hasta la parte del arroyo. Porque no es buena tierra; pero con brazos se la hace buena, y como no pasa gente no te roban los frutos y puedes dormir tranquilo. (Pausa.)

Madre: Tú sabes a lo que vengo.

Padre: Sí.

Madre: ¿Y qué?

Padre: Me parece bien. Ellos lo han hablado.

Madre: Mi hijo tiene y puede.

Padre: Mi hija también.

Madre: Mi hijo es hermoso. No ha conocido mujer. La honra más limpia que una sábana puesta al sol.

Padre: Qué te digo de la mía. Hace las migas a las tres, cuando el lucero. No habla nunca; suave como la lana, borda toda clase de bordados y puede cortar una maroma con los dientes.

Madre: Dios bendiga su casa.

Padre: Que Dios la bendiga.

(Aparece la criada con dos bandejas. Una con copas y la otra con dulces.)

Madre: (Al hijo) ¿Cuándo queréis la boda?

Novio: El jueves próximo.

Padre: Día en que ella cumple veintidós años justos.

Madre: ¡Veintidós años! Esa edad tendría mi hijo mayor si viviera. Que viviría caliente y macho como era, si los hombres no hubieran inventado las navajas.

Padre: En eso no hay que pensar.

Madre: Cada minuto. Métete la mano en el pecho.

Padre: Entonces el jueves. ¿No es así?

Novio: Así es.

Padre: Los novios y nosotros iremos en coche hasta la iglesia, que está muy lejos, y el acompañamiento en los carros y en las caballerías que traigan.

Madre: Conformes.

(Pasa la criada)

Padre: Dile que ya puede entrar. (A la madre.) Celebraré mucho que te guste.

(Aparece la novia. Trae las manos caídas en actitud modesta y la cabeza baja.)

Madre: Acércate. ¿Estás contenta?

Novia: Sí, señora.

Padre: No debes estar seria. Al fin y al cabo ella va a ser tu madre.

Novia: Estoy contenta. Cuando he dado el si es porque quiero darlo.

Madre: Naturalmente. (Le coge la barbilla.) Mírame.

Padre: Se parece en todo a mi mujer.

Madre: ¿Sí? ¡Qué hermoso mirar! ¿Tú sabes lo que es casarse, criatura?

Novia: (Seria) Lo sé.

Madre: Un hombre, unos hijos y una pared de dos varas de ancho para todo lo demás.

Novio: ¿Es que hace falta otra cosa?

Madre: No. Que vivan todos, ¡eso! ¡Que vivan!

Novia: Yo sabré cumplir.

Madre: Aquí tienes unos regalos.

Novia: Gracias.

Padre: ¿No tomamos algo?

Madre: Yo no quiero. (Al novio.) ¿Y tú?

Novio: Tomaré. (Toma un dulce. La novia toma otro.)

Padre: (Al novio) ¿Vino?

Madre: No lo prueba.

Padre: ¡Mejor!

(Pausa. Todos están de pie.)

Novio: (A la novia) Mañana vendré.

Novia: ¿A qué hora?

Novio: A las cinco.

Novia: Yo te espero.

Novio: Cuando me voy de tu lado siento un despego grande y así como un nudo en la garganta.

Novia: Cuando seas mi marido ya no lo tendrás.

Novio: Eso digo yo.

Madre: Vamos. El sol no espera. (Al padre.) ¿Conformes en todo?

Padre: Conformes.

Madre: (A la criada) Adiós, mujer.

Criada: Vayan ustedes con Dios.

(La madre besa a la novia y van saliendo en silencio)

Madre: (En la puerta) Adiós, hija. (La novia contesta con la mano)

Padre: Yo salgo con vosotros. (Salen)

Criada: Que reviento por ver los regalos.

Novia: (Agria) Quita.

Criada: ¡Ay, niña, enséñamelos!

Novia: No quiero.

Criada: Siquiera las medias. Dicen que todas son caladas. ¡Mujer!

Novia: ¡Ea que no!

Criada: Por Dios. Está bien. Parece como si no tuvieras ganas de casarte.

Novia: (Mordiéndose la mano con rabia) ¡Ay!

Criada: Niña, hija, ¿qué te pasa? ¿Sientes dejar tu vida de reina? No pienses en cosas agrias. ¿Tienes motivo? Ninguno. Vamos a ver los regalos. (Coge la caja.)

Novia: (Cogiéndola de las muñecas) Suelta.

Criada: ¡Ay, mujer!

Novia: Suelta he dicho.

Criada: Tienes más fuerza que un hombre.

Novia: ¿No he hecho yo trabajos de hombre? ¡Ojalá fuera!

Criada: ¡No hables así!

Novia: Calla he dicho. Hablemos de otro asunto.

(La luz va desapareciendo de la escena. Pausa larga)

Criada: ¿Sentiste anoche un caballo?

Novia: ¿A qué hora?

Criada: A las tres.

Novia: Sería un caballo suelto de la manada.

Criada: No. Llevaba jinete.

Novia: ¿Por qué lo sabes?

Criada: Porque lo vi. Estuvo parado en tu ventana. Me chocó mucho.

Novia: ¿No sería mi novio? Algunas veces ha pasado a esas horas.

Criada: No.

Novia: ¿Tú le viste?

Criada: Sí.

Novia: ¿Quién era?

Criada: Era Leonardo.

Novia: (Fuerte) ¡Mentira! ¡Mentira! ¿A qué viene aquí?

Criada: Vino.

Novia: ¡Cállate! ¡Maldita sea tu lengua! (Se siente el ruido de un caballo.)

Criada: (En la ventana) Mira, asómate. ¿Era?

Novia: ¡Era!

 

Telón rápido

 

Acto segundo

CUADRO PRIMERO

 

Zaguán de casa de la novia. Portón al fondo. Es de noche. La novia sale con enaguas blancas encañonadas, llenas de encajes y puntas bordadas, y un corpiño blanco, con los brazos al aire. La criada lo mismo

 

Criada: Aquí te acabaré de peinar.

Novia: No se puede estar ahí dentro, del calor.

Criada: En estas tierras no refresca ni al amanecer.

(Se sienta la novia en una silla baja y se mira en un espejito de mano. La criada la peina.)

Novia: Mi madre era de un sitio donde había muchos árboles. De tierra rica.

Criada: ¡Así era ella de alegre!

Novia: Pero se consumió aquí.

Criada: El sino.

Novia: Como nos consumimos todas. Echan fuego las paredes. ¡Ay!, no tires demasiado.

Criada: Es para arreglarte mejor esta onda. Quiero que te caiga sobre la frente. (La novia se mira en el espejo.) ¡Qué hermosa estás! ¡Ay! (La besa apasionadamente.)

Novia: (Seria) Sigue peinándome.

Criada: (Peinándola) ¡Dichosa tú que vas a abrazar a un hombre, que lo vas a besar, que vas a sentir su peso!

Novia: Calla.

Criada: Y lo mejor es cuando te despiertes y lo sientas al lado y que él te roza los hombros con su aliento, como con una plumilla de ruiseñor.

Novia: (Fuerte.) ¿Te quieres callar?

Criada: ¡Pero, niña! Una boda, ¿qué es? Una boda es esto y nada más. ¿Son los dulces? ¿Son los ramos de flores? No. Es una cama relumbrante y un hombre y una mujer.

Novia: No se debe decir.

Criada: Eso es otra cosa. ¡Pero es bien alegre!

Novia: O bien amargo.

Criada: El azahar te lo voy a poner desde aquí hasta aquí, de modo que la corona luzca sobre el peinado. (Le prueba un ramo de azahar.)

Novia: (Se mira en el espejo) Trae. (Coge el azahar y lo mira y deja caer la cabeza abatida.)

Criada: ¿Qué es esto?

Novia: Déjame.

Criada: No son horas de ponerse triste. (Animosa.) Trae el azahar. (La novia tira el azahar.) ¡Niña! ¿Qué castigo pides tirando al suelo la corona? ¡Levanta esa frente! ¿Es que no te quieres casar? Dilo. Todavía te puedes arrepentir. (Se levanta.)

Novia: Son nublos. Un mal aire en el centro, ¿quién no lo tiene?

Criada: Tú quieres a tu novio.

Novia: Lo quiero.

Criada: Sí, sí, estoy segura.

Novia: Pero este es un paso muy grande.

Criada: Hay que darlo.

Novia: Ya me he comprometido.

Criada: Te voy a poner la corona.

Novia: (Se sienta) Date prisa, que ya deben ir llegando.

Criada: Ya llevarán lo menos dos horas de camino.

Novia: ¿Cuánto hay de aquí a la iglesia?

Criada: Cinco leguas por el arroyo, que por el camino hay el doble. (La novia se levanta y la criada se entusiasma al verla) Despierte la novia; la mañana de la boda. ¡Que los ríos del mundo; lleven tu corona!

Novia: (Sonriente) Vamos.

Criada: (La besa entusiasmada y baila alrededor) Que despierte; con el ramo verde; del laurel florido. ¡Que despierte; por el tronco y la rama; de los laureles! (Se oyen unos aldabonazos.)

Novia: ¡Abre! Deben ser los primeros convidados.

(Entra.) (La criada abre sorprendida.)

Criada: ¿Tú?

Leonardo: Yo. Buenos días.

Criada: ¡El primero!

Leonardo: ¿No me han convidado?

Criada: Sí.

Leonardo: Por eso vengo.

Criada: ¿Y tu mujer?

Leonardo: Yo vine a caballo. Ella se acerca por el camino.

Criada: ¿No te has encontrado a nadie?

Leonardo: Los pasé con el caballo.

Criada: Vas a matar al animal con tanta carrera.

Leonardo: ¡Cuando se muera, muerto está!

(Pausa)

Criada: Siéntate. Todavía no se ha levantado nadie.

Leonardo: ¿Y la novia?

Criada: Ahora mismo la voy a vestir.

Leonardo: ¡La novia! ¡Estará contenta!

Criada: (Variando la conversación.) ¿Y el niño?

Leonardo: ¿Cuál?

Criada: Tu hijo.

Leonardo: (Recordando como soñoliento) ¡Ah!

Criada: ¿Lo traen?

Leonardo: No.

(Pausa. Voces cantando muy lejos)

Voces: ¡Despierte la novia; la mañana de la boda!

Leonardo: Despierte la novia; la mañana de la boda.

Criada: Es la gente. Vienen lejos todavía.

Leonardo: (Levantándose) La novia llevará una corona grande, ¿no? No debía ser tan grande. Un poco más pequeña le sentaría mejor. ¿Y trajo ya el novio el azahar que se tiene que poner en el pecho?

