4 AÑO LITERATURA

Actividades de contingencia 4° año

2° parte

 

Expectativas de logro:

                                   Se espera que el alumno logre una lectura dinámica en voz alta junto con la comprensión lectora requerida para su nivel, puede trasladar la teoría literaria al ámbito cinematográfico, logre encontrar en los textos la intención artística y pueda volcar en sus propios escritos dicha intención, logre definir como le gustaría que funcione su institución educativa y conozca las leyendas tradicionales y urbanas de su ámbito.

Capacidades a evaluar:

                                   Capacidad de respuesta en forma escrita, compresión de texto, ortografía, adecuación textual, compresión de consignas, inventiva y desarrollo, capacidad narrativa, aplicación de la estética narrativa, coherencia y prolijidad.

Método de evaluación:

                                   Trabajo práctico y defensa oral al retorno a clases ordinarias.

 

1° Lee “El cuentista” de Saki

2° Respondé el cuestionario:

                                               1° ¿Qué diferentes tipos de formas orales utiliza?

                                               2° Trasncribí segmentos de las dos diferentes adecuaciones que utiliza el texto.

                                               3° ¿Por qué el relato de la tía no les interesa a los chicos?

                                               4° Buscá y categorizá los diferentes tipos de conectores.

 

 

3° Leer “El hambre” de Manuel Mujica Laínez.

4° Actividad 1

                        1° Respondé el cuestionario:

                                               1° ¿Dónde sucede la acción? ¿Quiénes son los bandos?

                                               2° ¿En cuánto tiempo se desarrollan los hechos que dan marco a la historia? ¿Y la historia?

                                               3° ¿Qué otros sitios históricos conocés? ¿Cómo terminaron? Investigá

                                               4° ¿Sitio y bloqueo, son la misma cosa? Explicalos.

                                               5° ¿Por qué los hermanos Baitos están ahí? ¿Podían esperar otra cosa?

                                               6° ¿Qué tipo de cuento es?

                                               7° ¿Vos cómo hubieras sobrevivido?

 

 Literatura

 

Cuadernillo de lectura

para 4º año

 

Prof.: Fabián Gil

 

El texto

 

Continuidad de los parques (Julio Cortázar)

 

            Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
            Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.      Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

 

El golpe del Hormiga (Eduardo Sacheri)


    —¡ VEINTE AÑOS, CARAJO ! ¡ VEINTE AÑOS ! ¿Qué me decís a eso? ¿Querés que me quede así, sin hacer nada?
    Bogado no sabe qué contestar. Parpadea varias veces, algo aturdido por los gritos del Hormiga, que sigue de pie al otro lado de la mesa, con los puños sobre la madera. La cara del Hormiga está casi en sombras porque la lámpara es muy baja, pero Bogado sabe que sus ojos echan chispas y que está empapado de sudor por el esfuerzo de tratar de convencerlos.
    Bogado se mira las manos para no cruzarse con los ojos de los demás que, sentados a los costados, sin duda están clavándole la mirada. Sabe que están esperando que hable, como si siempre fuese el dueño de la última palabra. Por algo el Hormiga lo ha llamado primero a él para organizar esa reunión de desquiciados. Y por eso lo ha usado a él como interlocutor principal para darle los pormenores de ese proyecto de locos. Y por eso le ha contestado específicamente a él todas las preguntas, todas las objeciones, que todos los presentes le han ido planteando al Hormiga, y que lo han ido poniendo nervioso hasta dejarlo con ese aspecto de energúmeno escapado de un loquero.
    Bogado chista y sacude la cabeza. Ridícula. Toda la situación es ridícula. Y ellos son ocho boludos. Eso es lo que son. Los ocho reunidos en esa habitación oscura, con la lámpara sobre la mesa como si fuera un garito o un aguantadero de película mala, y ellos una banda de chorros planeando el asalto del siglo.
    —¿Te lo vuelvo a explicar? —El Hormiga baja el tono, en un intento por tranquilizarse.
    Bogado alza una mano para disuadirlo:
    —No. Pará. No tiene sentido.
    —Te digo que sí —porfía el Hormiga—. Primero: lo vengo estudiando desde hace dos años. Dos años. ¿Me escuchaste bien? —Bogado, resignado, asiente—. Segundo: conseguí ese laburo de vigilancia nada más que para esto, y vos lo sabés bien, José. —Mira brevemente a su derecha, y una de las cabezas convalida con un gesto afirmativo—. Tercero: me parlé cincuenta veces al supervisor para que mandase a controlar el sector ese, porque si me mandaban al depósito o al estacionamiento me cagaban, y se iba todo el asunto a la mierda. —De nuevo le habla directamente a Bogado, y éste no quiere que lo haga—. Cuarto: elegí el lugar con un cuidado bárbaro… —duda, como buscando palabras más precisas, pero no las encuentra—, bárbaro, el lugar —concluye.
    —Nadie te dice lo contrario, Hormiga. —Bogado intenta cortarlo.
    —Pará. Dejame terminar. El lugar que les digo es bárbaro. De lo mejor. Hay una cámara que lo enfoca medio de costado, pero como las luces de ese lado las apagan, por el monitor no se ve un carajo, ya me fijé. Quinto. O sexto, no sé, para el caso da igual: la alarma está apagada hasta bien tarde, primero por los de limpieza y después por la ronda nuestra. ¿Y querés lo mejor, pero lo mejor de lo mejor?
    Bogado hace un postrer intento por detenerlo:
    —Pará, Hormiga, cortala. Ya lo dijiste.
    El otro lo ignora.
    —Escuchá, escuchame un poco —el Hormiga es ahora enérgico pero no ha vuelto a perder los estribos—. De las tres a las cuatro de la mañana se juntan todos los vigilantes en la recepción a tomar un refrigerio. Se supone que se tienen que turnar, pero van todos juntos porque están podridos de estar al pedo y solos como una ostra sin nadie para charlar.
    Bogado nota, contrariado, que a fuerza de escucharlo una y otra vez los otros muchachos empiezan a tomarlo en serio. Intenta romper el efecto:
    —Estás soñando, Hormiga. Vamos a terminar todos en cana, y vos sin laburo, además.
    No es la réplica más feliz, y Bogado se da cuenta de inmediato. El Hormiga se sienta y lo mira fijo, con sus ojos claros muy abiertos por la excitación. La nariz, gorda y ganchuda, parece a punto de estallarle con el color escarlata que ha tomado. Con esa piel blanca y el pelo rubio parece un gringo recién bajado del barco. Cuando se conocieron a Bogado le había extrañado el sobrenombre de Hormiga, porque el tipo es alto, flaco y blanquísimo, y se le nota a la legua que es hijo de tanos. Recién al tiempo le explicaron que el mote no era por el aspecto, sino por lo cabezadura, lo
tenaz
, lo porfiado. Cuando algo se le pone en la cabeza no hay Dios que lo convenza de lo contrario, y no para hasta conseguir lo que busca. Y Bogado, esta noche, está sufriendo en carne propia esa forma de ser de su amigo. Y para peor acaba de decir la frase más inadecuada que pudo ocurrírsele. Serán los nervios, piensa Bogado. Pero el otro lo mira con serenidad, casi con dulzura, con la expresión del jugador que tiene todas las cartas en la mano.
    —¿Me estás jodiendo? —arranca el Hormiga—. ¿Y vos te creés que yo no quiero largar este laburo? ¡Me hacen un favor si me echan! Estoy para esto, Santiago. Nada más que para esto. No se pueden borrar ahora. Dos años, macho. Dos años me comí ahí adentro para esto.
    Vuelve el silencio, y Bogado asume que acaban de sacarle otro gol de ventaja en esa extraña definición en la que ambos hace rato están empeñados. El Hormiga no miente cuando dice que aceptó el trabajo de vigilancia para esto. El día que le confirmaron el puesto, los reunió a todos, a los mismos que hoy flanquean la mesa, y les anunció solemnemente para qué había aceptado ese trabajo. En ese momento todos se lo habían tomado medio en joda y le habían dado manija. Hasta él, hasta Bogado, había formado parte del jolgorio. Y tampoco fueron capaces de detenerse después, con el transcurso de los meses, en las ocasiones en las que el Hormiga, muy serio y más entusiasmado, les pasaba informes sobre sus avances. Todos le habían seguido la corriente.
    Pero lo de esta noche es demasiado. Citarlos así, en ese sitio, a esa hora, haciéndose el misterioso. Evidentemente el Hormiga se engrupió con eso de dar el golpe del siglo. Pero ¿de quién es la culpa? ¿De él o de los que no fueron capaces de frenarle el carro?
    La primera vez que lo explicó, más temprano, con el plano lleno de cruces y de flechas trazadas con marcadores rojos y verdes, se le cagaron de risa porque acababan de llegar y supusieron que era una joda. Pero después, al ver al Hormiga encunadísimo, se fueron poniendo serios. Por eso Bogado había empezado a asustarse y a tratar de pararlo, de llamarlo a la realidad, de demostrarle que todo era una locura.
    Pero cuanto más discuten más siente Bogado que el Hormiga se agranda, se afirma, crece en lo suyo. Y peor aún, Bogado palpa en el aire que los demás se van encandilando con su fantasía. Y esa estupidez de haberle mentado el asunto del trabajo. El flanco más fuerte del Hormiga, precisamente.
    Porque el tipo ha sacrificado dos años de su vida para eso. No es el único trabajo que el Hormiga puede hacer, ni el mejor pago. Sin ir más lejos el año pasado José le ofreció un reparto de quesos. Buena guita, porque necesitaba alguien de confianza, y el Hormiga, además de todo, es derecho como una estaca. Pero contestó que no, porque no podía dejar «aquello» sin terminar.
    Esa es la cagada. Que el Hormiga habla desde la autoridad que nace del sacrificio y la voluntad. No habla al pedo. No se llena la boca con bravuconadas. Puede tener un plan ridículo. Puede ser una imbecilidad. Pero el Hormiga se la jugó en el asunto, y se la sigue jugando. A Bogado le está costando discutir, encontrar argumentos terminantes, porque se ha pasado la mitad de la velada preguntándose si él hubiese sido capaz de un sacrificio como ése, durante tanto tiempo, y no puede contestarse del todo.
    Y más que nada por algo así, por algo que se supone que es una estupidez en la vida de la gente. Bancarse un laburo mal pago, con jefes hijos de puta, con unos francos rotativos de porquería, para darle de comer a la familia, Bogado lo hace sin dudar un instante; y lo mismo cualquiera de los que están reunidos alrededor de esa mesa. Pero acá no se trata de alimentar a la familia, sino de algo distinto. El Hormiga hace eso por un amor diferente, que la mayoría seguro que no entiende. Pero Bogado sí, y los otros también, la puta madre. Y por eso Bogado intuye que al Hormiga no hay con qué darle, y mientras intenta pincharle el globo se siente un sicario indigno y un traidor.
    Bogado trata de detenerse. No puede mezclarse en semejante embrollo, porque lo de terminar todos presos va en serio. Por eso lo enloqueció al otro con sus objeciones. Y le ha hecho mil quinientas porque el plan del Hormiga es imposible. Un sueño. Una utopía. Y aun cuando resulte, ¿qué va a cambiar?
    Pero cuando se lo dicen los mira con esa cara de iluminado, con esa expresión de elegido, con esa fe de converso, con esa certidumbre de profeta, y los deja desarmados. O peor. Les grita eso de «20 años» y es como que les entierra un clavo filoso entre las costillas; sienten que les chorrea la desolación por las venas y se les enfrían las tripas con el dolor sucio de la humillación y de la burla. Y no se pueden enojar porque el Hormiga, antes que a ellos, se lo está diciendo a él mismo. Les dice «20 años» para que les duela, pero ellos saben que a él le duele más decírselo a sí mismo, lo lacera más que a nadie volver a escuchar esa cifra de escalofrío que ya le pesa como un ropero de plomo sobre el alma.
    Y parece como si el Hormiga supiese que Bogado está a punto de derrumbarse, porque con uno de los marcadores que estuvo usando para las cruces y para las flechas escribe 1974-1994; esos ocho números a Bogado se le clavan en las entrañas y empieza a sentir que se le desinflan los argumentos y se le enturbia la lógica. Hace un último esfuerzo:
    —Hormiga, te lo pido por favor. Pensá lo que decís. No tiene gollete. Aparte, suponiendo que no nos agarren, ¿para qué va a servir? ¿No te das cuenta? Es un sueño, Hormiga, una fantasía.
    El otro tarda en contestar, y cuando habla usa un tono mucho menos enérgico, tal vez angustiado, casi como si estuviese a punto de largarse a llorar, como si las palabras le saliesen crudas, como si proviniesen de un lugar demasiado hondo como para cocinarlas antes de pronunciarlas:
    —Ya sé, Santiago. Ya lo sé. Pero no me puedo quedar con los brazos cruzados. ¿Qué querés que haga?
    Bogado no sabe qué contestar. ¿Qué puede retrucarle? El Hormiga no sabe qué hacer. Bogado tampoco. Al Hormiga le duele el alma con ese dolor que sólo entienden algunos. A Bogado también. Pero mientras el Hormiga soñó, calculó, laburó, investigó, planeó y preparó, él, Santiago Bogado, no ha hecho más que lamentarse y sufrir, sin mover un dedo.
    No sabe qué contestar y simplemente suspira, claudicando.
    Carucha, que estuvo en silencio desde el comienzo, dice: «Yo me prendo». José se apunta: «Yo también». Bogado sacude la cabeza, con los ojos bajos. Sergio apoya a los otros, y los restantes dudan un segundo y hacen lo mismo. El Hormiga no dice nada. Sigue esperando las palabras de Bogado.
    Bogado repasa todas las cosas estúpidas que hizo a lo largo de su vida y siente que está a punto de cometer la peor de todas. Algo lo tranquiliza: la mayor parte de esas estupideces las cometió por la misma causa que lo lleva a lo que está a punto de perpetrar, y tan mal no le ha ido. Toma aire buscando los últimos gramos de decisión que le faltan, alza la mirada hacia el Hormiga y pregunta: «¿Cuándo?».
    Veinte horas después están todos, excepto el Hormiga, en un baño de hombres, embutidos en dos retretes contiguos; de pie, pegados unos a otros, inmóviles y silenciosos, a oscuras. Bogado no siente los pies, adormecidos como están por el plantón. Lleva cinco horas ahí adentro, siguiendo la expresa indicación del Hormiga. Entró al baño, pasó de largo frente a la larga hilera de mingitorios y se metió en el último compartimiento de los inodoros. A las seis llegó Carucha. Seis y media, Ernesto. A las siete, Rubén. Los otros tres se acomodaron en el de al lado a medida que fueron llegando, siempre a intervalos de media hora. Al principio Bogado tenía los nervios de punta. ¿Qué iban a decir si los encontraban? El Hormiga había insistido: «Ese baño no lo revisan nunca y lo limpian cada muerte de obispo».
    Ahora Bogado está más calmado porque parece ser cierto. A las diez apagaron las luces. Carucha enciende de vez en cuando una linternita con forma de lapicera que lleva en la campera y Bogado ve los rostros de todos como si fueran espectros o personajes de una película de vampiros. El que no quiere callarse es Rubén. En un cuchicheo casi permanente jode, se queja del dolor de gambas, pregunta cada diez minutos cuánto falta. De vez en cuando lanza una risita nerviosa, pero Bogado no teme que vaya a quebrarse. Simplemente muestra un poco más sus nervios, nada más. Él está igual, aunque la juegue de duro y de tranquilo.
    A las doce empiezan a acalambrársele las piernas, pero aunque se muere de ganas de salir a dar unos pasos no se anima a desobedecer la orden del Hormiga. A la una escuchan que se abre y se cierra la puerta vaivén del ingreso. Unos pasos rápidos se dirigen en la oscuridad hacia el escondite. «Soy yo», dice el Hormiga en un murmullo, justo cuando a Bogado está a punto de salírsele el corazón del cuerpo. «¿Cómo van?» contesta Carucha por todos y el Hormiga promete volver a las tres en punto.
    A Bogado esas dos horas se le hacen eternas. Repasa una y otra vez la conversación del día anterior y se putea en silencio por haber aceptado semejante idea. Pero no dice nada. Los demás parecen convencidos, o por lo menos no ponen nerviosos a los otros planteando en voz alta sus dudas. Al cabo de un tiempo que parece infinito Carucha anuncia que son las tres menos dos minutos.
    Puntual, vuelve a abrirse la puerta. El Hormiga les dice que salgan. Primero tienen que apretarse contra la pared trasera, y Rubén debe subirse con cuidado al inodoro para hacer lugar suficiente para abrir la puerta. Iluminados a retazos mínimos por la linternita de Carucha mientras se contorsionan para salir de ese escondrijo, parecen títeres torpes. Cuando le toca el turno, Bogado tiene que contener una exclamación de dolor al poner en movimiento sus rodillas entumecidas. No ha dado diez pasos cuando el Hormiga los manda a todos cuerpo a tierra. Bogado se acuesta lo más rápido y silenciosamente que puede. No logra evitar que su nariz choque con el zapato de José, que acaba de aterrizar delante de él. Se palpa a ciegas, tratando de determinar si está sangrando. Cree que no. A una nueva orden del Hormiga, vuelven a ponerse en movimiento.
    Bogado se alegra de que lo hayan repetido la noche anterior hasta el cansancio, después de que él se rindiera y aceptase la propuesta del Hormiga. «Al llegar a la puerta, cruzar cuerpo a tierra el pasillo, que va a estar a oscuras. Al sentir el mueble, girar a la derecha y avanzar quince metros, hasta el extremo de la larga repisa. Van a sentir olor a jabón en polvo.» Cuando el olor dulzón que suele saturar el lavadero de su casa le penetra en la nariz magullada Bogado comprueba que las instrucciones son precisas. Sigue recordando: «Ahí se complica un poco, porque tienen que cruzar el pasillo central: tres metros libres. Pero tenemos una ayuda: armaron una isla central con una oferta de papel higiénico que tapa bastante la cámara más cercana. Pasen rápido, a intervalos de un minuto, siempre pegados al piso. Eso sí: no toquen la pila de rollos porque es muy liviana, y si la tiran a la mierda no nos salva nadie». Bogado pasa último, porque el Hormiga le pidió que cierre la marcha. Por un lado lo hace sentir bien esta confianza en su persona, pero al mismo tiempo teme a cada minuto que alguien salga de la oscuridad y lo levante del pescuezo con un manotazo. Se da vuelta y nada: la penumbra desierta, apenas las frías luces de emergencia llenando de sombras raras los pasillos.
    A las tres y cuarto hacen un alto. Como está previsto, el Hormiga se levanta como si nada y camina resueltamente hacia el otro extremo del enorme salón, donde están reunidos sus compañeros de trabajo. Vuelve a los cinco minutos. «Todo en orden», asegura antes de volver a su puesto a la cabeza de la extraña víbora que forman los cuerpos reptando sobre el piso frío.
    Es entonces cuando reemprenden la marcha y Bogado ve unas cuantas baldosas del piso frente a sí que, como si una llamarada súbita lo hubiese incinerado en el fuego de la revelación, toma conciencia del sitio en que se encuentra. No ha vuelto ahí en todos esos años, tan grandes son el dolor y la nostalgia. Otros sí han vuelto. Se lo han dicho. Pero él nunca fue capaz. No ha querido siquiera pasar por la calle ni por el barrio. Y ahora está ahí. Ahí metido.
    Se abstrae del trance que está atravesando y de los objetos extraños y profanos que lo rodean. Se imagina tendido igual, de cara al piso, pero no sobre esas frías baldosas anodinas sino sobre el suelo que le escatiman. Se imagina la noche estrellada que, más allá del edificio que subrepticiamente recorren, baña de luz ese campo oculto bajo el cemento. Le gusta pensarse así, como visto desde el cielo, bañado por la luz azul de las estrellas, acurrucado en esa cuna de pasto crecido, y el miedo se le va derritiendo como un mal sueño. Con los dedos enguantados acaricia esas baldosas tristes y las baña con unas lágrimas contenidas durante demasiado tiempo.
    Da vuelta el último recodo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguen el bulto que hacen sus amigos irguiéndose. Los imita. El Hormiga los ubica en los extremos de la enorme góndola, cuatro de cada lado. «A la una, a las dos, a las tres.» Todos empujan al unísono y logran mover el catafalco unos diez centímetros. Repiten el procedimiento varias veces.
    —¿Hora? —pregunta el Hormiga.
    —Tres y media —contesta Sergio.
    —Estamos justo —responde el otro.
    El Hormiga se inclina y enciende su linterna. Saca una barra de acero bruñido y hace palanca sobre una baldosa, que se levanta casi sin ruido. La dedicación del Hormiga sigue conmoviendo a Bogado. Noche a noche, para no hacer bochinche en el momento definitivo, ha corrido solo la góndola, y ha limado la pastina y el adhesivo hasta socavar la mezcla. Levanta otra baldosa. Queda al descubierto un boquete estrecho, sobre un contrapiso gris y parejo.
    El Hormiga pregunta de nuevo la hora.
    —Menos veinticinco —responde Sergio.
    —Es ahora —retruca el primero.
    Han formado una ronda alrededor del boquete. En ese momento se enciende un motor ruidoso a la distancia. Bogado está maravillado: los cálculos del Hormiga son exactos hasta en la hora en que se encienden las pulidoras del hall central.
    A una señal, Rubén y Sergio sacan dos mazas y dos cortafierros con las cabezas envueltas en trapos gruesos, y empiezan a dar golpes sobre el agujero del piso. Bogado siente como si el ruido fuese atronador. Pero pasan los minutos y nadie viene desde la oficina de los guardias. Evidentemente las lustradoras tapan el sonido. A otra señal del Hormiga, Carucha y Ernesto reemplazan a los otros. Los demás miran extasiados. No pueden apartar los ojos de ese hueco que se ensancha. Se supone que uno de ellos —Bogado ya no recuerda cuál, ni le importa— debe estar de pie en el extremo de la góndola, vigilando el pasillo central y la línea de cajas, pero ninguno puede sustraerse al hechizo proverbial que toma forma en el centro de esa ronda.
    Cuando le toca el turno, a las cuatro menos diez, Bogado siente que flota en una excitación sin edad. Piensa en su tío, pero trata de borrarlo de su pensamiento por miedo de quebrarse tan cerca del triunfo. El Hormiga, olvidado de su papel de estratega, da vueltas y saltitos asomándose sobre las cabezas inclinadas, y repite como loco: «Ahora sí, muchachos. Ahora van a ver. Ahora se nos da. Es cuestión de sacar de acá y poner allá, en el Bajo. Se acabó la malaria. Van a ver. Se los juro». Y Bogado siente, mientras golpea frenético el cemento, que es verdad, que es cierto, que esta vez se corta el maleficio, y que son ellos los ángeles custodios del milagro.
    Bogado siente una oleada de pasmo. El cortafierro acababa de hundirse, bajo el contrapiso, en una materia blanda. No puede contener un gritito. El Hormiga apunta la linterna al agujero. Una masa cenicienta y blanda yace bajo los restos de escombros. No pueden controlarse. Se lanzan al unísono a escarbar con las manos desnudas, unos sobre otros. Dan las cuatro, pero no lo notan. Rubén, de repente, pide casi a gritos que le iluminen la mano. Ocho pares de ojos se clavan en su puño. Tiene la piel arañada, las uñas rotas, el anillo de casamiento opaco y cruzado de raspones. Y bien aferrado, como si fuera un tesoro de cuento, un puñado de tierra negra que asoma entre sus dedos crispados. Bogado trata de contener las lágrimas, pero cuando escucha los sollozos de Carucha, y cuando ve que Sergio se hinca de rodillas y se tapa la cara para que nadie lo vea, se lanza a moquear sin vergüenza.
    El Hormiga se adelanta. Los demás le abren un espacio en el medio. Se hinca con la dignidad de un sacerdote egipcio que se dispone a escrutar las más oscuras trampas del destino. Sergio levanta la linterna y le ilumina las manos mientras recoge trocitos del tesoro en un frasco de vidrio. Cuando termina se pone de pie. Alza el brazo derecho con el frasco en alto. Vacíos de palabras, los ocho se apilan en un abrazo. Tardan en destrenzarse. A una orden del Hormiga salen disparando hacia una salida de emergencia.
    En la cabina de control de cámaras, un guardia frunce el entrecejo. Otro le pregunta qué le pasa. El guardia piensa antes de responder. Esos monitores color son muy lindos, pero todavía no se acostumbra. Igual contesta que no pasa nada. Teme que su compañero piense que está loco si le dice que creyó ver, a la altura de la góndola de fideos, pasar corriendo a unos tipos vestidos con camisetas de San Lorenzo.