Novia: (Apareciendo todavía en enaguas y con la corona de azahar puesta) Lo trajo.

Criada: (Fuerte) No salgas así.

Novia: ¿Qué más da? (Seria.) ¿Por qué preguntas si trajeron el azahar? ¿Llevas intención?

Leonardo: Ninguna. ¿Qué intención iba a tener? (Acercándose.) Tú, que me conoces, sabes que no la llevo. Dímelo. ¿Quién he sido yo para ti? Abre y refresca tu recuerdo. Pero dos bueyes y una mala choza son casi nada. Esa es la espina.

Novia: ¿A qué vienes?

Leonardo: A ver tu casamiento.

Novia: ¡También yo vi el tuyo!

Leonardo: Amarrado por ti, hecho con tus dos manos. A mí me pueden matar, pero no me pueden escupir. Y la plata, que brilla tanto, escupe algunas veces.

Novia: ¡Mentira!

Leonardo: No quiero hablar, porque soy hombre de sangre, y no quiero que todos estos cerros oigan mis voces.

Novia: Las mías serían más fuertes.

Criada: Estas palabras no pueden seguir. Tú no tienes que hablar de lo pasado. (La criada mira a las puertas presa de inquietud.)

Novia: Tienes razón. Yo no debo hablarte siquiera. Pero se me calienta el alma de que vengas a verme y atisbar mi boda y preguntes con intención por el azahar. Vete y espera a tu mujer en la puerta.

Leonardo: ¿Es que tú y yo no podemos hablar?

Criada: (Con rabia) No; no podéis hablar.

Leonardo: Después de mi casamiento he pensado noche y día de quién era la culpa, y cada vez que pienso sale una culpa nueva que se come a la otra; pero ¡siempre hay culpa!

Novia: Un hombre con su caballo sabe mucho y puede mucho para poder estrujar a una muchacha metida en un desierto. Pero yo tengo orgullo. Por eso me caso. Y me encerraré con mi marido, a quien tengo que querer por encima de todo.

Leonardo: El orgullo no te servirá de nada. (Se acerca.)

Novia: ¡No te acerques!

Leonardo: Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y el dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego encima! Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quien las arranque!

Novia: (Temblando) No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas. Y me arrastra y sé que me ahogo, pero voy detrás.

Criada: (Cogiendo a Leonardo por las solapas) ¡Debes irte ahora mismo!

Leonardo: Es la última vez que voy a hablar con ella. No temas nada.

Novia: Y sé que estoy loca y sé que tengo el pecho podrido de aguantar, y aquí estoy quieta por oírlo, por verlo menear los brazos.

Leonardo: No me quedo tranquilo si no te digo estas cosas. Yo me casé. Cásate tú ahora.

Criada: (A Leonardo) ¡Y se casa!

Voces: (Cantando más cerca) Despierte la novia; la mañana de la boda.

Novia: Despierte la novia!(Sale corriendo a su cuarto.)

Criada: Ya está aquí la gente. (A Leonardo) No te vuelvas a acercar a ella.

Leonardo: Descuida. (Sale por la izquierda.)

(Empieza a clarear el día.)

Muchacha 1: (Entrando) Despierte la novia; la mañana de la boda; ruede la ronda; y en cada balcón una corona.

Voces: ¡Despierte la novia!

Criada: (Moviendo algazara) Que despierte; con el ramo verde; del amor florido. ¡Que despierte; por el tronco y la rama; de los laureles!

Muchacha 2: (Entrando) Que despierte; con el largo pelo; camisa de nieve; botas de charol y plata; y jazmines en la frente.

Criada: ¡Ay pastora; que la luna asoma!

Muchacha 1: ¡Ay galán, deja tu sombrero por el olivar!

Mozo 1: (Entrando con el sombrero en alto) Despierte la novia; que por los campos viene; rondando la boda; con bandejas de dalias; y panes de gloria.

Voces: ¡Despierte la novia!

Muchacha 2: La novia; se ha puesto su blanca corona; y el novio; se la prende con lazos de oro.

Criada: Por el toronjil; la novia no puede dormir.

Muchacha 3: (Entrando) Por el naranjel; el novio le ofrece cuchara y mantel.

(Entran tres convidados.)

Mozo 1: ¡Despierta. paloma! El alba despeja; campanas de sombra.

Convidado: La novia, la blanca novia; hoy doncella; mañana señora.

Muchacha 1: Baja, morena; arrastrando tu cola de seda.

Convidado: Baja, morenita; que llueve rocío la mañana fría.

Mozo 1: Despertad, señora, despertad; porque viene el aire lloviendo azahar.

Criada: Un árbol quiero bordarle; lleno de cintas granates y en cada cinta un amor; con vivas alrededor.

Voces: Despierte la novia.

Mozo 1: ¡La mañana de la boda!

Convidado: La mañana de la boda; qué galana vas a estar; pareces, flor de los montes; la mujer de un capitán.

Padre: (Entrando) La mujer de un capitán; se lleva el novio. ¡Ya viene con sus bueyes por el tesoro!

Muchacha 3: El novio; parece la flor del oro. Cuando camina; a sus plantas se agrupan las clavellinas.

Criada: ¡Ay mi niña dichosa!

Mozo 2: Que despierte la novia.

Criada: ¡Ay mi galana!

Muchacha 1: La boda está llamando; por las ventanas.

Muchacha 2: Que salga la novia.

Muchacha 1: ¡Que salga, que salga!

Criada: ¡Que toquen y repiquen; las campanas!

Mozo 1: ¡Que viene aquí! ¡Que sale ya!

Criada: ¡Como un toro, la boda; levantándose está! (Aparece la novia. Lleva un traje negro mil novecientos, con caderas y larga cola rodeada de gasas plisadas y encajes duros. Sobre el peinado de visera lleva la corona de azahar. Suenan las guitarras. Las Muchachas besan a la novia.)

Muchacha 3: ¿Qué esencia te echaste en el pelo?

Novia: (Riendo) Ninguna.

Muchacha 2: (Mirando el traje) La tela es de lo que no hay.

Mozo 1: ¡Aquí está el novio!

Novio: ¡Salud!

Muchacha 1: (Poniéndole una flor en la oreja) El novio; parece la flor del oro.

Muchacha 2: ¡Aires de sosiego; le manan los ojos! (El novio se dirige al lado de la novia.)

Novia: ¿Por qué te pusiste esos zapatos?

Novio: Son más alegres que los negros.

Mujer de Leonardo: (Entrando y besando a la novia) ¡Salud! (Hablan todas con algazara.)

Leonardo: (Entrando como quien cumple un deber) La mañana de casada; la corona te ponemos.

Mujer: ¡Para que el campo se alegre, con el agua de tu pelo!

Madre: (Al padre) ¿También están ésos aquí?

Padre: Son familia. ¡Hoy es día de perdones!

Madre: Me aguanto, pero no perdono.

Novio: ¡Con la corona da alegría mirarte!

Novia: ¡Vámonos pronto a la iglesia!

Novio: ¿Tienes prisa?

Novia: Sí. Estoy deseando ser tu mujer y quedarme sola contigo, y no oír más voz que la tuya.

Novio: ¡Eso quiero yo!

Novia: Y no ver más que tus ojos. Y que me abrazaras tan fuerte, que aunque me llamara mi madre, que está muerta, no me pudiera despegar de ti.

Novio: Yo tengo fuerza en los brazos. Te voy a abrazar cuarenta años seguidos.

Novia: (Dramática, cogiéndole del brazo) ¡Siempre!

Padre: ¡Vamos pronto! ¡A coger las caballerías y los carros! Que ya ha salido el sol.

Madre: ¡Que llevéis cuidado! No sea que tengamos mala hora. (Se abre el gran portón del fondo. Empiezan a salir.)

Criada: (Llorando) Al salir de tu casa; blanca doncella; acuérdate que sales; como una estrella...

Muchacha 1: Limpia de cuerpo y ropa; al salir de tu casa para la boda. (Van saliendo.)

Muchacha 2: ¡Ya sales de tu casa; para la iglesia!

Criada: ¡El aire pone flores; por las arenas!

Muchacha 3: ¡Ay la blanca niña!

Criada: Aire oscuro el encaje; de su mantilla. (Salen. Se oyen guitarras, palillos y panderetas. Quedan solos Leonardo y su mujer.)

Mujer: Vamos.

Leonardo: ¿Adónde?

Mujer: A la iglesia. Pero no vas en el caballo. Vienes conmigo.

Leonardo: ¿En el carro?

Mujer: ¿Hay otra cosa?

Leonardo: Yo no soy hombre para ir en carro.

Mujer: Y yo no soy mujer para ir sin su marido a un casamiento. ¡Que no puedo más!

Leonardo: ¡Ni yo tampoco!

Mujer: ¿Por qué me miras así? Tienes una espina en cada ojo.

Leonardo: ¡Vamos!

Mujer: No sé lo que pasa. Pero pienso y no quiero pensar. Una cosa sé. Yo ya estoy despachada. Pero tengo un hijo. Y otro que viene. Vamos andando. El mismo sino tuvo mi madre. Pero de aquí no me muevo.

(Voces fuera.)

Voces: ¡Al salir de tu casa; para la iglesia; acuérdate que sales; como una estrella!

Mujer: (Llorando) ¡Acuérdate que sales; como una estrella! Así salí yo de mi casa también. Que me cabía todo el campo en la boca.

Leonardo: (Levantándose) Vamos.

Mujer: ¡Pero conmigo!

Leonardo: Sí. (Pausa.) ¡Echa a andar! (Salen.)

Voces: Al salir de tu casa; para la iglesia; acuérdate que sales; como una estrella.

 

Telón lento

 

Acto segundo

CUADRO SEGUNDO

 

Exterior de la cueva de la novia. Entonación en blancos grises y azules fríos. Grandes chumberas. Tonos sombríos y plateados. Panorama de mesetas color barquillo, todo endurecido como paisaje de cerámica popular.

 

Criada: (Arreglando en una mesa copas y bandejas) Giraba; giraba la rueda; y el agua pasaba;porque llega la boda; que se aparten las ramas; y la luna se adorne; por su blanca baranda. ¡Pon los manteles! (En voz alta) Cantaban. (En voz patética.) cantaban los novios; y el agua pasaba; porque llega la boda; que relumbre la escarcha; y se llenen de miel; las almendras amargas. ¡Prepara el vino! (En voz alta) Galana. (En voz patética.); galana de la tierra; mira cómo el agua pasa. Porque llega tu boda; recógete las faldas; y bajo el ala del novio; nunca salgas de tu casa. Porque el novio es un palomo; con todo el pecho de brasa; y espera el campo el rumor; de la sangre derramada. Giraba; giraba la rueda; y el agua pasaba. ¡Porque llega tu boda; deja que relumbre el agua!