 

El libro de arena (Jorge Luis Borges)

 

            La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, modo geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico. Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano.         Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas. Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora. —Vendo biblias —me dijo. No sin pedantería le contesté: —En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta. Al cabo de un silencio me contestó. —No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir. Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay. —Será del siglo diecinueve —observé. —No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta. Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño. Fue entonces que el desconocido me dijo: —Mírela bien. Ya no la verá nunca más. Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz. Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije: —Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? —No —me replicó. Luego bajó la voz como para confiarme un secreto: —Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin. Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro. —Ahora busque el final. También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía: —Esto no puede ser. Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo: —No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número. Después, como si pensara en voz alta: —Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo. Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté: —¿Usted es religioso, sin duda? —Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico. Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume. —Y de Robbie Burns —corrigió. Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté: —¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico? —No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada. Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan. —Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres. —¡A black letter Wiclif! —murmuró. Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo. —Trato hecho —me dijo. Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó. Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre. Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches. Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia. No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro. Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.   Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta. Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

 

 

El cuentista (Saki)

 

            Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

            -No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

            El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

            -¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

            -Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.

            -Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

            -Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

            -¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

            -¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

            Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

            -¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

            El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

            La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse.        Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

            -Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

            Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía.    Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.

            Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

            -¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

            Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

            -Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

            -Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

            -Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

            La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

            -No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.

            La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

            -Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.

            -No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

            -Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

            -Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

            -Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

            El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.

            -Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

            -¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

            -No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.

            Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

            -Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

            -Terriblemente buena -citó Cyril.

            -Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para       Berta tener permiso para poder entrar.

            -¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

            -No -dijo el soltero-, no había ovejas.

            -¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

            La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

            -En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

            La tía contuvo un grito de admiración.

            -¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

            -Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

            -¿De qué color eran?

            -Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

            El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

            -Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.

            -¿Por qué no había flores?

            -Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

            Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.

            -En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.

            -¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

            -Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfó, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

            -¿Mató a alguno de los cerditos?

            -No, todos escaparon.

            -La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.

            -Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

            -Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

            La tía expresó su desacuerdo.

            -¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

            -De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

 

Mito americano

 

Chac Mool (Carlos Fuentes)

 

            Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

            Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

            Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.

            “Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron.       En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

            “Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría.       Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.

            “Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

            “Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”

            “Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.

            “El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

            “Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”

            “Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

            “Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

            “Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”

            “El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”

            “Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”

            “Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

            “Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

            “Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”

            Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:

            “Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.

            “Casi sin aliento, encendí la luz.

            “Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

            Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

            “Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

            “He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”

            “Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala.”

            “El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”

            “Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse.      Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”

            “Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

            “Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”

            “Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”

            Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico.    Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo.          Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.

            Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.

            -Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...

            -No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

 

Popol Vuh

 

La creación

            Ésta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.

            Ésta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: sólo el cielo existía.

            No se manifestaba la faz de la tierra. Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. No había nada junto, que hiciera ruido, ni cosa alguna que se moviera, ni se agitara, ni hiciera ruido en el cielo. No había nada que estuviera en pie; sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia.

            Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Sólo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules.

            Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gugumatz, en la oscuridad, en la noche, y hablaron entre sí Tepeu y Gugumatz. Hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento. Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. Entonces dispusieron la creación y crecimiento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la claridad en acción del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por el Corazón del Cielo, que se llama Huracán.

            El primero se llama Caculhá Huracán. El segundo es Chipi-Caculhá. El tercero es Raxa-Caculhá. Y estos tres son el Corazón del Cielo.

            Entonces vinieron juntos Tepeu y Gugumatz; entonces conferenciaron sobre la vida y la claridad, cómo se hará para que aclare y amanezca, quién será el que produzca el alimento y el sustento.

-¡Hágase así! ¡Que se llene el vacío! ¡Que esta agua se retire y desocupe el espacio, que surja la tierra y que se afirme! Así dijeron. ¡Que aclare, que amanezca en el cielo y en la tierra! No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron.

            Luego la tierra fue creada por ellos. Así fue en verdad como se hizo la creación de la tierra:

            - ¡Tierra!, dijeron, y al instante fue hecha.

            Como la neblina, como la nube y como una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montañas; y al instante crecieron las montañas.

            Solamente por un prodigio, sólo por arte mágica se realizó la formación de las montañas y los valles; y al instante brotaron juntos los cipresales y pinares en la superficie.

            Y así se llenó de alegría Gugumatz, diciendo:

            -¡Buena ha sido tu venida, Corazón del Cielo; tú, Huracán, y tú, Chípi-Caculhá, Raxa-Caculhá!

            -Nuestra obra, nuestra creación será terminada, contestaron.

            Primero se formaron la tierra, las montañas y los valles; se dividieron las corrientes de agua, los arroyos se fueron corriendo libremente entre los cerros, y las aguas quedaron separadas cuando aparecieron las altas montañas.

            Así fue la creación de la tierra, cuando fue formada por el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, que así son llamados los que primero la fecundaron, cuando el cielo estaba en suspenso y la tierra se hallaba sumergida dentro del agua..

            De esta manera se perfeccionó la obra, cuando la ejecutaron después de pensar y meditar sobre su feliz terminación.

            Luego hicieron a los animales pequeños del monte, los guardianes de todos los bosques, los genios de la montaña, los venados, los pájaros, leones, tigres, serpientes, culebras, cantiles (víboras), guardianes de los bejucos.

            Y dijeron los Progenitores:

            -¿Sólo silencio e inmovilidad habrá bajo los árboles y los bejucos? Conviene que en lo sucesivo haya quien los guarde.

            Así dijeron cuando meditaron y hablaron enseguida. Al punto fueron creados los venados y la aves. En seguida les repartieron sus moradas los venados y a las aves:

            -Tú, venado, dormirás en la vega de los ríos y en los barrancos. Aquí estarás entre la maleza, entre las hierbas; en el bosque os multiplicaréis, en cuatro pies andaréis y os tendréis. Y así como se dijo, así se hizo.

            Luego designaron también su morada a los pájaros pequeños y a las aves mayores:

            -Vosotros, pájaros, habitaréis sobre los árboles y los bejucos, allí haréis vuestros nidos, allí os multiplicaréis, allí os sacudiréis en las ramas de los árboles y de los bejucos. Así les fue dicho a los venados y a los pájaros para que hicieran lo que debían hacer, y todos tomaron sus habitaciones y sus nidos.

            De esta manera los Progenitores les dieron sus habitaciones a los animales de la tierra.

            Y estando terminada la creación de todos los cuadrúpedos y las aves, les fue dicho a los cuadrúpedos y pájaros por el Creador y Formador y los Progenitores:

            -Hablad, gritad, gorjead, llamad, hablad cada uno según vuestra especie, según la variedad de cada uno. Así les fue dicho a los venados, los pájaros, leones, tigres y serpientes.

            -Decid, pues, nuestros nombres, alabadnos a nosotros, vuestra madre, vuestro padre. ¡Invocad, pues, a Huracán, Chipi-Caculhá, Raxa-Caculhá, el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra el Creador, el Formador, los Progenitores; hablad, ínvocadnos, adoradnos!, les dijeron.

            Pero no se pudo conseguir que hablaran como los hombres; sólo chillaban, cacareaban y graznaban; no se manifestó la forma de su lenguaje, y cada uno gritaba de manera diferente.

            Cuando el Creador y el Formador vieron que no era posible que hablaran, se dijeron entre sí:

            -No ha sido posible que ellos digan nuestro nombre, el de nosotros, sus creadores y formadores. Esto no está bien, dijeron entre sí los Progenitores. Entonces se les dijo:

            -Seréis cambiados porque no se ha conseguido que habléis. Hemos cambiado de parecer: vuestro alimento, vuestra pastura, vuestra habitación y vuestros nidos los tendréis, serán los barrancos y los bosques, porque no se ha podido lograr que nos adoréis ni nos invoquéis. Todavía hay quienes nos adoren, haremos otros seres que sean obedientes. Vosotros, aceptad vuestro destino: vuestras carnes serán trituradas. Así será. Ésta será vuestra suerte. Así dijeron cuando hicieron saber su voluntad a los animales pequeños y grandes que hay sobre la faz de la tierra.

            Así, pues, hubo que hacer una nueva tentativa de crear y formar al hombre por el Creador, el Formador y los Progenitores.

            -¡A probar otra vez! Ya se acercan el amanecer y la aurora; ¡hagamos al que nos sustentará y alimentará!            ¿Cómo haremos para ser invocados para ser recordados sobre la tierra? Ya hemos probado con nuestras primeras obras, nuestras primeras criaturas; pero no se pudo lograr que fuésemos alabados y venerados por ellos. Probemos ahora a hacer unos seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten. De este modo hicieron a los seres humanos que existen en la tierra.

 

Leyenda de la yerba mate

 

            De noche Yací, la luna, alumbra desde el cielo misionero las copas de los árboles y platea el agua de las cataratas. Eso es todo lo que conocía de la selva: los enormes torrentes y el colchón verde e ininterrumpido del follaje, que casi no deja pasar la luz. Muy de trecho en trecho, podía colarse en algún claro para espiar las orquídeas dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero Yací es curiosa y quiso ver por sí misma las maravillas de las que le hablaron el sol y las nubes: el tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos brillantes de los tucanes.

            Pero un día bajó a la tierra acompañado de Araí, la nube, y juntas, convertidas en muchachas, se pusieron a recorrer la selva. Era el mediodía y, el rumor de la selva las invadió, por eso era imposible que escucharan los pasos sigilosos del yaguareté que se acercaba, agazapado, listo para sorprenderlas, dispuesto a atacar. Pero en ese mismo instante una flecha disparada por un viejo cazador guaraní que venía siguiendo al tigre fue a clavarse en el costado del animal. La bestia rugió furiosa y se volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba. Enfurecida, saltó sobre él abriendo su boca y sangrando por la herida pero, ante las muchachas paralizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.

            En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres que escapaban, pero cuando finalmente el animal se quedó quieto no vio más que los árboles y más allá la oscuridad de la espesura.

            Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo tuvo un sueño extraordinario. Volvía a ver al yaguareté agazapado, volvía a verse a sí mismo tensando el arco, volvía a ver el pequeño claro y en él a dos mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Ellas parecían estar esperándolo y cuando estuvo a su lado Yací lo llamo por su nombre y le dijo:

            - Yo soy Yací y ella es mi amiga Araí. Queremos darte las gracias por salvar nuestras vidas. Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar ante tu puerta una planta nueva: llamada caá. Con sus hojas, tostadas y molidas, se prepara una infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos...

            Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias guaraníes, lo primero que vieron el viejo y los demás miembros de su tevy fue una planta nueva de hojas brillantes y ovaladas que se erguía aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó la nueva bebida.         El recipiente fue pasando de mano en mano: había nacido el mate.

 

La leyenda de la flor del ceibo

 

            Antes que los españoles pisaran las tierras que baña el Paraná, vivía allí la tribu de los guaraníes. Estos eran comandados por un cacique cuya hija única no había encontrado todavía hombre para casarse ya que su fealdad negaba los brazos de cualquier indio de la zona. Pero Tupá la había bendecido con una virtud que compensaba su desdicha, su voz y su canto eran tan bellas que los mismos pájaros de la zona la envidiaban. Su bella voz le valió el nombre de Anahí (la de la voz de pájaro). Un día hubo un gran revuelo y grandes preparativos entre los indios. _ ¿Qué pasa? Preguntó Anahí a uno de los guerreros_¿por qué vístes las galas de guerrero y afílas las flechas? _Es que un peligro nuevo nos amenaza. Esta vez no son nuestros habituales enemigos los que nos atacan, sino hombres muy raros, vestidos con trajes brillantes y duros. Además llevan flechas que arrojan fuego. Tu padre no quiere avisar a los niños y las mujeres porque no sabe si son enviados por el genio del mal, o el genio del bien. O si son hombres como nosotros; y si son hombre querrán pelear. Por eso nos ordenó que estuviéramos preparados. Una vez desembarcados, los españoles instalaron un campamento provisorio. No tardaron los guaraníes en darse cuenta que no eran enviados infernales o celestiales sino hombres como ellos que querían apropiarles las tierras y usarlos como esclavos. El cacique, sabiendo que eran más débiles en cantidad, decidió atacar con valor y coraje, él no quería ser un esclavo de los colonizadores, y esa misma noche, con la sigilosidad que los caracterizaba, guió a los guerreros al combate, que fue largo y sangriento. Toda la noche lucharon los indios por su libertad, y el alba los vio volver derrotados conduciendo los despojos de los que habían caído. Anahí les salió al encuentro, y al preguntar por su padre, en el silencio de los hombres derrotados descubrió que nunca volvería. Fue enterrado el cacique en las tierras sagradas como es la tradición, y un dulce y armonioso canto, como el que solía escuchar cada mañana, lo acompañó al encuentro con Tupá. Los sobrevivientes del combate se reunieron en asamblea para discutir quien sería el próximo cacique, ya que Anahí era hija única y no se había casado con nadie. Fueron varias las opciones que se dieron: Establecer juegos de supervivencia, combates, alianzas, y muchas cosas más, pero el tiempo pasaba y cada día desembarcaban más españoles. Uno de los guerreros levantó la voz y dijo: _Yo sé que muchos de ustedes me van a seguir, que otros me odiarán, pero yo propongo entregarnos a los españoles y ser sus esclavos, nosotros somos fuertes y quizás algún día podremos hacer un trato, al menos viviremos, yo prefiero vivir como esclavo y no morir como un tonto. Anahí al escuchar tales palabras, y al ver que casi todos los sobrevivientes al duro combate lo seguían, se paró en una piedra y alzando su delicada pero potente voz dijo: _Si!, peleen y tal vez morirán, entréguense y vivirán, al menos un tiempo. Yo lucharé con ustedes, aún más, haremos un ejército y atacaremos a los españoles porque prefiero morir como una valiente guerrera que cambió su vida por la libertad de su pueblo, a morir sabiendo que podría haber sido libre, pero nunca intenté lograrlo. Y algún día, cuando nuestros hijos, y cuando los hijos de nuestros hijos nos recuerden, ellos sabrán que los españoles nos pueden quitar la vida, pero jamás nuestra libertad. El pueblo indígena, conmovido por las palabras, y convencidos de su fuerza y astucia, decidieron atacar pero de otra manera. Ellos sabían que los españoles no conocían el territorio.    Bastaba que un soldado se alejara para que una silenciosa flecha lo atravesara de parte a parte. Hasta los más pequeños de la tribu los atraían hacia las profundidades del bosque para hacerlos caer en las garras de un animal peligroso. Pero la temeridad estaba llamada a ser la desgracia de Anahí. Un guerrero le había mostrado cuál era el español que había dado muerte a su padre, y ella desde ese día no hacía más que vigilarlo buscando la ocasión precisa para terminar con él. Una noche observó que estaba de centinela, y se llegó muy cautelosamente hasta muy cerca, porque no era una tiradora muy experta. Favorecida por las sombras que la ocultaban, Anahí extendió su arco, una flecha silbó siniestramente y el centinela rodó por el suelo arrojando un grito espantoso. Sin embargo la joven indiecita se había arriesgado demasiado. En un momento los españoles, que estaban alertas debido a las tantas desapariciones, acudieron en auxilio de su compañero. Llegado el amanecer, los españoles prepararon un plan de ataque con la intención de capturar al cacique de la tribu, quien ya se había ganado la fama de los españoles al creer que medía más de 4 metros de altura y que en sus batallas podía matar cientos de guerreros con tan solo sus manos, que era el hijo de una bestia y que sus garras median más de dos metros. Atacaron los españoles y grande fue la sorpresa de éstos al ver que el famoso cacique de la tribu no era más que una joven muchachita que no media más de 5 pies de altura. Anahí fue apresada y la llevaron a la presencia del jefe español. _Una mujer que mata como un hombre. ¿Sabes lo que te espera por matar a un centinela? Anahí no entendía una palabra de lo que el jefe español decía, pero sí podía presentir lo que le esperaba. _Llevadla al bosque, atadla a un árbol y quemadla viva_ Sentenció el capitán. La indiecita fue conducida al bosque, donde después de ser salvajemente abusada, fue sujetada a un árbol y rodeada con haces de leña. Un soldado roció con grasa la madera y arrimó la tea. Débiles lenguas de fuego se propagaron por las ramas junto con un humo negro y sofocante. Y entre el humo y el fuego, la infeliz muchacha quedó oculta a los ojos de los verdugos, quienes en vez de escuchar los gemidos de dolor, sentían que un agradable y tranquilizador canto surgía de la garganta de Anahí; era la misma melodía que había entonado el día del entierro de su padre. Murió como una valiente guerrera de Tupá y sabía que él y su padre los esperarían más allá del horizonte. Los centinelas estaban a punto de retirarse cuando de repente observaron algo que los dejó pasmados. Las llamas se despegaron del suelo y se elevaron hasta la copa del árbol, llevando a la india envuelta en un manto de fuego. Y, al llegar arriba, se introdujeron entre las ramas con violento chisporroteo. Mudos de terror se habían quedado los españoles. Miraban al pie del árbol y no veían a la joven, miraban a la cima y el espectáculo de aquél fuego que iluminaba las hasta las puntas de las hojas sin quemarlas, les producía un temor más grande todavía. Por fin uno acertó a mover las piernas y echó a correr hacia el campamento. Los otros lo siguieron en precipitada carrera hasta que el lugar quedó desierto. Mientras tanto, un indio que estaba oculto entre unos matorrales, también había visto el prodigio y corrió a contárselo al brujo de la tribu. _ Es la mano de Tupá _dijo_ que eleva el alma de Anahí para llevársela consigo. Llévame hacia ese lugar. Como ya amanecía se acercaron cautelosamente para evitar que los oyeran los españoles, que tenían su campamento no lejos de allí. _ ¡Aquí es! ¡Aquí está la leña de la hoguera! Miraron la copa del árbol. Las llamas no coronaban ya al árbol, que ahora ostentaba orgulloso, su copa cuajada de flores de una clase que nunca nadie había visto antes. Esta flor no tenía perfume, tenía la forma de las lenguas de la llama que la envolvieron hasta matarla, y era roja como su sangre generosa. Era la flor del ceibo, flor que habita actualmente la zona del litoral, pero que crece en cualquier sitio.