Madre: (Entrando) ¡Por fin!

Padre: ¿Somos los primeros?

Criada: No. Hace rato llegó Leonardo con su mujer. Corrieron como demonios. La mujer llegó muerta de miedo. Hicieron el camino como si hubieran venido a caballo.

Padre: Ese busca la desgracia. No tiene buena sangre.

Madre: ¿Qué sangre va a tener? La de toda su familia. Mana de su bisabuelo, que empezó matando, y sigue en toda la mala ralea, manejadores de cuchillos y gente de falsa sonrisa.

Padre: ¡Vamos a dejarlo!

Criada: ¿Cómo lo va a dejar?

Madre: Me duele hasta la punta de las venas. En la frente de todos ellos yo no veo más que la mano con que mataron a lo que era mío. ¿Tú me ves a mí? ¿No te parezco loca? Pues es loca de no haber gritado todo lo que mi pecho necesita. Tengo en mi pecho un grito siempre puesto de pie a quien tengo que castigar y meter entre los mantos. Pero me llevan a los muertos y hay que callar. Luego la gente critica. (Se quita el manto)

Padre: Hoy no es día de que te acuerdes de esas cosas.

Madre: Cuando sale la conversación, tengo que hablar. Y hoy más. Porque hoy me quedo sola en mi casa.

Padre: En espera de estar acompañada.

Madre: Esa es mi ilusión: los nietos. (Se sientan.)

Padre: Yo quiero que tengan muchos. Esta tierra necesita brazos que no sean pagados. Hay que sostener una batalla con las malas hierbas, con los cardos, con los pedruscos que salen no se sabe dónde. Y estos brazos tienen que ser de los dueños, que castiguen y que dominen, que hagan brotar las simientes. Se necesitan muchos hijos.

Madre: ¡Y alguna hija! ¡Los varones son del viento! Tienen por fuerza que manejar armas. Las niñas no salen jamás a la calle.

Padre: (Alegre) Yo creo que tendrán de todo.

Madre: Mi hijo la cubrirá bien. Es de buena simiente. Su padre pudo haber tenido conmigo muchos hijos.

Padre: Lo que yo quisiera es que esto fuera cosa de un día. Que en seguida tuvieran dos o tres hombres.

Madre: Pero no es así. Se tarda mucho. Por eso es tan terrible ver la sangre de una derramada por el suelo. Una fuente que corre un minuto y a nosotros nos ha costado años. Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella.

Padre: Ahora tienes que esperar. Mi hija es ancha y tu hijo es fuerte.

Madre: Así espero. (Se levantan.)

Padre: Prepara las bandejas de trigo.

Criada: Están preparadas.

Mujer de Leonardo: (Entrando) ¡Que sea para bien!

Madre: Gracias.

Leonardo: ¿Va a haber fiesta?

Padre: Poca. La gente no puede entretenerse.

Padre: ¡Ya están aquí!

(Van entrando invitados en alegres grupos. Entran los novios cogidos del brazo. Sale Leonardo.)

Novio: En ninguna boda se vio tanta gente.

Novia: (Sombría) En ninguna.

Padre: Fue lucida.

Madre: Ramas enteras de familias han venido.

Novio: Gente que no salía de su casa.

Madre: Tu padre sembró mucho y ahora lo recoges tú.

Novio: Hubo primos míos que yo ya no conocía.

Madre: Toda la gente de la costa.

Novio: (Alegre) Se espantaban de los caballos.

(Hablan.)

Madre: (A la novia) ¿Qué piensas?

Novia: No pienso en nada.

Madre: Las bendiciones pesan mucho.

(Se oyen guitarras.)

Novia: Como el plomo.

Madre: (Fuerte.) Pero no han de pesar. Ligera como paloma debes ser.

Novia: ¿Se queda usted aquí esta noche?

Madre: No. Mi casa está sola.

Novia: ¡Debía usted quedarse!

Padre: (A la madre) Mira el baile que tienen formado. Bailes de allá de la orilla del mar.

(Sale Leonardo y se sienta. Su mujer, detrás de él en actitud rígida.)

Madre: Son los primos de mi marido. Duros como piedras para la danza.

Padre: Me alegra el verlos. ¡Qué cambio para esta casa! (Se va.)

Novio: (A la novia) ¿Te gustó el azahar?

Novia: (Mirándole fija) Sí.

Novio: Es todo de cera. Dura siempre. Me hubiera gustado que llevaras en todo el vestido.

Novia: No hace falta.

(Mutis Leonardo por la derecha.)

Muchacha 1: Vamos a quitarle los alfileres.

Novia: (Al novio) Ahora vuelvo.

Mujer: ¡Que seas feliz con mi prima!

Novio: Tengo seguridad.

Mujer: Aquí los dos; sin salir nunca y a levantar la casa. ¡Ojalá yo viviera también así de lejos!

Novio: ¿Por qué no compráis tierras? El monte es barato y los hijos se crían mejor.

Mujer: No tenemos dinero. ¡Y con el camino que llevamos!

Novio: Tu marido es un buen trabajador.

Mujer: Sí, pero le gusta volar demasiado. Ir de una cosa a otra. No es hombre tranquilo.

Criada: ¿No tomáis nada? Te voy a envolver unos roscos de vino para tu madre, que a ella le gustan mucho.

Novio: Ponle tres docenas.

Mujer: No, no. Con media tiene bastante.

Novio: Un día es un día.

Mujer: (A la criada) ¿Y Leonardo?

Criada: No lo vi.

Novio: Debe estar con la gente.

Mujer: ¡Voy a ver! (Se va.)

Criada: Aquello está hermoso.

Novio: ¿Y tú no bailas?

Criada: No hay quien me saque.

(Pasan al fondo dos muchachas, durante todo este acto, el fondo será un animado cruce de figuras.)

Novio: (Alegre) Eso se llama no entender. Las viejas frescas como tú bailan mejor que las jóvenes.

Criada: Pero ¿vas a echarme requiebros, niño? ¡Qué familia la tuya! ¡Machos entre los machos! Siendo niña vi la boda de tu abuelo. ¡Qué figura! Parecía como si se casara un monte.

Novio: Yo tengo menos estatura.

Criada: Pero el mismo brillo en los ojos. ¿Y la niña?

Novio: Quitándose la toca.

Criada: ¡Ah! Mira. Para la medianoche, como no dormiréis, os he preparado jamón y unas copas grandes de vino antiguo. En la parte baja de la alacena. Por si lo necesitáis.

Novio: (Sonriente) No como a medianoche.

Criada: (Con malicia) Si tú no, la novia. (Se va.)

Mozo 1: (Entrando) ¡Tienes que beber con nosotros!

Novio: Estoy esperando a la novia.

Mozo 2: ¡Ya la tendrás en la madrugada!

Mozo 1: ¡Que es cuando más gusta!

Mozo 2: Un momento.

Novio: Vamos.

(Salen. Se oye gran algazara. Sale la novia. Por el lado opuesto salen dos muchachas corriendo a encontrarla.)

Muchacha 1: ¿A quién diste el primer alfiler, a mí o a esta?

Novia: No me acuerdo.

Muchacha 1: A mí me lo diste aquí.

Muchacha 2: A mí delante del altar.

Novia: (Inquieta y con una gran lucha interior.) No sé nada.

Muchacha 1: Es que yo quisiera que tú...

Novia: (Interrumpiendo.) Ni me importa. Tengo mucho que pensar.

Muchacha 2: Perdona.

(Leonardo cruza el fondo.)

Novia: (Ve a Leonardo) Y estos momentos son agitados.

Muchacha 1: ¡Nosotras no sabemos nada!

Novia: Ya lo sabréis cuando os llegue la hora. Estos pasos son pasos que cuestan mucho.

Muchacha 1: ¿Te ha disgustado?

Novia: No. Perdonad vosotras.

Muchacha 2: ¿De qué? Pero los dos alfileres sirven para casarse, ¿verdad?

Novia: Los dos.

Muchacha 1: Ahora, que una se casa antes que otra.

Novia: ¿Tantas ganas tenéis?

Muchacha 2: (Vergonzosa) Sí.

Novia: ¿Para qué?

Muchacha 1: Pues... (Abrazando a la segunda.)

(Echan a correr las dos. Llega el novio y, muy despacio, abraza a la novia por detrás.)

Novia: (Con gran sobresalto) ¡Quita!

Novio: ¿Te asustas de mí?

Novia: ¡Ay! ¿Eras tú?

Novio: ¿Quién iba a ser? (Pausa.) Tu padre o yo.

Novia: ¡Es verdad!

Novio: Ahora que tu padre te hubiera abrazado más blando.

Novia: (Sombría) ¡Claro!

Novio: Porque es viejo. (La abraza fuertemente de un modo un poco brusco.)

Novia: (Seca) ¡Déjame!

Novio: ¿Por qué? (La deja.)

Novia: Pues... la gente. Pueden vernos.

(Vuelve a cruzar el fondo la criada, que no mira a los novios.)

Novio: ¿Y qué? Ya es sagrado.

Novia: Sí. pero déjame... Luego.

Novio: ¿Qué tienes? ¡Estás como asustada!

Novia: No tengo nada. No te vayas.

(Sale la mujer de Leonardo.)

Mujer: No quiero interrumpir...

Novio: Dime.

Mujer: ¿Pasó por aquí mi marido?

Novio: No.

Mujer: Es que no le encuentro y el caballo no está tampoco en el establo.

Novio: (Alegre) Debe estar dándole una carrera.

(Se va la mujer, inquieta. Sale la criada.)

Criada: ¿No andáis satisfechos de tanto saludo?

Novio: Yo estoy deseando que esto acabe. La novia está un poco cansada.

Criada: ¿Qué es eso niña?

Novia: ¡Tengo como un golpe en las sienes!

Criada: Una novia de estos montes debe ser fuerte. (Al novio.) Tú eres el único que la puedes curar, porque tuya es. (Sale corriendo.)

Novio: (Abrazándola) Vamos un rato al baile. (La besa.)

Novia: (Angustiada) No. Quisiera echarme en la cama un poco.

Novio: Yo te haré compañía.

Novia: ¡Nunca! ¿Con toda la gente aquí? ¿Qué dirían? Déjame sosegar un momento.

Novio: ¡Lo que quieras! ¡Pero no estés así por la noche!

Novia: (En la puerta) A la noche estaré mejor.

Novio: ¡Que es lo que yo quiero!

(Aparece la madre.)

Madre: Hijo.

Novio: ¿Dónde anda usted?