 

El hambre (Manuel Mujica Laínez)

 

            Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. 
            Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos. 
            Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador. 
            El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Ángelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos. 
            ¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde. 
            Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el 
hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse? 
            El 
hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay.          No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda. 
            El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces... 
            Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose. 
            Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más... 
            Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria. 
            Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón.       ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester... 
            Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento. 
            El 
hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. 
            Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse.         Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones. 
            Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El 
hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad... 
            No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el 
hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

 

 

Épica y visión romántica

El matadero

I

            A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América que deben ser nuestros prototipos. Temo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo de 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el precepto de Epitecto,sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

            Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula..., y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.

            Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os declarará malditos.

            Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.

            Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya como de cosa resuelta de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.

            Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.

            Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 $ y los huevos a 4 reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derechito al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.

            No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.

            Algunos médicos opinaron que si la carencia de careo continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.

            Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o donde quiera concurrían gentes. Alarmose un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.

            En efecto, el decimosexto día de la carestía víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa estraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!

            Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.

            Sea como fuera; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.

            -Chica, pero gorda -exclamaban.- ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!

            Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.

            El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado.           Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al    Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.

            Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallan tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. E1 espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.

            El matadero de la Convalescencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.

            Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. -Fáciles calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios». Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero.       Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete a que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.

            La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura mas prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que mas arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.

            Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas aptitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, -dichos y gritería descompasada de los muchachos.

            -Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.

            -Aquel lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.

            -¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.

            -¿Qué le hago ño, Juan?, ¡no sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.

            -Son para esa bruja: a la m...

            -¡A la bruja! ¡a la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡se lleva la riñonada y el tongorí! -y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.

            Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.

            Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraba chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.

            De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacia buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salia furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.

            Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista no para escrita.

            Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llegole su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusca a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.

            El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.

            Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacia alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.

            -Hi de p... en el toro.

            -Al diablo los torunos del Azul.

            -Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.

            -Si es novillo.

            -¿No está viendo que es toro viejo?

            -Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c..., si le parece, c...o!

            -Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?

            -Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?

            -Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron: ¡mueran los salvajes unitarios!

            -Para el tuerto los h...

            -Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.

            -El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!

            -¡A Matasiete el matahambre!

            -Allá va, gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz. ¡Allá va el toro!

            -¡Alerta! Guarda los de la puerta. Allá va furioso como un demonio!

            Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

            -Se cortó el lazo -gritaron unos-: allá va el toro -pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.

            Desparramose un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: ¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! -Enlaza, Siete pelos. -¡Que te agarra, Botija! -Ya furioso; no se le pongan delante. -¡Ataja, ataja morado! -Dele espuela al mancarrón. -Ya se metió en la calle sola. -¡Que lo ataje el diablo!

            El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó porque el animal lanzó al mirarlos un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.

            El toro entre tanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman soles por no tener mas de dos casas laterales y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azorose de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo.            Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro! ¡al toro! cuatro negras achuradores que se retiraban con su presa se zabulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.

            El animal, entre tanto, después de haber corrido unas 20 cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que espiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.

            Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estalla en el cementerio.

            Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas -¡Desgarreten ese animal! exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortole el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle con otros compañeros.

Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido.      Mas de repente una voz ruda exclamó: aquí están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.

            En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las 12, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.

            Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario!, y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.

            -¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.

            -Perro unitario.

            -Es un cajetilla.

            -Monta en silla como los gringos.

            -La mazorca con él.

            -¡La tijera!

            -Es preciso sobarlo.

            -Trae pistoleras por pintar.

            -Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.

            -¿A que no te le animas, Matasiete?

            -¿A que no?

            -A que sí.

            Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.

            Era este un joven como de 25 años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.

            -¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.

            Atolondrado todavía el joven fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza.     Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.

            Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertóreo volvió a victoriarlo.

            ¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte.

            -Degüéllalo, Matasiete -quiso sacar las pistolas-. Degüéllalo como al Toro.

            -Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.

            -Tiene buen pescuezo para el violín.

            -Tócale el violín.

            -Mejor es resbalosa.

            -Probemos -dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.

            -No, no le degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.

            -A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mashorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!

            -Viva Matasiete.

            ¡Mueran! ¡Vivan!, repitieron en coro los espectadores y atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.

            La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.

            -A ti te toca la resbalosa -gritó uno.

            -Encomienda tu alma al diablo.

            -Está furioso como toro montaraz.

            -Ya le amansará el palo.

            -Es preciso sobarlo.

            -Por ahora verga y tijera.

            -Si no, la vela.

            -Mejor será la mazorca.

            -Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al Juez exclamó con voz preñada de indignación:

            -Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?

            -¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.

            El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión: su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.

            -¿Tiemblas? -le dijo el Juez.

            -De rabia, por que no puedo sofocarte entre mis brazos.

            -¿Tendrías fuerza y valor para eso?

            -Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.

            -A ver las tijeras de tusar mi caballo; túsenlo a la federala.

            Dos hombres le asieron, vino de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.

            -A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.

            -Uno de hiel te haría yo beber, infame.

            Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.

            -Éste es incorregible.

            -Ya lo domaremos.

            -Silencio -dijo el Juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo.   Ahora vamos a cuentas.

            -¿Por qué no traes divisa?

            -Porque no quiero.

            -No sabes que lo manda el Restaurador.

            -La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.

            -A los libres se les hace llevar a la fuerza.

            -Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.

            -¿No temes que el tigre te despedace?

            -Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.

            -¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?

            -Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, ¡infames!

            -No sabes que así lo dispuso el Restaurador.

            -Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.

            -¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.

            -Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.

            Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.

            -Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.

            Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.

            -Átenlo primero -exclamó el Juez.

            -Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.

            En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo.        Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.

            Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo.       Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.

            -Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.

            -Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.

            -Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

            Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.

            Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.

            En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse que federación saldría de sus cabezas y cuchillas.         Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

 

La Refalosa

 

Amenaza de un mashorquero y degollador de los sitiadores de Montevideo dirigida al gaucho JACINTO CIELO, gacetero y soldao de la Legión argentina, defensora de aquella plaza


Mira gaucho salvajón

que no pierdo la esperanza

y no es chanza

de hacerte probar que cosa

es «Tin Tin y Refalosa»

ahora te diré como es:

escuchá y no te asustés

que para ustedes es canto

más triste que viernes santo.

 

 

Unitario que agarramos

lo estiramos o paradito nomás

lo agarran los compañeros

por supuesto, mazorqueros

y ligao con maniador doblado

ya queda coco con codo

y desnudito ante todo

¡Salvajón!

Aquí empieza su aflicción.

 

 

Luego después a los pieses

un sobeo en tres dobleces

se le atraca

y queda como una estaca

lindamente asigurao,

y parao lo tenemos

clamoriando y como medio chanceando

lo pinchamos y lo que grita

cantamos «la refalosa y tin tin»,

sin violín.


 

 

 

 

 

 

 

 

 


Pero seguimos al son

de la vaina del latón

que asentamos el cuchillo y le

tantiamos con las uñas el

cogote.

¡Brinca el salvaje vilote

que da risa!

 

Finalmente:

cuando creemos conveniente,

después que nos divertimos

grandemente, decimos que al salvaje

el resuello se le ataje;

y a derecha

lo agarra uno de las mechas

mientras otro lo sujeta

como a potr de las patas

que si se mueve es a gatas

Entretanto nos clama por cuanto santo

tiene el cielo;

pero ahí nomás por consuelo

a su queja

abajito de la oreja

con un puñal bien templao

y afilao

que se llama quita penas

le atravesamos las venas

del pescuezo

¿Y que se le hace con eso?

larga sangre que es un gusto,

y del susto

entra revolver los ojos

 

 

 

 

¡Que jarana!

Nos reímos de buena gana

y muy mucho

al ver que hasta les da chucho;

y entonces lo desatamos

y soltamos;

y lo sabemos

parar para verlo

refalar ¡en la sangre!

hasta que le da calambre

y se cai a patalear,

y a temblar

muy fiero, hasta que se estira

el salvaje; y lo que espira

le sacamos una lonja que apreciamos

el sobarla y de manea

gastarla De ahí se le cortan las orejas,

barba, patillas y cejas;

y pelao lo dejamos

arumbao,

para que engorde algún chanco,

o carancho.

 

Con que ya ves, Salvajón

Nadita te ha de pasar

Después de hacerte gritar

¡Viva la Federación!




La tragedia en el teatro

 

La casa de Bernarda Alba.

Drama de mujeres en los pueblos de España

 


Personajes

 


Bernarda, 60 años.

María Josefa, madre de Bernarda, 80 años.

Angustias, (hija), 39 años.

Magdalena, (hija), 30 años.

Amelia, (hija), 27 años.

Martirio, (hija), 24 años.

Adela, (hija), 20 años.

La Poncia, 60 años.

Criada, 50 años.

Mujer 1

Mujer 2

Mujer 3

Mujer 4

Mendiga, con niña.

Mujeres de luto.

Muchacha.


 

 

El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico.

 

Acto primero

 

Habitación blanquísima del interior de la casa de Bernarda. Muros gruesos. Puertas en arco con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con paisajes inverosímiles de ninfas o reyes de leyenda. Es verano. Un gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el telón está la escena sola. Se oyen

doblar las campanas.

(Sale la Criada)

Criada: Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes.

La Poncia: (Sale comiendo chorizo y pan) Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso se desmayó la Magdalena.

Criada: Es la que se queda más sola.

La Poncia: Era la única que quería al padre. ¡Ay! ¡Gracias a Dios que estamos solas un poquito! Yo he venido a comer.

Criada: ¡Si te viera Bernarda...!

La Poncia: ¡Quisiera que ahora, que no come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! ¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de chorizos.

Criada: (Con tristeza, ansiosa) ¿Por qué no me das para mi niña, Poncia?

La Poncia: Entra y llévate también un puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta!

Voz (Dentro): ¡Bernarda!

La Poncia: La vieja. ¿Está bien cerrada?

Criada: Con dos vueltas de llave.

La Poncia: Pero debes poner también la tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas.

Voz: ¡Bernarda!

La Poncia: (A voces) ¡Ya viene! (A la Criada) Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan.

Criada: ¡Qué mujer!

La Poncia: Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado!

Criada: Sangre en las manos tengo de fregarlo todo.

La Poncia: Ella, la más aseada; ella, la más decente; ella, la más alta. Buen descanso ganó su pobre marido.

(Cesan las campanas.)

Criada: ¿Han venido todos sus parientes?

La Poncia: Los de ella. La gente de él la odia. Vinieron a verlo muerto, y le hicieron la cruz.

Criada: ¿Hay bastantes sillas?

La Poncia: Sobran. Que se sienten en el suelo. Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a entrar las gentes bajo estos techos. Ella no quiere que la vean en su dominio. ¡Maldita sea!

Criada: Contigo se portó bien.

La Poncia: Treinta años lavando sus sábanas; treinta años comiendo sus sobras; noches en vela cuando tose; días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos y llevarle el cuento; vida sin secretos una con otra, y sin embargo, ¡maldita sea! ¡Mal dolor de clavo le pinche en los ojos!

Criada: ¡Mujer!

La Poncia: Pero yo soy buena perra; ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza; mis hijos trabajan en sus tierras y ya están los dos casados, pero un día me hartaré.

Criada: Y ese día...

La Poncia: Ese día me encerraré con ella en un cuarto y le estaré escupiendo un año entero. "Bernarda, por esto, por aquello, por lo otro", hasta ponerla como un lagarto machacado por los niños, que es lo que es ella y toda su parentela. Claro es que no le envidio la vida. La quedan cinco mujeres, cinco hijas feas, que quitando a Angustias, la mayor, que es la hija del primer marido y tiene dineros, las demás mucha puntilla bordada, muchas camisas de hilo, pero pan y uvas por toda herencia.

Criada: ¡Ya quisiera tener yo lo que ellas!

La Poncia: Nosotras tenemos nuestras manos y un hoyo en la tierra de la verdad.

Criada: Ésa es la única tierra que nos dejan a las que no tenemos nada.

La Poncia: (En la alacena) Este cristal tiene unas motas.

Criada: Ni con el jabón ni con bayeta se le quitan. (Suenan las campanas)

La Poncia: El último responso. Me voy a oírlo. A mí me gusta mucho cómo canta el párroco. En el "Pater noster" subió, subió, subió la voz que parecía un cántaro llenándose de agua poco a poco. ¡Claro es que al final dio un gallo, pero da gloria oírlo! Ahora que nadie como el antiguo sacristán, Tronchapinos. En la misa de mi madre, que esté en gloria, cantó. Retumbaban las paredes, y cuando decía amén era como si un lobo

hubiese entrado en la iglesia. (Imitándolo) ¡Ameeeén! (Se echa a toser)

Criada: Te vas a hacer el gaznate polvo.

La Poncia: ¡Otra cosa hacía polvo yo! (Sale riendo) (La Criada limpia. Suenan las campanas)

Criada: (Llevando el canto) Tin, tin, tan. Tin, tin, tan. ¡Dios lo haya perdonado!

Mendiga: (Con una niña) ¡Alabado sea Dios!

Criada: Tin, tin, tan. ¡Que nos espere muchos años'. Tin, tin, tan.

Mendiga: (Fuerte con cierta irritación) ¡Alabado sea Dios!

Criada: (Irritada) ¡Por siempre!

Mendiga: Vengo por las sobras. (Cesan las campanas)

Criada: Por la puerta se va a la calle. Las sobras de hoy son para mí.

Mendiga: Mujer, tú tienes quien te gane. ¡Mi niña y yo estamos solas!

Criada: También están solos los perros y viven.

Mendiga: Siempre me las dan.