Madre: En todo ese ruido. ¿Estás contento?

Novio: Sí.

Madre: ¿Y tu mujer?

Novio: Descansa un poco. ¡Mal día para las novias!

Madre: ¿Mal día? El único bueno. Para mí fue como una herencia. (Entra la criada y se dirige al cuarto de la novia.) Es la roturación de las tierras, la plantación de árboles nuevos.

Novio: ¿Usted se va a ir?

Madre: Sí. Yo tengo que estar en mi casa.

Novio: Sola.

Madre: Sola, no. Que tengo la cabeza llena de cosas y de hombres y de luchas.

Novio: Pero luchas que ya no son luchas.

(Sale la criada rápidamente; desaparece corriendo por el fondo.)

Madre: Mientras una vive, lucha.

Novio: ¡Siempre la obedezco!

Madre: Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notas arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que mandas. Así aprendí de tu padre. Y como no lo tienes, tengo que ser yo la que te enseñe estas fortalezas.

Novio: Yo siempre haré lo que usted mande.

Padre: (Entrando) ¿Y mi hija?

Novio: Está dentro.

Muchacha 1: ¡Vengan los novios, que vamos a bailar la rueda!

Mozo 1: (Al novio) Tú la vas a dirigir

Padre: (Saliendo) ¡Aquí no está!

Novio: ¿No?

Padre: Debe haber subido a la baranda.

Novio: ¡Voy a ver! (Entra.)

(Se oye algazara y guitarras.)

Muchacha 1: ¡Ya ha empezado! (Sale.)

Novio: (Saliendo) No está.

Madre: (Inquieta) ¿No?

Padre: ¿Y a dónde puede haber ido?

Criada: (Entrando) Y la niña. ¿dónde está?

Madre: (Seria) No lo sabemos.

(Sale el novio. Entran tres invitados.)

Padre: (Dramático) Pero ¿no está en el baile?

Criada: En el baile no está.

Padre: (Con arranque) Hay mucha gente. ¡Mirad!

Criada: ¡Ya he mirado!

Padre: (Trágico) ¿Pues dónde está?

Novio: (Entrando) Nada. En ningún sitio.

Madre: (Al padre) ¿Qué es esto? ¿Dónde está tu hija?

(Entra la mujer de Leonardo.)

Mujer: ¡Han huido! ¡Han huido! Ella y Leonardo. En el caballo. Van abrazados, como una exhalación.

Padre: ¡No es verdad! ¡Mi hija, no!

Madre: ¡Tu hija, sí! Planta de mala madre, y él, él también, él. Pero ¡ya es la mujer de mi hijo!

Novio: (Entrando) ¡Vamos detrás! ¿Quién tiene un caballo?

Madre: ¿Quién tiene un caballo ahora mismo, quién tiene un caballo? Que le daré todo lo que tengo, mis ojos y hasta mi lengua...

Voz: Aquí hay uno.

Madre: (Al hijo) ¡Anda! ¡Detrás! (Salen con dos mozos.) No. No vayas. Esa gente mata pronto y bien...; ¡pero sí, corre, y yo detrás!

Padre: No será ella. Quizá se haya tirado al aljibe.

Madre: Al agua se tiran las honradas, las limpias; ¡esa, no! Pero ya es mujer de mi hijo. Dos bandos. Aquí hay ya dos bandos. (Entran todos.) Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo. (La gente se separa en dos grupos.) Porque tiene gente; que son: sus primos del mar y todos los que llegan de tierra adentro. ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo con el mío. ¡Atrás! ¡Atrás!

 

Telón

 

Acto tercero

CUADRO PRIMERO

 

Bosque. Es de noche. Grandes troncos húmedos. Ambiente oscuro. Se oyen dos violines. Salen tres leñadores.

 

Leñador 1: ¿Y los han encontrado?

Leñador 2: No. Pero los buscan por todas partes.

Leñador 3: Ya darán con ellos.

Leñador 2: ¡Chisss!

Leñador 3: ¿Qué?

Leñador 2: Parece que se acercan por todos los caminos a la vez.

Leñador 1: Cuando salga la luna los verán.

Leñador 2: Debían dejarlos.

Leñador 1: El mundo es grande. Todos pueden vivir de él.

Leñador 3: Pero los matarán.

Leñador 2: Hay que seguir la inclinación: han hecho bien en huir.

Leñador 1: Se estaban engañando uno a otro y al fin la sangre pudo más.

Leñador 3: ¡La sangre!

Leñador 1: Hay que seguir el camino de la sangre.

Leñador 2: Pero sangre que ve la luz se la bebe la tierra.

Leñador 1: ¿Y qué? Vale más ser muerto desangrado que vivo con ella podrida.

Leñador 3: Callar.

Leñador 1: ¿Qué? ¿Oyes algo?

Leñador 3: Oigo los grillos, las ranas, el acecho de la noche.

Leñador 1: Pero el caballo no se siente.

Leñador 3: No

Leñador 1: Ahora la estará queriendo.

Leñador 2: El cuerpo de ella era para él y el cuerpo de él para ella.

Leñador 3: Los buscan y los matarán.

Leñador 1: Pero ya habrán mezclado sus sangres y serán como dos cántaros vacíos, como dos arroyos secos.

Leñador 2: Hay muchas nubes y será fácil que la luna no salga.

Leñador 3: El novio los encontrará con luna o sin luna. Yo lo vi salir. Como una estrella furiosa. La cara color ceniza. Expresaba el sino de su casta.

Leñador 1: Su casta de muertos en mitad de la calle.

Leñador 2: ¡Eso es!

Leñador 3: ¿Crees que ellos lograrán romper el cerco?

Leñador 2: Es difícil. Hay cuchillos y escopetas a diez leguas a la redonda.

Leñador 3: Él lleva buen caballo.

Leñador 2: Pero lleva una mujer.

Leñador 1: Ya estamos cerca.

Leñador 2: Un árbol de cuarenta ramas. Lo cortaremos pronto.

Leñador 3: Ahora sale la luna. Vamos a darnos prisa.

(Por la izquierda surge una claridad)

Leñador 1: ¡Ay luna que sales! Luna de las hojas grandes.

Leñador 2: ¡Llena de jazmines de sangre!

Leñador 1: ¡Ay luna sola! ¡Luna de las verdes hojas!

Leñador 2: Plata en la cara de la novia.

Leñador 3: ¡Ay luna mala! Deja para el amor la oscura rama.

Leñador 1: ¡Ay triste luna! ¡Deja para el amor la rama oscura!

(Salen. Por la claridad de la izquierda aparece la Luna. La Luna es un leñador joven, con la cara blanca. La escena adquiere un vivo resplandor azul.)

Luna: Cisne redondo en el río; ojo de las catedrales; alba fingida en las hojas; soy; ¡no podrán escaparse!; ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza; por la maleza del valle? La luna deja un cuchillo; abandonado en el aire; que siendo acecho de plomo; quiere ser dolor de sangre. ¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada; por paredes y cristales! ¡Abrid tejados y pechos, donde pueda calentarme! ¡Tengo frío! Mis cenizas; de soñolientos metales; buscan la cresta del fuego; por los montes y las calles. Pero me lleva la nieve; sobre su espalda de jaspe; y me anega, dura y fría; el agua de los estanques. Pues esta noche tendrán; mis mejillas roja sangre; y los juncos agrupados; en los anchos pies del aire. ¡No haya sombra ni emboscada; que no puedan escaparse! ¡Que quiero entrar en un pecho; para poder calentarme! ¡Un corazón para mí! ¡Caliente!, que se derrame; por los montes de mi pecho; dejadme entrar, ¡ay, dejadme! (A las ramas.) No quiero sombras. Mis rayos; han de entrar en todas partes; y haya en los troncos oscuros; un rumor de claridades; para que esta noche tengan; mis mejillas dulce sangre; y los juncos agrupados; en los anchos pies del aire. ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo; una fiebre de diamante.

(Desaparece entre los troncos y vuelve la escena a su luz oscura. Sale una anciana totalmente cubierta por tenues paños verdeoscuros. Lleva los pies descalzos. Apenas si se le verá el rostro entre los pliegues. Este personaje no figura en el reparto.)

Mendiga: Esa luna se va, y ellos se acercan. De aquí no pasan. El rumor del río; apagará con el rumor de troncos; el desgarrado vuelo de los gritos. Aquí ha de ser, y pronto. Estoy cansada. Abren los cofres, y los blancos hilos; aguardan por el suelo de la alcoba; cuerpos pesados con el cuello herido. No se despierte un pájaro y la brisa; recogiendo en su falda los gemidos; huya con ellos por las negras copas; o los entierre por el blanco limo. ¡Esa luna, esa luna! (Impaciente.) ¡Esa luna, esa luna! (Aparece la luna. Vuelve la luz intensa.)

Luna: Ya se acercan. Unos por la cañada y otros por el río. Voy a alumbrar las piedras. ¿Qué necesitas?

Mendiga: Nada.

Luna: El aire va llegando duro, con doble filo.

Mendiga: Ilumina el chaleco y aparta los botones; que después las navajas ya saben el camino.

Luna: Pero que tarden mucho en morir. Que la sangre; me ponga entre los dedos su delicado silbo. ¡Mira que ya mis valles de ceniza despiertan; en ansia de esta fuente de chorro estremecido!

Mendiga: No dejemos que pasen el arroyo. ¡Silencio!

Luna: ¡Allí vienen!

(Se va. Queda la escena a oscuras.)

Mendiga: ¡De prisa! Mucha luz. ¿Me has oído? ¡No pueden escaparse!

(Entran el novio y mozo 1. La mendiga se sienta y se tapa con el manto.)

Novio: Por aquí.

Mozo 1: No los encontrarás.

Novio: (Enérgico) ¡Sí los encontraré!

Mozo 1: Creo que se han ido por otra vereda.

Novio: No. Yo sentí hace un momento el galope.

Mozo 1: Sería otro caballo.

Novio: (Dramático) Oye. No hay más que un caballo en el mundo, y es este. ¿Te has enterado? Si me sigues, sígueme sin hablar.

Mozo 1: Es que yo quisiera...

Novio: Calla. Estoy seguro de encontrármelos aquí. ¿Ves este brazo? Pues no es mi brazo. Es el brazo de mi hermano y el de mi padre y el de toda mi familia que está muerta. Y tiene tanto poderío, que puede arrancar este árbol de raíz si quiere. Y vamos pronto, que siento los dientes de todos los míos clavados aquí de una manera que se me hace imposible respirar tranquilo.

Mendiga: (Quejándose) ¡Ay!

Mozo 1: ¿Has oído?

Novio: Vete por ahí y da la vuelta.

Mozo 1: Esto es una caza.

Novio: Una caza. La más grande que se puede hacer.

(Se va el mozo. El novio se dirige rápidamente hacia la izquierda y tropieza con la mendiga, la Muerte)

Mendiga: ¡Ay!

Novio: ¿Qué quieres?

Mendiga: Tengo frío.

Novio: ¿Adónde te diriges?

Mendiga: (Siempre quejándose como una mendiga) Allá lejos...

Novio: ¿De dónde vienes?

Mendiga: De allí.... de muy lejos.

Novio: ¿Viste un hombre y una mujer que corrían montados en un caballo?

Mendiga: (Despertándose) Espera... (Lo mira.) Hermoso galán. (Se levanta.) Pero mucho más hermoso si estuviera dormido.

Novio: Dime, contesta, ¿los viste?

Mendiga: Espera... ¡Qué espaldas más anchas! ¿Cómo no te gusta estar tendido sobre ellas y no andar sobre las plantas de los pies, que son tan chicas?

Novio: (Zamarreándola) ¡Te digo si los viste! ¿Han pasado por aquí?

Mendiga: (Enérgica) No han pasado; pero están saliendo de la colina. ¿No los oyes?

Novio: No.

Mendiga: ¿Tú no conoces el camino?

Novio: ¡Iré, sea como sea!

Mendiga: Te acompañaré. Conozco esta tierra.

Novio: (Impaciente) ¡Pero vamos! ¿Por dónde?

Mendiga: (Dramática) ¡Por allí!

(Salen rápidos. Se oyen lejanos dos violines que expresan el bosque. Vuelven los leñadores. Llevan las hachas al hombro. Pasan lentos entre los troncos.)

Leñador 1: ¡Ay muerte que sales! Muerte de las hojas grandes.

Leñador 2: ¡No abras el chorro de la sangre!

Leñador 1: ¡Ay muerte sola! Muerte de las secas hojas.

Leñador 3: ¡No cubras de flores la boda!

Leñador 2: ¡Ay triste muerte! Deja para el amor la rama verde.

Leñador 1: ¡Ay muerte mala! ¡Deja para el amor la verde rama!

(Van saliendo mientras hablan. Aparecen Leonardo y la novia.)

Leonardo: ¡Calla!

Novia: Desde aquí yo me iré sola. ¡Vete! ¡Quiero que te vuelvas!

Leonardo: ¡Calla, digo!

Novia: Con los dientes; con las manos, como puedas; quita de mi cuello honrado; el metal de esta cadena; dejándome arrinconada; allá en mi casa de tierra. Y si no quieres matarme; como a víbora pequeña; pon en mis manos de novia; el cañón de la escopeta. ¡Ay, qué lamento, qué fuego; me sube por la cabeza! ¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!

Leonardo: Ya dimos el paso; ¡calla! Porque nos persiguen cerca; y te he de llevar conmigo.

Novia: ¡Pero ha de ser a la fuerza!

Leonardo: ¿A la fuerza? ¿Quién bajó; primero las escaleras?

Novia: Yo las bajé.

Leonardo: ¿Quién le puso; al caballo bridas nuevas?

Novia: Yo misma. Verdad.

Leonardo: ¿Y qué manos; me calzaron las espuelas?

Novia: Estas manos que son tuyas; pero que al verte quisieran; quebrar las ramas azules; y el murmullo de tus venas. ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta! Que si matarte pudiera; te pondría una mortaja; con los filos de violetas. ¡Ay, qué lamento, qué fuego; me sube por la cabeza!

Leonardo: ¡Qué vidrios se me clavan en la lengua! Porque yo quise olvidar; y puse un muro de piedra; entre tu casa y la mía. Es verdad. ¿No lo recuerdas? Y cuando te vi de lejos; me eché en los ojos arena. Pero montaba a caballo; y el caballo iba a tu puerta. Con alfileres de plata; mi sangre se puso negra; y el sueño me fue llenando; las carnes de mala hierba. Que yo no tengo la culpa; que la culpa es de la tierra; y de ese olor que te sale; de los pechos y las trenzas.

Novia: ¡Ay que sinrazón! No quiero; contigo cama ni cena; y no hay minuto del día; que estar contigo no quiera; porque me arrastras y voy; y me dices que me vuelva; y te sigo por el aire; como una brizna de hierba. He dejado a un hombre duro; y a toda su descendencia; en la mitad de la boda; y con la corona puesta. Para ti será el castigo; y no quiero que lo sea. ¡Déjame sola! ¡Huye tú! No hay nadie que te defienda.

Leonardo: Pájaros de la mañana; por los árboles se quiebran. La noche se está muriendo; en el filo de la piedra. Vamos al rincón oscuro; donde yo siempre te quiera; que no me importa la gente; ni el veneno que nos echa.

(La abraza fuertemente.)

Novia: Y yo dormiré a tus pies; para guardar lo que sueñas. Desnuda, mirando al campo; como si fuera una perra, (Dramática.) ¡porque eso soy! Que te miro; y tu hermosura me quema.

Leonardo: Se abrasa lumbre con lumbre. La misma llama pequeña; mata dos espigas juntas. ¡Vamos!

(La arrastra.)

Novia: ¿Adónde me llevas?

Leonardo: A donde no puedan ir; estos hombres que nos cercan. ¡Donde yo pueda mirarte!

Novia: (Sarcástica) Llévame de feria en feria; dolor de mujer honrada; a que las gentes me vean; con las sábanas de boda; al aire como banderas.

Leonardo: También yo quiero dejarte; si pienso como se piensa. Pero voy donde tú vas. Tú también. Da un paso. Prueba. Clavos de luna nos funden; mi cintura y tus caderas.

(Toda esta escena es violenta, llena de gran sensualidad.)

Novia: ¿Oyes?

Leonardo: Viene gente.

Novia: ¡Huye! Es justo que yo aquí muera; con los pies dentro del agua, espinas en la cabeza.

Y que me lloren las hojas; mujer perdida y doncella.

Leonardo: Cállate. Ya suben.

Novia: ¡Vete!

Leonardo: Silencio. Que no nos sientan. Tú delante. ¡Vamos, digo!

(Vacila la novia)

Novia: ¡Los dos juntos!

Leonardo: (Abrazándola) ¡Como quieras! Si nos separan, será; porque esté muerto.

Novia: Y yo muerta.

(Salen abrazados. Aparece la luna muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz azul. Se oyen los dos violines. Bruscamente se oyen dos largos gritos desgarrados y se corta la música de los violines. Al segundo grito aparece la mendiga y queda de espaldas. Abre el manto y queda en el centro, como un gran pájaro de alas inmensas. La luna se detiene. El telón baja en medio de un silencio absoluto.)

 

Telón

 

Acto tercero

CUADRO SEGUNDO

 

Habitación blanca con arcos y gruesos muros. A la derecha y a la izquierda, escaleras blancas. Gran arco al fondo y pared del mismo color. El suelo será también de un blanco reluciente. Esta habitación simple tendrá un sentido monumental de iglesia. No habrá ni un gris, ni una sombra, ni siquiera lo preciso para la perspectiva. Dos muchachas vestidas de azul oscuro están devanando una madeja roja.

 

Muchacha 1: Madeja, madeja; ¿qué quieres hacer?

Muchacha 2: Jazmín de vestido; cristal de papel. Nacer a las cuatro; morir a las diez. Ser hilo de lana; cadena a tus pies; y nudo que apriete; amargo laurel.

Niña: (Cantando) ¿Fuiste a la boda?

Muchacha 1: No.

Niña: ¡Tampoco fui yo! ¿Qué pasaría; por los tallos de la viña? ¿Qué pasaría; por el ramo de la oliva? ¿Qué pasó; que nadie volvió? ¿Fuiste a la boda?

Muchacha 2: Hemos dicho que no.

Niña: (Yéndose) ¡Tampoco fui yo!

Muchacha 2: Madeja, madeja; ¿qué quieres cantar?

Muchacha 1: Heridas de cera; dolor de arrayán. Dormir la mañana; de noche velar.

Niña: (En la puerta) El hilo tropieza; con el pedernal. Los montes azules; lo dejan pasar. Corre, corre, corre; y al fin llegará; a poner cuchillo; y a quitar el pan.

(Se va.)

Muchacha 2: Madeja. Madeja; ¿qué quieres decir?

Muchacha 1: Amante sin habla. Novio carmesí. Por la orilla muda; tendidos los vi. (Se detiene mirando la madeja.)

Niña: (Asomándose a la puerta) Corre, corre, corre; el hilo hasta aquí. Cubiertos de barro; los siento venir. ¡Cuerpos estirados; paños de marfil! (Se va. Aparece la mujer y la suegra de Leonardo. Llegan angustiadas.)

Muchacha 1: ¿Vienen ya?

Suegra: (Agria) No sabemos.

Muchacha 2: Qué contáis de la boda?

Muchacha 1: Dime.

Suegra: (Seca) Nada.

Mujer: Quiero volver para saberlo todo.

Suegra: (Enérgica) Tú, a tu casa. Valiente y sola en tu casa. A envejecer y a llorar. Pero la puerta cerrada. Nunca. Ni muerto ni vivo. Clavaremos las ventanas. Y vengan lluvias y noches; sobre las hierbas amargas.

Mujer: ¿Qué habrá pasado?

Suegra: No importa. Échate un velo en la cara. Tus hijos son hijos tuyos; nada más. Sobre la cama; pon una cruz de ceniza; donde estuvo su almohada. (Salen.)

Mendiga: (A la puerta) Un pedazo de pan, muchachas.

Niña: ¡Vete! (Las muchachas se agrupan.)

Mendiga: ¿Por qué?

Niña: Porque tú gimes: vete.

Muchacha 1: ¡Niña!

Mendiga: ¡Pude pedir tus ojos! Una nube; de pájaros me sigue: ¿quieres uno?

Niña: ¡Yo me quiero marchar!

Muchacha 2: (A la mendiga) ¡No le hagas caso!

Muchacha 1: ¿Vienes por el camino del arroyo?

Mendiga: Por allí vine.

Muchacha 1: (Tímida) ¿Puedo preguntarte?

Mendiga: Yo los vi; pronto llegan: dos torrentes; quietos al fin entre las piedras grandes; dos hombres en las patas del caballo. Muertos en la hermosura de la noche. (Con delectación.) Muertos sí, muertos.

Muchacha 1: ¡Calla, vieja, calla!

Mendiga: Flores rotas los ojos, y sus dientes; dos puñados de nieve endurecida. Los dos cayeron, y la novia vuelve; teñida en sangre falda y cabellera. Cubiertos con dos mantas ellos vienen; sobre los hombros de los mozos altos. Así fue; nada más. Era lo justo. Sobre la flor del oro, sucia arena.