Criada: Fuera de aquí. ¿Quién os dijo que entrarais? Ya me habéis dejado los pies señalados. (Se van. Limpia.) Suelos barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de acero, para que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un plato y una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para contarlo! (Vuelven a sonar las campanas) Sí, sí, ¡vengan clamores! ¡venga caja con filos dorados y toallas de seda para llevarla!; ¡que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos, empiezan a entrar mujeres de luto con pañuelos grandes, faldas y abanicos negros. Entran lentamente hasta llenar la escena) (Rompiendo a gritar) ¡Ay Antonio María Benavides, que ya no verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa! Yo fui la que más te quiso de las que te sirvieron. (Tirándose del cabello) ¿Y he de vivir yo después de verte marchar? ¿Y he de vivir? (Terminan de entrar las doscientas mujeres y aparece Bernarda y sus cinco hijas)

Bernarda: (A la Criada) ¡Silencio!

Criada: (Llorando) ¡Bernarda!

Bernarda: Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar. (La Criada se va sollozando) Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.

Mujer 1: Los pobres sienten también sus penas.

Bernarda: Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.

Muchacha 1: (Con timidez) Comer es necesario para vivir.

Bernarda: A tu edad no se habla delante de las personas mayores.

Mujer 1: Niña, cállate.

Bernarda: No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan. Pausa) (Fuerte) Magdalena, no llores. Si quieres llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has oído?

Mujer 2: (A Bernarda) ¿Habéis empezado los trabajos en la era?

Bernarda: Ayer.

Mujer 3: Cae el sol como plomo.

Mujer 1: Hace años no he conocido calor igual. (Pausa. Se abanican todas)

Bernarda: ¿Está hecha la limonada?

La Poncia: (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, que distribuye.) Sí, Bernarda.

Bernarda: Dale a los hombres.

La Poncia: Ya están tomando en el patio.

Bernarda: Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí.

Muchacha: (A Angustias) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo.

Angustias: Allí estaba.

Bernarda: Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni yo.

Muchacha: Me pareció...

Bernarda: Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos todas.

Mujer 2: (Aparte y en baja voz) ¡Mala, más que mala!

Mujer 3: (Aparte y en baja voz) ¡Lengua de cuchillo!

Bernarda: Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana.

Mujer 1: (En voz baja) ¡Vieja lagarta recocida!

La Poncia: (Entre dientes) ¡Sarmentosa por calentura de varón!

Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado sea Dios!

Todas: (Santiguándose) Sea por siempre bendito y alabado.

Bernarda: ¡Descansa en paz con la santa compaña de cabecera!

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con el ángel San Miguel y su espada justiciera

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con la llave que todo lo abre y la mano que todo lo cierra.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con los bienaventurados y las lucecitas del campo.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Con nuestra santa caridad y las almas de tierra y mar.

Todas: ¡Descansa en paz!

Bernarda: Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria.

Todas: Amén.

Bernarda: (Se pone de pie y canta) "Réquiem aeternam dona eis, Domine".

Todas: (De pie y cantando al modo gregoriano) "Et lux perpetua luceat eis". (Se santiguan)

Mujer 1: Salud para rogar por su alma. (Van desfilando)

Mujer 3: No te faltará la hogaza de pan caliente.

Mujer 2: Ni el techo para tus hijas. (Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo. Sale Angustias por otra puerta, la que da al patio)

Mujer 4: El mismo trigo de tu casamiento lo sigas disfrutando.

La Poncia: (Entrando con una bolsa) De parte de los hombres esta bolsa de dineros para responsos.

Bernarda: Dales las gracias y échales una copa de aguardiente.

Muchacha: (A Magdalena) Magdalena...

Bernarda: (A Magdalena, que inicia el llanto) Chist. (Golpea con el bastón.) (Salen todas.) (A las que se han ido) ¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta.

La Poncia: No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.

Bernarda: Sí, para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas.

Amelia: ¡Madre, no hable usted así!

Bernarda: Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada.

La Poncia: ¡Cómo han puesto la solería!

Bernarda: Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras. (La Poncia limpia el suelo) Niña, dame un abanico.

Amelia: Tome usted. (Le da un abanico redondo con flores rojas y verdes.)

Bernarda: (Arrojando el abanico al suelo) ¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.

Martirio: Tome usted el mío.

Bernarda: ¿Y tú?

Martirio: Yo no tengo calor.

Bernarda: Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.

Magdalena: Lo mismo me da.

Adela: (Agria) Si no queréis bordarlas irán sin bordados. Así las tuyas lucirán más.

Magdalena: Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.

Bernarda: Eso tiene ser mujer

Magdalena: Malditas sean las mujeres.

Bernarda: Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles. (Sale Adela.)

Voz: ¡Bernarda!, ¡déjame salir!

Bernarda: (En voz alta) ¡Dejadla ya! (Sale la Criada.)

Criada: Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus ochenta años tu madre es fuerte como un roble.

Bernarda: Tiene a quien parecérsele. Mi abuelo fue igual.

Criada: Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar siquiera, para beber, y carne de perro, que es lo que ella dice que tú le das.

Martirio: ¡Tiene mala intención!

Bernarda: (A la Criada.) Déjala que se desahogue en el patio.

Criada: Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar. (Las hijas ríen.)

Bernarda: Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo.

Criada: No tengas miedo que se tire.

Bernarda: No es por eso... Pero desde aquel sitio las vecinas pueden verla desde su ventana. (Sale la Criada.)

Martirio: Nos vamos a cambiar la ropa.

Bernarda: Sí, pero no el pañuelo de la cabeza. ( Entra Adela.) ¿Y Angustias?

Adela: (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir.

Bernarda: ¿Y tú a qué fuiste también al portón?

Adela: Me llegué a ver si habían puesto las gallinas.

Bernarda: ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya!

Adela: (Con intención) Todavía estaba un grupo parado por fuera.

Bernarda: (Furiosa) ¡Angustias! ¡Angustias!

Angustias: (Entrando.) ¿Qué manda usted?

Bernarda: ¿Qué mirabas y a quién?

Angustias: A nadie.

Bernarda: ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas? (Pausa.)

Angustias: Yo...

Bernarda: ¡Tú!

Angustias: ¡A nadie!

Bernarda: (Avanzando con el bastón) ¡Suave! ¡dulzarrona! (Le da)

La Poncia: (Corriendo) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta) (Angustias llora.)

Bernarda: ¡Fuera de aquí todas! (Salen)

La Poncia: Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír.

Bernarda: ¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad) ¿De qué hablaban?

La Poncia: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar.

Bernarda: ¿Y ella?

La Poncia: Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror!

Bernarda: ¿Y qué pasó?

La Poncia: Lo que tenía que pasar. Volvieron casi de día. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza.

Bernarda: Es la única mujer mala que tenemos en el pueblo.

La Poncia: Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y los que fueron con ella son también hijos de forasteros. Los hombres de aquí no son capaces de eso.

Bernarda: No, pero les gusta verlo y comentarlo, y se chupan los dedos de que esto ocurra.

La Poncia: Contaban muchas cosas más.

Bernarda: (Mirando a un lado y a otro con cierto temor) ¿Cuáles?

La Poncia: Me da vergüenza referirlas.

Bernarda: Y mi hija las oyó.

La Poncia: ¡Claro!

Bernarda: Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte demasiado!

La Poncia: ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los treinta.

Bernarda: Treinta y nueve justos.

La Poncia: Figúrate. Y no ha tenido nunca novio...

Bernarda: (Furiosa) ¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien.

La Poncia: No he querido ofenderte.

Bernarda: No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán?

La Poncia: Debías haberte ido a otro pueblo.

Bernarda: Eso, ¡a venderlas!

La Poncia: No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres!

Bernarda: ¡Calla esa lengua atormentadora!

La Poncia: Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?

Bernarda: No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!

Criada: (Entrando.) Ahí está don Arturo, que viene a arreglar las particiones.

Bernarda: Vamos. (A la Criada.) Tú empieza a blanquear el patio. (A la Poncia.) Y tú ve guardando en el arca grande toda la ropa del muerto.

La Poncia: Algunas cosas las podríamos dar...

Bernarda: Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cara! (Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir vuelve la cabeza y mira a sus criadas. Las

criadas salen después.) (Entran Amelia y Martirio.)

Amelia: ¿Has tomado la medicina?

Martirio: ¡Para lo que me va a servir!

Amelia: Pero la has tomado.

Martirio: Yo hago las cosas sin fe, pero como un reloj.

Amelia: Desde que vino el médico nuevo estás más animada.

Martirio: Yo me siento lo mismo.

Amelia: ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo.

Martirio: Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre; ahora ni polvos echa en la cara.

Amelia: Ya no sabe una si es mejor tener novio o no.

Martirio: Es lo mismo.

Amelia: De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. Adelaida habrá pasado mal rato.

Martirio: Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la historia de su

padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene le tira puñaladas el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella después de haber muerto loca la segunda mujer.

Amelia: Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel?

Martirio: Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta índole y nadie es capaz de delatar.

Amelia: Pero Adelaida no tiene culpa de esto.

Martirio: No, pero las cosas se repiten. Y veo que todo es una terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su abuela, mujeres las dos del que la engendró.

Amelia: ¡Qué cosa más grande!

Martirio: Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.

Amelia: ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le gustabas.

Martirio: ¡Invenciones de la gente! Una vez estuve en camisa detrás de la ventana hasta que fue de día, porque me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo.

Amelia: ¡Y fea como un demonio!

Martirio: ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.

Amelia: ¡Ay! (Entra Magdalena.)

Magdalena: ¿Qué hacéis?

Martirio: Aquí.

Amelia: ¿Y tú?

Magdalena: Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de lanas y el negro luchando con el león, que tanto nos gustaba de niñas. Aquélla era una época más alegre. Una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura. Las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.

Martirio: ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría!

Amelia: (A Magdalena.) Llevas desabrochados los cordones de un zapato.

Magdalena: ¡Qué más da!

Amelia: ¡Te los vas a pisar y te vas a caer!

Magdalena: ¡Una menos!

Martirio: ¿Y Adela?

Magdalena: ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral y ha comenzado a voces: "¡Gallinas, gallinas, miradme!" ¡Me he tenido que reír!

Amelia: ¡Si la hubiera visto madre!

Magdalena: ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. ¡Daría algo por verla feliz! (Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.)

Angustias: ¿Qué hora es?

Magdalena: Ya deben ser las doce.

Angustias: ¿Tanto?

Amelia: ¡Estarán al caer! (Sale Angustias.)

Magdalena: (Con intención.) ¿Sabéis ya la cosa...? (Señalando a Angustias.)

Amelia: No.

Magdalena: ¡Vamos!

Martirio: ¡No sé a qué cosa te refieres...!

Magdalena: Mejor que yo lo sabéis las dos. Siempre cabeza con cabeza como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie. ¡Lo de Pepe el Romano!

Martirio: ¡Ah!

Magdalena: (Remedándola.) ¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando la casa y creo que pronto va a mandar un emisario.

Martirio: ¡Yo me alegro! Es buen hombre.

Amelia: Yo también. Angustias tiene buenas condiciones.

Magdalena: Ninguna de las dos os alegráis.

Martirio: ¡Magdalena! ¡Mujer!

Magdalena: Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como mujer, yo me alegraría, pero viene por el dinero. Aunque Angustias es nuestra hermana aquí estamos en familia y reconocemos que está vieja, enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras, porque si con veinte años parecía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!

Martirio: No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda.

Amelia: ¡Después de todo dice la verdad! Angustias tiene el dinero de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora, que nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones, vienen por ella!

Magdalena: Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo de todos estos contornos. Lo natural sería que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre habla con la nariz.

Martirio: ¡Puede que a él le guste!

Magdalena: ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía!

Martirio: ¡Dios nos valga! (Entra Adela.)

Magdalena: ¿Te han visto ya las gallinas?

Adela: ¿Y qué querías que hiciera?

Amelia: ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!

Adela: Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día que vamos a comer sandías a la noria. No hubiera habido otro igual.

Martirio: ¡Es un vestido precioso!

Adela: Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena.

Magdalena: ¿Y las gallinas qué te han dicho?

Adela: Regalarme unas cuantas pulgas que me han acribillado las piernas. (Ríen)

Martirio: Lo que puedes hacer es teñirlo de negro.

Magdalena: Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para la boda con Pepe el Romano.

Adela: (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano...!

Amelia: ¿No lo has oído decir?

Adela: No.

Magdalena: ¡Pues ya lo sabes!

Adela: ¡Pero si no puede ser!

Magdalena: ¡El dinero lo puede todo!

Adela: ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el portón? (Pausa) Y ese hombre es capaz de...

Magdalena: Es capaz de todo. (Pausa)

Martirio: ¿Qué piensas, Adela?

Adela: Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo.

Magdalena: Ya te acostumbrarás.

Adela: (Rompiendo a llorar con ira) ¡No , no me acostumbraré! Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir! (Entra la Criada.)

Magdalena: (Autoritaria.) ¡Adela!

Criada: ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre! (Sale)

Martirio: ¡Calla!

Amelia: Lo que sea de una será de todas. (Adela se calma.)

Magdalena: Ha estado a punto de oírte la criada.

Criada: (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la calle. (Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.)

Magdalena: ¡Vamos a verlo! (Salen rápidas.)

Criada: (A Adela.) ¿Tú no vas?

Adela: No me importa.

Criada: Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu cuarto se verá mejor. (Sale la Criada.) (Adela queda en escena dudando. Después de un instante se va también rápida hacia su habitación. Salen Bernarda y la Poncia.)

Bernarda: ¡Malditas particiones!

La Poncia: ¡Cuánto dinero le queda a Angustias!

Bernarda: Sí.

La Poncia: Y a las otras, bastante menos.

Bernarda: Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más. (Sale Angustias muy compuesta de cara.)

Bernarda: ¡Angustias!

Angustias: Madre.

Bernarda: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre?

Angustias: No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no lo recuerda usted?

Bernarda: ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna.

Angustias: ¡Eso lo teníamos que ver!

Bernarda: ¡Aunque fuera por decencia! ¡Por respeto!

Angustias: Madre, déjeme usted salir.

Bernarda: ¿Salir? Después que te hayas quitado esos polvos de la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita violentamente con su pañuelo los polvos) ¡Ahora vete!

La Poncia: ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva!

Bernarda: Aunque mi madre esté loca yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago. (Entran todas.)

Magdalena: ¿Qué pasa?

Bernarda: No pasa nada.

Magdalena: (A Angustias.) Si es que discutís por las particiones, tú, que eres la más rica, te puedes quedar con todo.

Angustias: ¡Guárdate la lengua en la madriguera!

Bernarda: (Golpeando con el bastón en el suelo.) ¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro! (Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho.)

María Josefa: Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras, ni mis anillos, ni mi traje negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! ¡Bernarda, dame mi gargantilla de perlas!

Bernarda: (A la Criada.) ¿Por qué la habéis dejado entrar?

Criada: (Temblando.) ¡Se me escapó!

María Josefa: Me escapé porque me quiero casar, porque quiero casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los hombres huyen de las mujeres.

Bernarda: ¡Calle usted, madre!

María Josefa: No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras, rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener alegría!

Bernarda: ¡Encerradla!

María Josefa: ¡Déjame salir, Bernarda! (La Criada coge a María Josefa.)

Bernarda: ¡Ayudarla vosotras! (Todas arrastran a la vieja.)

María Josefa: ¡Quiero irme de aquí! ¡Bernarda! ¡A casarme a la orilla del mar, a la orilla del mar!

Telón rápido.

 

Acto segundo

Habitación blanca del interior de la casa de Bernarda. Las puertas de la izquierda dan a los dormitorios. Las hijas de Bernarda están sentadas en sillas bajas, cosiendo. Magdalena borda. Con ellas está la Poncia.

 

Angustias: Ya he cortado la tercer sábana.

Martirio: Le corresponde a Amelia.

Magdalena: Angustias, ¿pongo también las iniciales de Pepe?

Angustias: (Seca.) No.

Magdalena: (A voces.) Adela, ¿no vienes?

Amelia: Estará echada en la cama.

La Poncia: Ésa tiene algo. La encuentro sin sosiego, temblona, asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos.

Martirio: No tiene ni más ni menos que lo que tenemos todas.

Magdalena: Todas, menos Angustias.

Angustias: Yo me encuentro bien, y al que le duela que reviente.

Magdalena: Desde luego hay que reconocer que lo mejor que has tenido siempre ha sido el talle y la delicadeza.

Angustias: Afortunadamente pronto voy a salir de este infierno.

Magdalena: ¡A lo mejor no sales!

Martirio: ¡Dejar esa conversación!

Angustias: Y, además, ¡mas vale onza en el arca que ojos negros en la cara!

Magdalena: Por un oído me entra y por otro me sale.

Amelia: (A la Poncia.) Abre la puerta del patio a ver si nos entra un poco el fresco. (La Poncia lo hace.)

Martirio: Esta noche pasada no me podía quedar dormida del calor.

Amelia: ¡Yo tampoco!

Magdalena: Yo me levanté a refrescarme. Había un nublo negro de tormenta y hasta cayeron algunas gotas.

La Poncia: Era la una de la madrugada y salía fuego de la tierra. También me levanté yo. Todavía estaba Angustias con Pepe en la ventana.

Magdalena: (Con ironía.) ¿Tan tarde? ¿A qué hora se fue?

Angustias: Magdalena, ¿a qué preguntas, si lo viste?

Amelia: Se iría a eso de la una y media.

Angustias: Sí. ¿Tú por qué lo sabes?

Amelia: Lo sentí toser y oí los pasos de su jaca.

La Poncia: ¡Pero si yo lo sentí marchar a eso de las cuatro!

Angustias: ¡No sería él!

La Poncia: ¡Estoy segura!

Amelia: A mí también me pareció...

Magdalena: ¡Qué cosa más rara! (Pausa.)

La Poncia: Oye, Angustias, ¿qué fue lo que te dijo la primera vez que se acercó a tu ventana?

Angustias: Nada. ¡Qué me iba a decir? Cosas de conversación.

Martirio: Verdaderamente es raro que dos personas que no se conocen se vean de pronto en una reja y ya novios.

Angustias: Pues a mí no me chocó.

Amelia: A mí me daría no sé qué.

Angustias: No, porque cuando un hombre se acerca a una reja ya sabe por los que van y vienen, llevan y traen, que se le va a decir que sí.

Martirio: Bueno, pero él te lo tendría que decir.

Angustias: ¡Claro!

Amelia: (Curiosa.) ¿Y cómo te lo dijo?

Angustias: Pues, nada: "Ya sabes que ando detrás de ti, necesito una mujer buena, modosa, y ésa eres tú, si me das la conformidad."

Amelia: ¡A mí me da vergüenza de estas cosas!

Angustias: Y a mí, ¡pero hay que pasarlas!

La Poncia: ¿Y habló más?

Angustias: Sí, siempre habló él.

Martirio: ¿Y tú?

Angustias: Yo no hubiera podido. Casi se me salía el corazón por la boca. Era la primera vez que estaba sola de noche con un hombre.

Magdalena: Y un hombre tan guapo.

Angustias: No tiene mal tipo.

La Poncia: Esas cosas pasan entre personas ya un poco instruidas, que hablan y dicen y mueven la mano... La primera vez que mi marido Evaristo el Colorín vino a mi ventana... ¡Ja, ja, ja!

Amelia: ¿Qué pasó?

La Poncia: Era muy oscuro. Lo vi acercarse y, al llegar, me dijo: "Buenas noches." "Buenas noches", le dije yo, y nos quedamos callados más de media hora. Me corría el sudor por todo el cuerpo. Entonces Evaristo se acercó, se acercó que se quería meter por los hierros, y dijo con voz muy baja: "¡Ven que te tiente!" (Ríen todas. Amelia se levanta corriendo y espía por una puerta.)

Amelia: ¡Ay! Creí que llegaba nuestra madre.

Magdalena: ¡Buenas nos hubiera puesto! (Siguen riendo.)

Amelia: Chisst... ¡Que nos va a oír!

La Poncia: Luego se portó bien. En vez de darle por otra cosa, le dio por criar colorines hasta que murió. A vosotras, que sois solteras, os conviene saber de todos modos que el hombre a los quince días de boda deja la cama por la mesa, y luego la mesa por la tabernilla. Y la que no se conforma se pudre llorando en un rincón.

Amelia: Tú te conformaste.

La Poncia: ¡Yo pude con él!

Martirio: ¿Es verdad que le pegaste algunas veces?

La Poncia: Sí, y por poco lo dejo tuerto.

Magdalena: ¡Así debían ser todas las mujeres!

La Poncia: Yo tengo la escuela de tu madre. Un día me dijo no sé qué cosa y le maté todos los colorines con la mano del almirez. (Ríen)

Magdalena: Adela, niña, no te pierdas esto.

Amelia: Adela. (Pausa.)

Magdalena: ¡Voy a ver! (Entra.)

La Poncia: ¡Esa niña está mala!

Martirio: Claro, ¡no duerme apenas!

La Poncia: Pues, ¿qué hace?

Martirio: ¡Yo qué sé lo que hace!

La Poncia: Mejor lo sabrás tú que yo, que duermes pared por medio.

Angustias: La envidia la come.

Amelia: No exageres.

Angustias: Se lo noto en los ojos. Se le está poniendo mirar de loca.

Martirio: No habléis de locos. Aquí es el único sitio donde no se puede pronunciar esta palabra. (Sale Magdalena con Adela.)

Magdalena: Pues, ¿no estabas dormida?

Adela: Tengo mal cuerpo.

Martirio: (Con intención.) ¿Es que no has dormido bien esta noche?

Adela: Sí.

Martirio: ¿Entonces?

Adela: (Fuerte.) ¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando, no tienes por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece!

Martirio: ¡Sólo es interés por ti!

Adela: Interés o inquisición. ¿No estabais cosiendo? Pues seguir. ¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me preguntarais dónde voy!

Criada: (Entra.) Bernarda os llama. Está el hombre de los encajes. (Salen.) (Al salir, Martirio mira fijamente a Adela.)

Adela: ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase. (Se va Martirio.)

La Poncia: ¡Adela, que es tu hermana, y además la que más te quiere!

Adela: Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara! ¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi cuerpo será de quien yo quiera!

La Poncia: (Con intención y en voz baja.) De Pepe el Romano, ¿no es eso?

Adela: (Sobrecogida.) ¿Qué dices?

La Poncia: ¡Lo que digo, Adela!

Adela: ¡Calla!

La Poncia: (Alto.) ¿Crees que no me he fijado?

Adela: ¡Baja la voz!

La Poncia: ¡Mata esos pensamientos!

Adela: ¿Qué sabes tú?

La Poncia: Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas?

Adela: ¡Ciega debías estar!

La Poncia: Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana?

Adela: ¡Eso no es verdad!

La Poncia: ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana y si Pepe el Romano te gusta te aguantas. (Adela llora.) Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo. Lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios.

Adela: ¡Calla!

La Poncia: ¡No callo!

Adela: Métete en tus cosas, ¡oledora! ¡pérfida!

La Poncia: ¡Sombra tuya he de ser!

Adela: En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres para babosear en ellos.

La Poncia: ¡Velo! Para que las gentes no escupan al pasar por esta puerta.

Adela: ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi hermana!

La Poncia: No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa decente. ¡No quiero mancharme de vieja!

Adela: Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada, por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿Qué puedes decir de mí? Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus manos.

La Poncia: No me desafíes. ¡Adela, no me desafíes! Porque yo puedo dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.

Adela: Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.

La Poncia: ¡Tanto te gusta ese hombre!

Adela: ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente.

La Poncia: Yo no te puedo oír.

Adela: ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte que tú! (Entra Angustias.)

Angustias: ¡Siempre discutiendo!

La Poncia: Claro, se empeña en que, con el calor que hace, vaya a traerle no sé qué cosa de la tienda.

Angustias: ¿Me compraste el bote de esencia?

La Poncia: El más caro. Y los polvos. En la mesa de tu cuarto los he puesto. (Sale Angustias.)

Adela: ¡Y chitón!

La Poncia: ¡Lo veremos! (Entran Martirio, Amelia y Magdalena)

Magdalena: (A Adela) ¿Has visto los encajes?

Amelia: Los de Angustias para sus sábanas de novia son preciosos.

Adela: (A Martirio, que trae unos encajes) ¿Y éstos?

Martirio: Son para mí. Para una camisa.

Adela: (Con sarcasmo.) ¡Se necesita buen humor!

Martirio: (Con intención) Para verlos yo. No necesito lucirme ante nadie.

La Poncia: Nadie la ve a una en camisa.

Martirio: (Con intención y mirando a Adela.) ¡A veces! Pero me encanta la ropa interior. Si fuera rica la tendría de holanda. Es uno de los pocos gustos que me quedan.

La Poncia: Estos encajes son preciosos para las gorras de niño, para mantehuelos de cristianar. Yo nunca pude usarlos en los míos. A ver si ahora Angustias los usa en los suyos. Como le dé por tener crías vais a estar cosiendo mañana y tarde.

Magdalena: Yo no pienso dar una puntada.

Amelia: Y mucho menos cuidar niños ajenos. Mira tú cómo están las vecinas del callejón, sacrificadas por cuatro monigotes.

La Poncia: Ésas están mejor que vosotras. ¡Siquiera allí se ríe y se oyen porrazos!

Martirio: Pues vete a servir con ellas.

La Poncia: No. ¡Ya me ha tocado en suerte este convento! (Se oyen unos campanillos lejanos, como a través de varios muros.)

Magdalena: Son los hombres que vuelven al trabajo.

La Poncia: Hace un minuto dieron las tres.

Martirio: ¡Con este sol!

Adela: (Sentándose) ¡Ay, quién pudiera salir también a los campos!

Magdalena: (Sentándose) ¡Cada clase tiene que hacer lo suyo!

Martirio: (Sentándose) ¡Así es!

Amelia: (Sentándose) ¡Ay!

La Poncia: No hay alegría como la de los campos en esta época. Ayer de mañana llegaron los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos.

Magdalena: ¿De dónde son este año?

La Poncia: De muy lejos. Vinieron de los montes. ¡Alegres! ¡Como árboles quemados! ¡Dando voces y arrojando piedras! Anoche llegó al pueblo una mujer vestida de lentejuelas y que bailaba con un acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar. Yo los vi de lejos. El que la contrataba era un muchacho de ojos verdes, apretado como una gavilla de trigo.

Amelia: ¿Es eso cierto?

Adela: ¡Pero es posible!

La Poncia: Hace años vino otra de éstas y yo misma di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.

Adela: Se les perdona todo.

Amelia: Nacer mujer es el mayor castigo.

Magdalena: Y ni nuestros ojos siquiera nos pertenecen. (Se oye un canto lejano que se va acercando.)

La Poncia: Son ellos. Traen unos cantos preciosos.

Amelia: Ahora salen a segar.

Coro: Ya salen los segadores, en busca de las espigas; se llevan los corazones, de las muchachas que miran. (Se oyen panderos y carrañacas. Pausa. Todas oyen en un silencio traspasado por el sol.)

Amelia: ¡Y no les importa el calor!

Martirio: Siegan entre llamaradas.

Adela: Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos muerde.

Martirio: ¿Qué tienes tú que olvidar?

Adela: Cada una sabe sus cosas.

Martirio: (Profunda.) ¡Cada una!

La Poncia: ¡Callar! ¡Callar!

Coro: (Muy lejano.) Abrir puertas y ventanas, las que vivís en el pueblo; el segador pide rosas, para adornar su sombrero.

La Poncia: ¡Qué canto!

Martirio: (Con nostalgia.)Abrir puertas y ventanas, las que vivís en el pueblo...

Adela: (Con pasión.)... el segador pide rosas, para adornar su sombrero. (Se va alejando el cantar.)

La Poncia: Ahora dan la vuelta a la esquina.

Adela: Vamos a verlos por la ventana de mi cuarto.

La Poncia: Tened cuidado con no entreabrirla mucho, porque son capaces de dar un empujón para ver quién mira. (Se van las tres. Martirio queda sentada en la silla baja con la cabeza entre las manos.)

Amelia: (Acercándose.) ¿Qué te pasa?

Martirio: Me sienta mal el calor.

Amelia: ¿No es más que eso?

Martirio: Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia, la escarcha; todo lo que no sea este verano interminable.

Amelia: Ya pasará y volverá otra vez.

Martirio: ¡Claro! (Pausa.) ¿A qué hora te dormiste anoche?

Amelia: No sé. Yo duermo como un tronco. ¿Por qué?

Martirio: Por nada, pero me pareció oír gente en el corral.

Amelia: ¿Sí?