(Se va. Las muchachas inclinan la cabeza y rítmicamente van saliendo.)

Muchacha 1: Sucia arena.

Muchacha 2: Sobre la flor del oro.

Niña: Sobre la flor del oro; traen a los novios del arroyo. Morenito el uno; morenito el otro. ¡Qué ruiseñor de sombra vuela y gime; sobre la flor del oro! (Se va. Queda la escena sola. Aparece la madre con una vecina. La vecina viene llorando.)

Madre: Calla.

Vecina: No puedo.

Madre: Calla, he dicho. (En la puerta.) ¿No hay nadie aquí? (Se lleva las manos a la frente.) Debía contestarme mi hijo. Pero mi hijo es ya un brazado de flores secas. Mi hijo es ya una voz oscura detrás de los montes. (Con rabia, a la vecina.) ¿Te quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Vuestras lágrimas son lágrimas de los ojos nada más, y las mías vendrán cuando yo esté sola, de las plantas de los pies, de mis raíces, y serán más ardientes que la sangre.

Vecina: Vente a mi casa; no te quedes aquí.

Madre: Aquí. Aquí quiero estar. Y tranquila. Ya todos están muertos. A medianoche dormiré, dormiré sin que ya me aterren la escopeta o el cuchillo. Otras madres se asomarán a las ventanas, azotadas por la lluvia, para ver el rostro de sus hijos. Yo, no. Yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto. Pero no; camposanto, no, camposanto, no; lecho de tierra, cama que los cobija y que los mece por el cielo. (Entra una mujer de negro que se dirige a la derecha y allí se arrodilla. A la vecina.) Quítate las manos de la cara. Hemos de pasar días terribles. No quiero ver a nadie. La tierra y yo. Mi llanto y yo. Y estas cuatro paredes. ¡Ay! ¡Ay! (Se sienta transida.)

Vecina: Ten caridad de tí misma.

Madre: (Echándose el pelo hacia atrás) He de estar serena. (Se sienta.) Porque vendrán las vecinas y no quiero que me vean tan pobre. ¡Tan pobre! Una mujer que no tiene un hijo siquiera que poderse llevar a los labios.

(Aparece la novia. Viene sin azahar y con un manto negro.)

Vecina: (Viendo a la novia, con rabia) ¿Dónde vas?

Novia: Aquí vengo.

Madre: (A la vecina) ¿Quién es?

Vecina: ¿No la reconoces?

Madre: Por eso pregunto quién es. Porque tengo que no reconocerla, para no clavarla mis dientes en el cuello. ¡Víbora! (Se dirige hacia la novia con ademán fulminante; se detiene. A la vecina.) ¿La ves? Está ahí, y está llorando, y yo quieta, sin arrancarle los ojos. No me entiendo. ¿Será que yo no quería a mi hijo? Pero, ¿y su honra? ¿Dónde está su honra? (Golpea a la novia. Ésta cae al suelo.)

Vecina: ¡Por Dios! (Trata de separarlas.)

Novia: (A la vecina) Déjala; he venido para que me mate y que me lleven con ellos. (A la madre.) Pero no con las manos; con garfios de alambre, con una hoz, y con fuerza, hasta que se rompa en mis huesos. ¡Déjala! Que quiero que sepa que yo soy limpia, que estaré loca, pero que me puedan enterrar sin que ningún hombre se haya mirado en la blancura de mis pechos.

Madre: Calla, calla; ¿qué me importa eso a mí?

Novia: ¡Porque yo me fui con el otro, me fui! (Con angustia) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien!. Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!

(Entra una vecina.)

Madre: Ella no tiene culpa, ¡ni yo! (Sarcástica.) ¿Quién la tiene, pues? ¡Floja, delicada, mujer de mal dormir es quien tira una corona de azahar para buscar un pedazo de cama calentado por otra mujer!

Novia: ¡Calla, calla! Véngate de mí; ¡aquí estoy! Mira que mi cuello es blando; te costará menos trabajo que segar una dalia de tu huerto. Pero ¡eso no! Honrada, honrada como una niña recién nacida. Y fuerte para demostrártelo. Enciende la lumbre. Vamos a meter las manos; tú por tu hijo; yo, por mi cuerpo. La retirarás antes tú. (Entra otra vecina.)

Madre: Pero ¿qué me importa a mí tu honradez? ¿Qué me importa tu muerte? ¿Qué me importa a mí nada de nada? Benditos sean los trigos, porque mis hijos están debajo de ellos; bendita sea la lluvia, porque moja la cara de los muertos. Bendito sea Dios, que nos tiende juntos para descansar. (Entra otra vecina.)

Novia: Déjame llorar contigo.

Madre: Llora, pero en la puerta. (Entra la niña. La novia queda en la puerta. La madre en el centro de la escena.)

Mujer: (Entrando y dirigiéndose a la izquierda) Era hermoso jinete; y ahora montón de nieve. Corría ferias y montes; y brazos de mujeres. Ahora, musgo de noche; le corona la frente.

Madre: Girasol de tu madre; espejo de la tierra. Que te pongan al pecho; cruz de amargas adelfas; sábana que te cubra; de reluciente seda; y el agua forme un llanto; entre tus manos quietas.

Mujer: ¡Ay, qué cuatro muchachos; llegan con hombros cansados!

Novia: ¡Ay, qué cuatro galanes; traen a la muerte por el aire!

Madre: Vecinas.

Niña: (En la puerta) Ya los traen.

Madre: Es lo mismo. La cruz, la cruz.

Mujeres: Dulces clavos, dulce cruz, dulce nombre, de Jesús.

Novia: Que la cruz ampare a muertos y vivos.

Madre: Vecinas: con un cuchillo; con un cuchillito; en un día señalado, entre las dos y las tres; se mataron los dos hombres del amor. Con un cuchillo; con un cuchillito; que apenas cabe en la mano; pero que penetra fino; por las carnes asombradas; y que se para en el sitio; donde tiembla enmarañada; la oscura raíz del grito.

Novia: Y esto es un cuchillo; un cuchillito; que apenas cabe en la mano; pez sin escamas ni río; para que un día señalado, entre las dos y las tres; con este cuchillo; se queden dos hombres duros; con los labios amarillos.

Madre: Y apenas cabe en la mano; pero que penetra frío; por las carnes asombradas; y allí se para, en el sitio; donde tiembla enmarañada; la oscura raíz del grito.

(Las vecinas, arrodilladas en el suelo, lloran.)

 

TELÓN.

 

Lírica

 

Nuevo Amanecer

 

Hoy después de ver las estaciones pasar,

te hablé de un mundo que podía ser perfecto,

tus ojos tan oscuros no pude mirar,

hablar de un amor creciente de amor cierto.

 

Escuché sobre tus lluvias y tus veranos,

tan bella morena tan firme e indecisa,

imaginé playas tomados de las manos,

tu largo cabello volando con la brisa.

 

Hoy después de ver las estaciones pasar,

mi corazón llora mis ojos gritan.

Hoy después de haber intentado y fallado,

un nuevo amanecer ha llegado.

 

Pero fui torpe y no me supe explicar,

me miraste como a quien comete un pecado,

las palabras que hoy brotan no te supe dar,

hoy un nuevo amanecer ha llegado.

 

 

Soneto


 


Palabras a mi madre

(Alfonsina Storni)

 

No las grandes verdades yo te pregunto, que
no las contestarías; solamente investigo
si, cuando me gestaste, fue la luna testigo,
por los oscuros patios en flor, paseándose.

 

Y si, cuando en tu seno de fervores latinos
yo escuchando dormía, un ronco mar sonoro

te adormeció las noches, y miraste, en el oro
del crepúsculo, hundirse los pájaros marinos.

 

Porque mi alma es toda fantástica, viajera,
y la envuelve una nube de locura ligera
cuando la luna nueva sube al cielo azulino.

 

Y gusta, si el mar abre sus fuertes pebeteros.
Arrullada en un claro cantar de marineros
mirar las grandes aves que pasan sin destino.

 

 

Soneto LXVI

(Pablo Neruda)

 

No te quiero sino porque te quiero 
y de quererte a no quererte llego 
y de esperarte cuando no te espero 
pasa mi corazón del frío al fuego.

 

Te quiero sólo porque a ti te quiero, 
te odio sin fin, y odiándote te ruego, 
y la medida de mi amor viajero 
es no verte y amarte como un ciego.

 

Tal vez consumirá la luz de Enero, 
su rayo cruel, mi corazón entero, 
robándome la llave del sosiego.

 

En esta historia sólo yo me muero 
y moriré de amor porque te quiero, 
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.



Romancero

 


 

La doncella guerrera

 

Pregonadas son las guerras

de Francia para Aragón, 
¡Cómo las haré yo, triste,

viejo y cano, pecador! 
¡No reventaras, condesa,

por medio del corazón, 
que me diste siete hijas,

y entre ellas ningún varón! 
Allí habló la más chiquita,

en razones la mayor: 
—No maldigáis a mi madre,

que a la guerra me iré yo; 
me daréis las vuestras armas,

vuestro caballo trotón. 
—Conoceránte en los pechos,

que asoman bajo el jubón. 
—Yo los apretaré, padre,

al par de mi corazón. 
—Tienes las manos muy blancas,

hija no son de varón. 
—Yo les quitaré los guantes

para que las queme el sol. 
—Conocerante en los ojos,

que otros más lindos no son. 
—Yo los revolveré, padre,

como si fuera un traidor. 
Al despedirse de todos,

se le olvida lo mejor: 
—¿Cómo me he de llamar, padre?

—Don Martín el de Aragón. 
—Y para entrar en las cortes,

padre ¿cómo diré yo? 
—Besoos la mano, buen rey,

las cortes las guarde Dios. 
Dos años anduvo en guerra

y nadie la conoció 
si no fue el hijo del rey

que en sus ojos se prendó. 
—Herido vengo, mi madre,

de amores me muero yo; 
los ojos de Don Martín

son de mujer, de hombre no. 
—Convídalo tú, mi hijo,

a las tiendas a feriar, 
si Don Martín es mujer,

las galas ha de mirar. 
Don Martín como discreto,

a mirar las armas va: 
—¡Qué rico puñal es éste,

para con moros pelear! 

—Herido vengo, mi madre,

amores me han de matar, 
los ojos de Don Martín

oban el alma al mirar. 
—Llevarasla tú, hijo mío,

a la huerta a solazar; 
si Don Martín es mujer,

a los almendros irá. 
Don Martín deja las flores,

un vara va a cortar: 
—¡Oh, qué varita de fresno

para el caballo arrear! 
—Hijo, arrójale al regazo

tus anillas al jugar: 
si Don Martín es varón,

las rodillas juntará; 
pero si las separase,

por mujer se mostrará. 
Don Martín muy avisado

hubiéralas de juntar. 
—Herido vengo, mi madre,

amores me han de matar; 
los ojos de Don Martín

nunca los puedo olvidar. 
—Convídalo tú, mi hijo,

en los baños a nadar. 
Todos se están desnudando;

Don Martín muy triste está: 
—Cartas me fueron venidas,

cartas de grande pesar, 
que se halla el Conde mi padre

enfermo para finar. 
Licencia le pido al rey

para irle a visitar. 
—Don Martín, esa licencia

no te la quiero estorbar. 
Ensilla el caballo blanco,

de un salto en él va a montar; 
por unas vegas arriba

corre como un gavilán: 
—Adiós, adiós, el buen rey,

y tu palacio real; 
que dos años te sirvió

una doncella leal!. 
Óyela el hijo del rey,

trás ella va a cabalgar. 
—Corre, corre, hijo del rey

que no me habrás de alcanzar 
hasta en casa de mi padre

si quieres irme a buscar. 
Campanitas de mi iglesia,

ya os oigo repicar; 
puentecito, puentecito

del río de mi lugar, 
una vez te pasé virgen,

virgen te vuelvo a pasar. 
Abra las puertas, mi padre,

ábralas de par en par. 
Madre, sáqueme la rueca

que traigo ganas de hilar, 
que las armas y el caballo

bien los supe manejar. 
Tras ella el hijo del rey

a la puerta fue a llamar.



 

 


Hitoria del arte

 


Romanticismo (S. XVIII)



El trovador

(Johann Wolfgang von Goethe)

 

¿Qué acento afuera del portal resuena?

¿Qué rumor de la fuente el aire agita?

Dejad que el canto que el espacio llena

en la real estancia se repita.

A la voz de su rey, que así lo ordena,

el paje a obedecer se precipita,

y cuando vuelve, dice el soberano,

haced entrar al trovador anciano.

 

¡Salud! hidalgos y gentiles hombres,

¡Salud! señoras de belleza rara,

de tanta estrella, ¿quién sabrá los nombres?

¿Quién se atreve a mirarlas cara a cara?

Humilde corazón no aquí te asombres

ante esplendor y pompa tan preclara,

y ciérrense mis ojos que para ellos

no han de ser espectáculos tan bellos.

 

Cierra los ojos y del arpa brota

bajo su mano, excelsa melodía

que con el canto confundida flota

en raudal de purísima armonía.

 

 

 

 

Sol del que triste vela

(Lord Byron)

 

¡Sol del que triste vela,

astro de cumbre fría,

cuyos trémulos rayos de la noche

para mostrar las sombras sólo brillan.

!Oh, cuánto te asemeja

de la pasada dicha

al pálido recuerdo, que del alma

sólo hace ver la soledad umbría!

 

Reflejo de una llama

oculta o extinguida,

llena la mente, pero no la enciende;

vive en el alma, pero no lo anima.

Descubre cual tú, sombras

que esmalta o acaricia,

y como a ti, tan sólo la contempla

el dolor mudo en férvida vigilia.



Realismo (S. XIX)

 


Te quiero

(Honoré de Balzac)

 

Te quiero sin explicaciones,

 llamando amor a mis sentimientos

y besando tu boca para emocionarme,

 te quiero sin motivos y con motivos,

 te quiero por ser tú.

 

Es bonito decir te quiero,

pero más bonito es decir te quiero,

 lo siento y te lo demostraré.

 

No tengo alas para ir al cielo,

pero tengo palabras para decir... te Quiero.

 

 El amor no es sólo un sentimiento.

Es también un arte.

 

 

 

 

 

 

La emilianda

(Benito Pérez Galdós)

Un ruido sordo en el recinto suena
y los valientes de pavor transidos
contemplen todo con horrible pena
sus furores en miedo convertidos.


La herrada puerta entre sus goznes gira
y en el dintel don Lucas se abalanza
bañado el rostro, que terror inspira,
con la sonrisa cruel de la venganza.
Con ojos de Satán la turba mira,
cual tigre se apresta a la matanza,
cual hambriento cóndor que ve delante
rojo montón de carne palpitante.


Disperso corre el engreído bando
a la vista del jefe furibundo,
con vergüenza y despecho deseando
que se lo trague el ámbito profundo.
¡Esclavo sin razón!, ¿por qué combates?
Humíllate al poder de los magnates.

 



 

Modernismo (S. XIX)

 


La muerte de la luna

(Leopoldo Lugones)

 

En el parque confuso
Que con lánguidas brisas el cielo sahúma,
El ciprés, como un huso,
Devana un ovillo de de bruma.
El telar de la luna tiende en plata su urdimbre;
Abandona la rada un lúgubre corsario,
Y después suena un timbre
En el vecindario.

Sobre el horizonte malva
De una mar argentina,
En curva de frente calva
La luna se inclina,
O bien un vago nácar disemina
Como la valva
De una madreperla a flor del agua marina.



Un brillo de lóbrego frasco
Adquiere cada ola,
Y la noche cual enorme peñasco
Va quedándose inmensamente sola.

 

 



Forma el tic-tac de un reloj accesorio,
La tela de la vida, cual siniestro pespunte.
Flota en la noche de blancor mortuorio
Una benzoica insispidez de sanatorio,
Y cada transeúnte
Parece una silueta del Purgatorio.

Con emoción prosaica,
Suena lejos, en canto de lúgubre alarde,
Una voz de hombre desgraciado, en que arde
El calor negro del rom de Jamaica.
Y reina en el espíritu con subconsciencie arcaica,
El miedo de lo demasiado tarde.

Tras del horizonte abstracto,
Húndese al fin la luna con lúgubre abandono,
Y las tinieblas palpan como el tacto
De un helado y sombrío mono.
Sobre las lunares huellas,
A un azar de eternidad y desdicha,
Orión juega su ficha
En problemático dominó de estrellas.

 


El frescor nocturno
Triunfa de tu amoroso empeño,
Y domina tu frente con peso taciturno
El negro racimo del sueño.
En el fugaz desvarío
Con que te embargan soñadas visiones,
Vacilan las constelaciones;
Y en tu sueño formado de aroma y de estío,
Flota un antiguo cansancio
De Bizancio...

Languideciendo en la íntima baranda,
Sin ilusión alguna
Contestas a mi trémula demanda.
Al mismo tiempo que la luna,
Una gran perla se apaga en tu meñique;
Disipa la brisa retardados sonrojos;
Y el cielo como una barca que se va a pique,
Definitivamente naufraga en tus ojos.





 

 

 

Vanguardias (S. XX)

 


Impresionismo


(Marcel Proust)

 

En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño,

que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques,

—cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,

pájaro melancólico y a veces risueño.

 

Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado,

contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.

Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba,

cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.

 

Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,

buscando la acción, el placer, palabras oscuras:

Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.

¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.

 

¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama,

se apagó, me abandonó por el sol?

Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño,

que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».

 

El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma,

el alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!

Sonámbulos lamentos acariciados o heridos,

¿hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?

 


 

Expresionismo

 


(Franz Werfeld)



Le dio un beso de despedida

y todavía tomé nerviosamente tu mano.

Te aviso una y otra vez:

Cuidado con esto y aquello

el hombre es mudo.



¿Cuándo es que el pito, suene el pito, finalmente?

Siento que nunca más te voy a ver en este mundo.

Y digo palabras simples - no entiendo.

El hombre es estúpido.


 


Sé que, si te perdiese,

quedaría muerto, muerto, muerto, muerto.

Y todavía así, quería huir.

Dios mio, como me apetece un cigarro!

el hombre es estúpido.

 

Se había ido

Yo por mi, perdido por las calles y ahogado por las lágrimas,

miro a mi alrededor, confundido.

 

Porque ni las lágrimas pueden decir

lo que queremos decir verdaderamente.




Dadaísmo

El mejor pavimiento también es bendición roja (Walter Serner)

           

Cacharros apilados en el suelo:

cuán dulces los labios de Ninalla sorben Pommery greno first

Minkoff, un ruso de pura cepa, se despista en un atajo

Palmas bambolean en torno: senos usados turgentes de rubio.

                                                                                       /Global.  Insulso

Trago de vino (longitud: 63 centímetros) escupidos en ollares

                                                                                      /de tonos rojos.  Queen!!

Pues que es valeroso en grupo, susurra Kuno al rollizo trasero.

Ovillo, del que se deshilacha sudoroso antebrazo.

De frente inclinada, conminante: Sibie, naturalmente, dio un

                                                                 grito inmenso.

Se elevan hemiglobos

Un pedal llameante se desliza, encantador, sobre un abdomen

                                              en otra parte acariciando.


 

Futurismo

Abrazarte (Filippo Tomasso Marinetti)


Cuando me dijeron que te habías marchado,
adonde no se vuelve,
lo primero que lamenté fue no haberte abrazado más veces,
muchas más,
muchas más veces muchas más,
la muerte te llevó y me dejó,
tan solo.
Tan solo.
Tan muerto yo también.
Es curioso,
cuando se pierde alguien del círculo de poder,
que nos-ata-a-la vida,
ese redondel donde sólo caben cuatro,
ese redondel,
nos atacan reproches (vanos),
alegrías,
del teatro,
que es guarida,
para hermanos,
y una pena pena que no cabe dentro,
de uno,
y una pena pena que nos ahoga,
es curioso,
cuando tu vida se transforma en antes y después de,
por fuera pareces el mismo,
por dentro te partes en dos,
y una de ellas,
y una de ellas,
se esconde dormida en tu pecho,
en tu pecho,
como lecho,
y es para siempre jamás,
no va más,
en la vida,
querida,
la vida,
qué tristeza no poder,
envejecer,
contigo.

 

Ultraísmo

Arte poética (Jorge Luis Borges)

 


Mirar el río hecho de tiempo y agua 
y recordar que el tiempo es otro río, 
saber que nos perdemos como el río 
y que los rostros pasan como el agua. 

Sentir que la vigilia es otro sueño 
que sueña no soñar y que la muerte 
que teme nuestra carne es esa muerte 
de cada noche, que se llama sueño. 

Ver en el día o en el año un símbolo 
de los días del hombre y de sus años, 
convertir el ultraje de los años 
en una música, un rumor y un símbolo,

 

 

 

 

 

 

 

 

 
ver en la muerte el sueño, en el ocaso 
un triste oro, tal es la poesía 
que es inmortal y pobre. La poesía 
vuelve como la aurora y el ocaso. 