Martirio: Muy tarde.

Amelia: ¿Y no tuviste miedo?

Martirio: No. Ya lo he oído otras noches.

Amelia: Debíamos tener cuidado. ¿No serían los gañanes?

Martirio: Los gañanes llegan a las seis.

Amelia: Quizá una mulilla sin desbravar.

Martirio: (Entre dientes y llena de segunda intención.) ¡Eso, eso!, una mulilla sin desbravar.

Amelia: ¡Hay que prevenir!

Martirio: ¡No, no! No digas nada. Puede ser un barrunto mío.

Amelia: Quizá. (Pausa. Amelia inicia el mutis.)

Martirio: Amelia.

Amelia: (En la puerta.) ¿Qué? (Pausa.)

Martirio: Nada. (Pausa.)

Amelia: ¿Por qué me llamaste? (Pausa)

Martirio: Se me escapó. Fue sin darme cuenta. (Pausa)

Amelia: Acuéstate un poco.

Angustias: (Entrando furiosa en escena, de modo que haya un gran contraste con los silencios anteriores.) ¿Dónde está el retrato de Pepe que tenía yo debajo de mi almohada? ¿Quién de vosotras lo tiene?

Martirio: Ninguna.

Amelia: Ni que Pepe fuera un San Bartolomé de plata.

Angustias: ¿Dónde está el retrato? (Entran La Poncia, Magdalena y Adela.)

Adela: ¿Qué retrato?

Angustias: Una de vosotras me lo ha escondido.

Magdalena: ¿Tienes la desvergüenza de decir esto?

Angustias: Estaba en mi cuarto y no está.

Martirio: ¿Y no se habrá escapado a medianoche al corral? A Pepe le gusta andar con la luna.

Angustias: ¡No me gastes bromas! Cuando venga se lo contaré.

La Poncia: ¡Eso, no! ¡Porque aparecerá! (Mirando Adela.)

Angustias: ¡Me gustaría saber cuál de vosotras lo tiene!

Adela: (Mirando a Martirio.) ¡Alguna! ¡Todas, menos yo!

Martirio: (Con intención.) ¡Desde luego!

Bernarda: (Entrando con su bastón.) ¿Qué escándalo es éste en mi casa y con el silencio del peso del calor? Estarán las vecinas con el oído pegado a los tabiques.

Angustias: Me han quitado el retrato de mi novio.

Bernarda: (Fiera.) ¿Quién? ¿Quién?

Angustias: ¡Éstas!

Bernarda: ¿Cuál de vosotras? (Silencio.) ¡Contestarme! (Silencio. A Poncia.) Registra los cuartos, mira por las camas. Esto tiene no ataros más cortas. ¡Pero me vais a soñar! (A Angustias.) ¿Estás segura?

Angustias: Sí.

Bernarda: ¿Lo has buscado bien?

Angustias: Sí, madre. (Todas están en medio de un embarazoso silencio.)

Bernarda: Me hacéis al final de mi vida beber el veneno más amargo que una madre puede resistir. (A Poncia.) ¿No lo encuentras?

La Poncia: (Saliendo.) Aquí está.

Bernarda: ¿Dónde lo has encontrado?

La Poncia: Estaba...

Bernarda: Dilo sin temor.

La Poncia: (Extrañada.) Entre las sábanas de la cama de Martirio.

Bernarda: (A Martirio.) ¿Es verdad?

Martirio: ¡Es verdad!

Bernarda: (Avanzando y golpeándola con el bastón.) ¡Mala puñalada te den, mosca muerta! ¡Sembradura de vidrios!

Martirio: (Fiera.) ¡No me pegue usted, madre!

Bernarda: ¡Todo lo que quiera!

Martirio: ¡Si yo la dejo! ¿Lo oye? ¡Retírese usted!

La Poncia: No faltes a tu madre.

Angustias: (Cogiendo a Bernarda.) Déjela. ¡Por favor!

Bernarda: Ni lágrimas te quedan en esos ojos.

Martirio: No voy a llorar para darle gusto.

Bernarda: ¿Por qué has cogido el retrato?

Martirio: ¿Es que yo no puedo gastar una broma a mi hermana? ¿Para qué otra cosa lo iba a querer?

Adela: (Saltando llena de celos.) No ha sido broma, que tú no has gustado nunca de juegos. Ha sido otra cosa que te reventaba el pecho por querer salir. Dilo ya claramente.

Martirio: ¡Calla y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar las paredes unas con otras de vergüenza!

Adela: ¡La mala lengua no tiene fin para inventar!

Bernarda: ¡Adela!

Magdalena: Estáis locas.

Amelia: Y nos apedreáis con malos pensamientos.

Martirio: Otras hacen cosas más malas.

Adela: Hasta que se pongan en cueros de una vez y se las lleve el río.

Bernarda: ¡Perversa!

Angustias: Yo no tengo la culpa de que Pepe el Romano se haya fijado en mí.

Adela: ¡Por tus dineros!

Angustias: ¡Madre!

Bernarda: ¡Silencio!

Martirio: Por tus marjales y tus arboledas.

Magdalena: ¡Eso es lo justo!

Bernarda: ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí! (Salen. Bernarda se sienta desolada. La Poncia está de pie arrimada a los muros. Bernarda reacciona, da un golpe en el suelo y dice:) ¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda, ¡acuérdate que ésta es tu obligación!

La Poncia: ¿Puedo hablar?

Bernarda: Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña en el centro de la familia.

La Poncia: Lo visto, visto está.

Bernarda: Angustias tiene que casarse en seguida.

La Poncia: Hay que retirarla de aquí.

Bernarda: No a ella. ¡A él!

La Poncia: ¡Claro, a él hay que alejarlo de aquí! Piensas bien.

Bernarda: No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno.

La Poncia: ¿Y tú crees que él querrá marcharse?

Bernarda: (Levantándose.) ¿Qué imagina tu cabeza?

La Poncia: Él, claro, ¡se casará con Angustias!

Bernarda: Habla. Te conozco demasiado para saber que ya me tienes preparada la cuchilla.

La Poncia: Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso.

Bernarda: ¿Me tienes que prevenir algo?

La Poncia: Yo no acuso, Bernarda. Yo sólo te digo: abre los ojos y verás.

Bernarda: ¿Y verás qué?

La Poncia: Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas. Muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega.

Bernarda: ¿Te refieres a Martirio?

La Poncia: Bueno, a Martirio... (Con curiosidad.) ¿Por qué habrá escondido el retrato?

Bernarda: (Queriendo ocultar a su hija.) Después de todo ella dice que ha sido una broma. ¿Qué otra cosa puede ser?

La Poncia: (Con sorna.) ¿Tú lo crees así?

Bernarda: (Enérgica.) No lo creo. ¡Es así!

La Poncia: Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería?

Bernarda: Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo.

La Poncia: (Siempre con crueldad.) No, Bernarda, aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas lo que tú quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no viniera?

Bernarda: (Fuerte.) ¡Y lo haría mil veces! Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán.

La Poncia: ¡Y así te va a ti con esos humos!

Bernarda: Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen.

La Poncia: (Con odio.) ¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja, siempre agradecí tu protección.

Bernarda: (Crecida.) ¡No lo parece!

La Poncia: (Con odio envuelto en suavidad.) A Martirio se le olvidará esto.

Bernarda: Y si no lo olvida peor para ella. No creo que ésta sea la «cosa muy grande» que aquí pasa. Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras tú! Y si pasara algún día estáte segura que no traspasaría las paredes.

La Poncia: ¡Eso no lo sé yo! En el pueblo hay gentes que leen también de lejos los pensamientos escondidos.

Bernarda: ¡Cómo gozarías de vernos a mí y a mis hijas camino del lupanar!

La Poncia: ¡Nadie puede conocer su fin!

Bernarda: ¡Yo sí sé mi fin! ¡Y el de mis hijas! El lupanar se queda para alguna mujer ya difunta...

La Poncia: (Fiera.) ¡Bernarda! ¡Respeta la memoria de mi madre!

Bernarda: ¡No me persigas tú con tus malos pensamientos! (Pausa.)

La Poncia: Mejor será que no me meta en nada.

Bernarda: Eso es lo que debías hacer. Obrar y callar a todo. Es la obligación de los que viven a sueldo.

La Poncia: Pero no se puede. ¿A ti no te parece que Pepe estaría mejor casado con Martirio o... ¡sí!, con Adela?

Bernarda: No me parece.

La Poncia: (Con intención.) Adela. ¡Ésa es la verdadera novia del Romano!

Bernarda: Las cosas no son nunca a gusto nuestro.

La Poncia: Pero les cuesta mucho trabajo desviarse de la verdadera inclinación. A mí me parece mal que Pepe esté con Angustias, y a las gentes, y hasta al aire. ¡Quién sabe si se saldrán con la suya!

Bernarda: ¡Ya estamos otra vez!... Te deslizas para llenarme de malos sueños. Y no quiero entenderte, porque si llegara al alcance de todo lo que dices te tendría que arañar.

La Poncia: ¡No llegará la sangre al río!

Bernarda: ¡Afortunadamente mis hijas me respetan y jamás torcieron mi voluntad!

La Poncia: ¡Eso sí! Pero en cuanto las dejes sueltas se te subirán al tejado.

Bernarda: ¡Ya las bajaré tirándoles cantos!

La Poncia: ¡Desde luego eres la más valiente!

Bernarda: ¡Siempre gasté sabrosa pimienta!

La Poncia: ¡Pero lo que son las cosas! A su edad. ¡Hay que ver el entusiasmo de Angustias con su novio! ¡Y él también parece muy picado! Ayer me contó mi hijo mayor que a las cuatro y media de la madrugada, que pasó por la calle con la yunta, estaban hablando todavía.

Bernarda: ¡A las cuatro y media!

Angustias: (Saliendo.) ¡Mentira!

La Poncia: Eso me contaron.

Bernarda: (A Angustias.) ¡Habla!

Angustias: Pepe lleva más de una semana marchándose a la una. Que Dios me mate si miento.

Martirio: (Saliendo.) Yo también lo sentí marcharse a las cuatro.

Bernarda: Pero, ¿lo viste con tus ojos?

Martirio: No quise asomarme. ¿No habláis ahora por la ventana del callejón?

Angustias: Yo hablo por la ventana de mi dormitorio. (Aparece Adela en la puerta.)

Martirio: Entonces...

Bernarda: ¿Qué es lo que pasa aquí?

La Poncia: ¡Cuida de enterarte! Pero, desde luego, Pepe estaba a las cuatro de la madrugada en una reja de tu casa.

Bernarda: ¿Lo sabes seguro?

La Poncia: Seguro no se sabe nada en esta vida.

Adela: Madre, no oiga usted a quien nos quiere perder a todas.

Bernarda: ¡Yo sabré enterarme! Si las gentes del pueblo quieren levantar falsos testimonios se encontrarán con mi pedernal. No se hable de este asunto. Hay a veces una ola de fango que levantan los demás para perdernos.

Martirio: A mí no me gusta mentir.

La Poncia: Y algo habrá.

Bernarda: No habrá nada. Nací para tener los ojos abiertos. Ahora vigilaré sin cerrarlos ya hasta que me muera.

Angustias: Yo tengo derecho de enterarme.

Bernarda: Tú no tienes derecho más que a obedecer. Nadie me traiga ni me lleve. (A la Poncia.) Y tú te metes en los asuntos de tu casa. ¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta!

Criada: (Entrando.) ¡En lo alto de la calle hay un gran gentío y todos los vecinos están en sus puertas!

Bernarda: (A Poncia.) ¡Corre a enterarte de lo que pasa! (Las mujeres corren para salir.) ¿Dónde vais? Siempre os supe mujeres ventaneras y rompedoras de su luto. ¡Vosotras al patio! (Salen y sale Bernarda. Se oyen rumores lejanos. Entran Martirio y Adela, que se quedan escuchando y sin atreverse a dar un paso más de la puerta de salida.)

Martirio: Agradece a la casualidad que no desaté mi lengua.

Adela: También hubiera hablado yo.

Martirio: ¿Y qué ibas a decir? ¡Querer no es hacer!

Adela: Hace la que puede y la que se adelanta. Tú querías, pero no has podido.

Martirio: No seguirás mucho tiempo.

Adela: ¡Lo tendré todo!

Martirio: Yo romperé tus abrazos.

Adela: (Suplicante.) ¡Martirio, déjame!

Martirio: ¡De ninguna!

Adela: ¡Él me quiere para su casa!

Martirio: ¡He visto cómo te abrazaba!

Adela: Yo no quería. He ido como arrastrada por una maroma.

Martirio: ¡Primero muerta! (Se asoman Magdalena y Angustias. Se siente crecer el tumulto.)

La Poncia: (Entrando con Bernarda.) ¡Bernarda!

Bernarda: ¿Qué ocurre?

La Poncia: La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se sabe con quién.

Adela: ¿Un hijo?

La Poncia: Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras; pero unos perros, con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar. La traen arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo, dando unas voces que estremecen los campos.

Bernarda: Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de azadones, que vengan todos para matarla.

Adela: ¡No, no, para matarla no!

Martirio: Sí, y vamos a salir también nosotras.

Bernarda: Y que pague la que pisotea su decencia. (Fuera su oye un grito de mujer y un gran rumor.)

Adela: ¡Que la dejen escapar! ¡No salgáis vosotras!

Martirio: (Mirando a Adela.) ¡Que pague lo que debe!

Bernarda: (Bajo el arco.) ¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado!

Adela: (Cogiéndose el vientre.) ¡No! ¡No!

Bernarda: ¡Matadla! ¡Matadla!

Telón rápido.

 

 

Acto tercero

 

Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Es de noche. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la escena. En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada aparte. (Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos.)

 

Prudencia: Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.)

Bernarda: Espérate, mujer. No nos vemos nunca.

Prudencia: ¿Han dado el último toque para el rosario?

La Poncia: Todavía no. (Prudencia se sienta.)

Bernarda: ¿Y tu marido cómo sigue?

Prudencia: Igual.

Bernarda: Tampoco lo vemos.

Prudencia: Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral.

Bernarda: Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...?

Prudencia: No la ha perdonado.

Bernarda: Hace bien.

Prudencia: No sé qué te diga. Yo sufro por esto.

Bernarda: Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga.