A veces en las tardes una cara 
nos mira desde el fondo de un espejo; 
el arte debe ser como ese espejo 
que nos revela nuestra propia cara. 

Cuentan que Ulises, harto de prodigios, 
lloró de amor al divisar su Itaca 
verde y humilde. El arte es esa Itaca 
de verde eternidad, no de prodigios. 

También es como el río interminable 
que pasa y queda y es cristal de un mismo 
Heráclito inconstante, que es el mismo 
y es otro, como el río interminable.



Surrealismo


El cuervo (Edgard Allan Poe)

 

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,

mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,

inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,

cabeceando, casi dormido,

oyóse de súbito un leve golpe,

como si suavemente tocaran,

tocaran a la puerta de mi cuarto.

"Es -dije musitando- un visitante

tocando quedo a la puerta de mi cuarto.

Eso es todo, y nada más."

¡Ah! aquel lúcido recuerdo

de un gélido diciembre;

espectros de brasas moribundas

reflejadas en el suelo;

angustia del deseo del nuevo día;

en vano encareciendo a mis libros

dieran tregua a mi dolor.

Dolor por la pérdida de Leonora, la única,

virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.

Aquí ya sin nombre, para siempre.

 


Y el crujir triste, vago, escalofriante

de la seda de las cortinas rojas

llenábame de fantásticos terrores

jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,

acallando el latido de mi corazón,

vuelvo a repetir:

"Es un visitante a la puerta de mi cuarto

queriendo entrar. Algún visitante

que a deshora a mi cuarto quiere entrar.

Eso es todo, y nada más."


 

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,

y ya sin titubeos:

"Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,

mas el caso es que, adormilado

cuando vinisteis a tocar quedamente,

tan quedo vinisteis a llamar,

a llamar a la puerta de mi cuarto,

que apenas pude creer que os oía."

Y entonces abrí de par en par la puerta:

Oscuridad, y nada más.

 

Escrutando hondo en aquella negrura

permanecí largo rato, atónito, temeroso,

dudando, soñando sueños que ningún mortal

se haya atrevido jamás a soñar.

Mas en el silencio insondable la quietud callaba,

y la única palabra ahí proferida

era el balbuceo de un nombre: "¿Leonora?"

Lo pronuncié en un susurro, y el eco

lo devolvió en un murmullo: "¡Leonora!"

Apenas esto fue, y nada más.

 

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,

toda mi alma abrasándose dentro de mí,

no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.

"Ciertamente -me dije-, ciertamente

algo sucede en la reja de mi ventana.

Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,

y así penetrar pueda en el misterio.

Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,

y así penetrar pueda en el misterio."

¡Es el viento, y nada más!

 

De un golpe abrí la puerta,

y con suave batir de alas, entró

un majestuoso cuervo

de los santos días idos.

Sin asomos de reverencia,

ni un instante quedo;

y con aires de gran señor o de gran dama

fue a posarse en el busto de Palas,

sobre el dintel de mi puerta.

Posado, inmóvil, y nada más.

 

Entonces, este pájaro de ébano

cambió mis tristes fantasías en una sonrisa

con el grave y severo decoro

del aspecto de que se revestía.

"Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.

no serás un cobarde.

hórrido cuervo vetusto y amenazador.

Evadido de la ribera nocturna.

¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la NochePlutónica!"

Y el Cuervo dijo: "Nunca más."

 

 

 

 

 

 

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado

pudiera hablar tan claramente;

aunque poco significaba su respuesta.

Poco pertinente era. Pues no podemos

sino concordar en que ningún ser humano

ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro

posado sobre el dintel de su puerta,

pájaro o bestia, posado en el busto esculpido

de Palas en el dintel de su puerta

con semejante nombre: "Nunca más."

 

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.

las palabras pronunció, como virtiendo

su alma sólo en esas palabras.

Nada más dijo entonces;

no movió ni una pluma.

Y entonces yo me dije, apenas murmurando:

"Otros amigos se han ido antes;

mañana él también me dejará,

como me abandonaron mis esperanzas."

Y entonces dijo el pájaro: "Nunca más."

 

Sobrecogido al romper el silencio

tan idóneas palabras,

"sin duda -pensé-, sin duda lo que dice

es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido

de un amo infortunado a quien desastre impío

persiguió, acosó sin dar tregua

hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,

hasta que las endechas de su esperanza

llevaron sólo esa carga melancólica

de "Nunca, nunca más."

 

Mas el Cuervo arrancó todavía

de mis tristes fantasías una sonrisa;

acerqué un mullido asiento

frente al pájaro, el busto y la puerta;

y entonces, hundiéndome en el terciopelo,

empecé a enlazar una fantasía con otra,

pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,

lo que este torvo, desgarbado, hórrido,

flaco y ominoso pájaro de antaño

quería decir graznando: "Nunca más,"

 

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,

frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,

quemaban hasta el fondo de mi pecho.

Esto y más, sentado, adivinaba,

con la cabeza reclinada

en el aterciopelado forro del cojín

acariciado por la luz de la lámpara;

en el forro de terciopelo violeta

acariciado por la luz de la lámpara

¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

 

 

 

 

 

 

Entonces me pareció que el aire

se tornaba más denso, perfumado

por invisible incensario mecido por serafines

cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.

"¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido,

por estos ángeles te ha otorgado una tregua,

tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!

¡Apura, oh, apura este dulce nepente

y olvida a tu ausente Leonora!"

Y el Cuervo dijo: "Nunca más."

 

"¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!

¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio

enviado por el Tentador, o arrojado

por la tempestad a este refugio desolado e impávido,

a esta desértica tierra encantada,

a este hogar hechizado por el horror!

Profeta, dime, en verdad te lo imploro,

¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?

¡Dime, dime, te imploro!"

Y el cuervo dijo: "Nunca más."

 

"¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!

¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!

¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,

ese Dios que adoramos tú y yo,

dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén

tendrá en sus brazos a una santa doncella

llamada por los ángeles Leonora,

tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen

llamada por los ángeles Leonora!"

Y el cuervo dijo: "Nunca más."

 

 

 

 

 

 

 

 

"¡Sea esa palabra nuestra señal de partida

pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso.

¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.

No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira

que profirió tu espíritu!

Deja mi soledad intacta.

Abandona el busto del dintel de mi puerta.

Aparta tu pico de mi corazón

y tu figura del dintel de mi puerta.

Y el Cuervo dijo: Nunca más."

 

 

 

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.

Aún sigue posado, aún sigue posado

en el pálido busto de Palas.

en el dintel de la puerta de mi cuarto.

Y sus ojos tienen la apariencia

de los de un demonio que está soñando.

Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama

tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,

del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,

no podrá liberarse. ¡Nunca más!


 

Existencialismo

Condenado a muerte (Jean Genete)

 

Sobre mi pescuezo sin armadura y sin odio, mi pescuezo

que mi mano más ligera y grave que una viuda

acaricia bajo mi collar, sin que tu corazón se conmueva,

deja a tus dientes depositar su sonrisa de lobo.

 

Oh ven mi bello sol, oh ven mi noche de España,

alcanza mis ojos que mañana habrán muerto.

Alcanza, abre mi puerta, entrégame tu mano,

llévame lejos de aquí hasta alcanzar nuestro campo.

 

Pueden despertar el cielo, florecer las estrellas,

no las flores suspirar, ni de los prados la hierba negra

acoger el rocío donde la mañana va a beber,

la campana puede sonar: sólo yo voy a morir.

 

¡Oh ven mi cielo rosa, oh mi canasta rubia!

Visita en esta noche a tu condenado a muerte.

Arráncate la carne , mata, trepa, muerde,

¡pero ven! Deposita tu mejilla junto a mi redonda cabeza.

 

No hemos  acabado aún de hablarnos de amor.

No hemos  acabado aún de fumar nuestros gitanes.

Podemos preguntarnos por qué las Cortes condenan

a un asesino tan bello que hace el día palidecer.

¡Amor ven a mi boca! ¡Amor abre tus puertas!

Atraviesa los pasillos, baja, camina ligero,

vuela en las escaleras más ágil que un pastor,

más propicio al aire que un vuelo de hojas muertas.

 

Oh atraviesa los muros; si hace falta camina en el borde

de los techos, de los océanos; cúbrete de luz,

usa la amenaza, usa la plegaria,

pero ven, oh mi fragata, una hora antes de mi muerte.

 

Creacionismo

Me alejo en silencio (Vicente Huidobro)


Me alejo en silencio como una cinta de seda
Paseante de arroyos
Todos los días me ahogo
En medio de plantaciones de plegarias
Las catedrales de mis ternuras cantan a la noche bajo el agua
Y esos cantos forman las islas del mar

Soy el paseante
El paseante que se parece a las cuatro estaciones

El bello pájaro navegante
Era como un reloj envuelto en algodón
Antes de volar me ha dicho tu nombre

El horizonte colonial está cubierto todo de cortinajes
Vamos a dormir bajo el árbol parecido a la lluvia

 

Arieldentísmo

 

El caminante (Friederich Nietzsche)

 

 


A través de la noche el caminante

A buen paso camino va adelante,

Y va dejando atrás sin pesadumbre

El hondo valle, la escarpada cumbre.

La noche es bella, pero ¿qué le importa?

Por nada su ligero paso acorta,

Aunque no sepa, pobre peregrino,

A donde ha de llevarle su camino.

 

De pronto un ave canta. Oh, ave, dime:

¿Qué es lo que haces? Dí, ¿por qué me oprime

Tu voz mi corazón y me detienes?

Dime por qué derramas en mis sienes

Ese sopor tan dulce que asi liga

Mis sentidos y, oyéndote, me obliga

A suspender mi marcha. ¿A qué me llamas

Con tu trinar, oculto entre las ramas?

 

El buen pájaro calla, y dice así:

No, caminante; no te llamo a ti;

Desde esta cumbre, en trémulos gorjeos

La hembra llamando estoy de mis deseos.

¿Qué te importa? Soñando siempre en ella,

Para mi solo no es la noche bella.

¿Qué te importa? En el mundo siempre errante,

No te has de detener un solo instante.

¿Aún inmóvil estás? ¡Ah, peregrino!

¿Qué se te da de mi cantar divino?

 

Calló el buen pájaro y pensó entre si;

¿Qué le importa mi dulce melodía?

¿Qué hace aqui

Sin moverse todavia?

No te detengas, pobre caminante;

Siempre adelante ve, siempre adelante.




 


Comentarios

Entradas populares de este blog

6 año Trabajo y Ciudadanía TP 3

2B HISTORIA TP 2