Prudencia: Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos. (Se oye un gran golpe, como dado en los muros.) ¿Qué es eso?

Bernarda: El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! ( En voz baja.) Debe tener calor.

Prudencia: ¿Vais a echarle las potras nuevas?

Bernarda: Al amanecer.

Prudencia: Has sabido acrecentar tu ganado.

Bernarda: A fuerza de dinero y sinsabores.

La Poncia: (Interviniendo.) ¡Pero tiene la mejor manada de estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio.

Bernarda: ¿Quieres un poco de queso y miel?

Prudencia: Estoy desganada. (Se oye otra vez el golpe.)

La Poncia: ¡Por Dios!

Prudencia: ¡Me ha retemblado dentro del pecho!

Bernarda: (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes. (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!

Prudencia: Bregando como un hombre.

Bernarda: Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas?

Adela: A beber agua.

Bernarda: (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.)

Prudencia: Y Angustias, ¿cuándo se casa?

Bernarda: Vienen a pedirla dentro de tres días.

Prudencia: ¡Estarás contenta!

Angustias: ¡Claro!

Amelia: (A Magdalena.) ¡Ya has derramado la sal!

Magdalena: Peor suerte que tienes no vas a tener.

Amelia: Siempre trae mala sombra.

Bernarda: ¡Vamos!

Prudencia: (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo?

Angustias: Mírelo usted. (Se lo alarga.)

Prudencia: Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas..

Angustias: Pero y a las cosas han cambiado.

Adela: Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo. Los anillos de pedida deben ser de diamantes.

Prudencia: Es más propio.

Bernarda: Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las propone.

Martirio: O como Dios dispone.

Prudencia: Los muebles me han dicho que son preciosos.

Bernarda: Dieciséis mil reales he gastado.

La Poncia: (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna.

Prudencia: Nunca vi un mueble de éstos.

Bernarda: Nosotras tuvimos arca.

Prudencia: Lo preciso es que todo sea para bien.

Adela: Que nunca se sabe.

Bernarda: No hay motivo para que no lo sea. (Se oyen lejanísimas unas campanas.)

Prudencia: El último toque. (A Angustias.) Ya vendré a que me enseñes la ropa.

Angustias: Cuando usted quiera.

Prudencia: Buenas noches nos dé Dios.

Bernarda: Adiós, Prudencia.

Las cinco a la vez: Vaya usted con Dios. (Pausa. Sale Prudencia.)

Bernarda: Ya hemos comido. (Se levantan.)

Adela: Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y tomar un poco el fresco. (Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la pared.)

Amelia: Yo voy contigo.

Martirio: Y yo.

Adela: (Con odio contenido.) No me voy a perder.

Amelia: La noche quiere compaña. (Salen. Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.)

Bernarda: Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar.

Angustias: Usted sabe que ella no me quiere.

Bernarda: Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo entiendes?

Angustias: Sí.

Bernarda: Pues ya está.

Magdalena: (Casi dormida.) Además, ¡si te vas a ir antes de nada! (Se duerme.)

Angustias: Tarde me parece.

Bernarda: ¿A qué hora terminaste anoche de hablar?

Angustias: A las doce y media.

Bernarda: ¿Qué cuenta Pepe?

Angustias: Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres tenemos nuestras preocupaciones.»

Bernarda: No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos.

Angustias: Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.

Bernarda: No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás.

Angustias: Debía estar contenta y no lo estoy.

Bernarda: Eso es lo mismo.

Angustias: Muchas veces miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las que levantan los rebaños.

Bernarda: Eso son cosas de debilidad.

Angustias: ¡Ojalá!

Bernarda: ¿Viene esta noche?

Angustias: No. Fue con su madre a la capital.

Bernarda: Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena!

Angustias: Está dormida. (Entran Adela, Martirio y Amelia.)

Amelia: ¡Qué noche más oscura!

Adela: No se ve a dos pasos de distancia.

Martirio: Una buena noche para ladrones, para el que necesite escondrijo.

Adela: El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! Doble de grande, llenando todo lo oscuro.

Amelia: Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!

Adela: Tiene el cielo unas estrellas como puños.

Martirio: Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el cuello.

Adela: ¿Es que no te gustan a ti?

Martirio: A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo que pasa dentro de las habitaciones tengo bastante.

Adela: Así te va a ti.

Bernarda: A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo.

Angustias: Buenas noches.

Adela: ¿Ya te acuestas?

Angustias: Sí, esta noche no viene Pepe. (Sale.)

Adela: Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un relámpago se dice: Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita?

Bernarda: Los antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado.

Amelia: Yo cierro los ojos para no verlas.

Adela: Yo no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está quieto y quieto años enteros.

Martirio: Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros.

Bernarda: Y es mejor no pensar en ellas.

Adela: ¡Qué noche más hermosa! Me gustaría quedarme hasta muy tarde para disfrutar el fresco del campo.

Bernarda: Pero hay que acostarse. ¡Magdalena!

Amelia: Está en el primer sueño.

Bernarda: ¡Magdalena!

Magdalena: (Disgustada.) ¡Dejarme en paz!

Bernarda: ¡A la cama!

Magdalena: (Levantándose malhumorada.) ¡No la dejáis a una tranquila! (Se va refunfuñando.)

Amelia: Buenas noches. (Se va.)

Bernarda: Andar vosotras también.

Martirio: ¿Cómo es que esta noche no viene el novio de Angustias?

Bernarda: Fue de viaje.

Martirio: (Mirando a Adela.) ¡Ah!

Adela: Hasta mañana. (Sale.) (Martirio bebe agua y sale lentamente mirando hacia la puerta del corral. Sale La Poncia.)

La Poncia: ¿Estás todavía aquí?

Bernarda: Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna « la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú.

La Poncia: Bernarda, dejemos esa conversación.

Bernarda: En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede todo.

La Poncia: No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos.

Bernarda: Mis hijas tienen la respiración tranquila.

La Poncia: Eso te importa a ti, que eres su madre. A mí, con servir tu casa tengo bastante.

Bernarda: Ahora te has vuelto callada.

La Poncia: Me estoy en mi sitio, y en paz.

Bernarda: Lo que pasa es que no tienes nada que decir. Si en esta casa hubiera hierbas,

ya te encargarías de traer a pastar las ovejas del vecindario.

La Poncia: Yo tapo más de lo que te figuras.

Bernarda: ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? ¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa?

La Poncia: No dicen nada.

Bernarda: Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la vigilia de mis ojos se debe esto!

La Poncia: Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus intenciones. Pero no estés segura.

Bernarda: ¡Segurísima!

La Poncia: ¡A lo mejor, de pronto, cae un rayo! ¡A lo mejor, de pronto, un golpe de sangre te para el corazón!

Bernarda: Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus suposiciones.

La Poncia: Pues mejor para ti.

Bernarda: ¡No faltaba más!

Criada: (Entrando.) Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda usted algo, Bernarda?

Bernarda: (Levantándose.) Nada. Yo voy a descansar.

La Poncia: ¿A qué hora quiere que la llame?

Bernarda: A ninguna. Esta noche voy a dormir bien. (Se va.)

La Poncia: Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las espaldas para no verlo.

Criada: Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los ojos.

La Poncia: Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he dicho lo que tenía que decir.

Criada: Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza que tiene un hombre entre mujeres solas.

La Poncia: No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el año pasado anduvo detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un hombre.

Criada: Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.

La Poncia: Es verdad. (En voz baja) Y otras cosas.

Criada: No sé lo que va a pasar aquí.

La Poncia: A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de guerra..

Criada: Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase.

La Poncia: Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está decidida a lo que sea, y las demás vigilan sin descanso.

Criada: ¿Y Martirio también?

La Poncia: Ésa es la peor. Es un pozo de veneno. Ve que el Romano no es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano.

Criada: ¡Es que son malas!

La Poncia: Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cuestiones se olvida hasta la sangre. ¡Chisssssss! (Escucha.)

Criada: ¿Qué pasa?

La Poncia: (Se levanta.) Están ladrando los perros.

Criada: Debe haber pasado alguien por el portón. (Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.)

La Poncia: ¿No te habías acostado?

Adela: Voy a beber agua. (Bebe en un vaso de la mesa.)

La Poncia: Yo te suponía dormida.

Adela: Me despertó la sed. Y vosotras, ¿no descansáis?

Criada: Ahora. (Sale Adela.)

La Poncia: Vámonos.

Criada: Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descansar en todo el día.

La Poncia: Llévate la luz.

Criada: Los perros están como locos.

La Poncia: No nos van a dejar dormir. (Salen. La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una oveja en los brazos.)

María Josefa: Ovejita, niño mío, vámonos a la orilla del mar. La hormiguita estará en su puerta, yo te daré la teta y el pan. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena. ¡Ovejita! Meee, meee. Vamos a los ramos del portal de Belén.(Ríe) Ni tú ni yo queremos dormir. La puerta sola se abrirá y en la playa nos meteremos en una choza de coral. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena. ¡Ovejita! Meee, meee. Vamos a los ramos del portal de Belén! (Se va cantando. Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo, y desaparece por la

puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. Se cubre con un pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de ella María Josefa.)

Martirio: Abuela, ¿dónde va usted?

María Josefa: ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú?

Martirio: ¿Cómo está aquí?

María Josefa: Me escapé. ¿Tú quién eres?

Martirio: Vaya a acostarse.

María Josefa: Tú eres Martirio, ya te veo. Martirio, cara de martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste.

Martirio: ¿Dónde cogió esa oveja?

María Josefa: Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena.

Martirio: No dé voces.

María Josefa: Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño, y éste otro, y todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y otra. Luego nos sentaremos todos, y todos tendremos el cabello blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay más que mantos de luto.

Martirio: Calle, calle.

María Josefa: Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que marcharme, pero tengo miedo de que los perros me muerdan. ¿Me acompañarás tú a salir del campo? Yo quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas sin lengua!

Martirio: (Enérgica.) Vamos, váyase a la cama. (La empuja.)

María Josefa: Sí, pero luego tú me abrirás, ¿verdad?

Martirio: De seguro.

María Josefa: (Llorando.) Ovejita, niño mío, vámonos a la orilla del mar. La hormiguita estará en su puerta, yo te daré la teta y el pan. (Sale. Martirio cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)

Martirio: (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la misma puerta. En voz alta.) ¡Adela! (Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)

Adela: ¿Por qué me buscas?

Martirio: ¡Deja a ese hombre!

Adela: ¿Quién eres tú para decírmelo?

Martirio: No es ése el sitio de una mujer honrada.

Adela: ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!

Martirio: (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo hable. Esto no puede seguir así.

Adela: Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía.

Martirio: Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.

Adela: Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.

Martirio: Yo no permitiré que lo arrebates. El se casará con Angustias.

Adela: Sabes mejor que yo que no la quiere.

Martirio: Lo sé.

Adela: Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.

Martirio: (Desesperada.) Sí.

Adela: (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí.

Martirio: Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas más.

Adela: Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo quieres también, ¡lo quieres!

Martirio: (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una granada de amargura. ¡Le quiero!

Adela: (En un arranque, y abrazándola.) Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.

Martirio: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya más que como mujer. (La rechaza.)

Adela: Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.

Martirio: ¡No será!

Adela: Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.

Martirio: ¡Calla!

Adela: Sí, sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya no me importa. Pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.

Martirio: Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.

Adela: No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.

Martirio: No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.

Adela: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. (Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante.)

Martirio: ¿Dónde vas?

Adela: ¡Quítate de la puerta!

Martirio: ¡Pasa si puedes!

Adela: ¡Aparta! (Lucha.)

Martirio: (A voces.) ¡Madre, madre!

Adela: ¡Déjame! (Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)

Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos!

Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!

Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)

Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata un bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe! (Sale Magdalena.)

Magdalena: ¡Adela! (Salen la Poncia y Angustias.)

Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león.

Angustias: ¡Dios mío! Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.) (Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada, con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.)

Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)

Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona! ¡deshonra de nuestra casa!

Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más! (Suena un disparo.)

Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.

Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.

Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)

La Poncia: ¿Pero lo habéis matado?

Martirio: ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!

Bernarda: No fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.

Magdalena: ¿Por qué lo has dicho entonces?

Martirio: ¡Por ella! Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza.

La Poncia: Maldita.

Magdalena: ¡Endemoniada!

Bernarda: Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!

La Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!

Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.

Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!

Bernarda: (En voz baja, como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?

La Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin! (Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)

La Poncia: ¡No entres!

Bernarda: No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.

Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.

Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!

 

 

 

 

 

 

 

Lírica

 


Espíritu Indomable

 

Es la calma que precede la explosión,

la infinita confianza que da la fuerza,

es la incontenible lava de la erupción,

el devastador poder de la naturaleza.

 

Es el fuego que inflama la pasión,

el que arrebata todas las caretas,

es la avalancha que entierra el dolor,

es la virtud que hace cumplir las metas.

 

No se rige por la fe,

ni por la ciencia cierta,

no se puede explicar,

sin himnos, ni banderas.

 

Espíritu indomable del metal,

una sola piel, una sola sangre,

espíritu indomable,

una sola voz, un solo estandarte.

 

Es el grito que desgarra la falsedad,

la verdad que arroya sin contemplación,

es el acero templado de la libertad,

que defenderemos con alma, sangre y pasión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Libre

 

Hay una razón que condena,

al más duro final,

hay una poción en sus ojos;

el más dulce veneno.

 

Ella bien sabrá deslumbrarte más,

para hundirte en tus sueños,

y al despertar solo te encontrarás,

perdido en la tempestad.

 

Hay una atracción en la noche,

de lujuria y pasión,

hay una ficción que condena,

al más triste final.

 

Sientes el temor, sube la presión,

crece aún más la histeria.

y la verdad sólo la encontrarás,

si tu alma quieres salvar.

 

¡Libre!

Debes creer para ser,

¡Libre!

Si existe una salvación,

debes seguir con el pecho firme,

la vida enfrentar con honor.

 

Hay un resplandor en tus venas;

leve paz interior,

poco ya el temor se atreve,

ha instalarse en vos,

ya la verdad hace a tu voluntad,

juntos podemos gritar.

 


Glory to the Brave - HammerFall

 

La nieve cae sobre esta tierra gloriosa

los colores se desvanecen, volviéndose en blanco de nuevo,

los ángeles le cantan a los héroes caídos, mientras lloran sus lágrimas de invierno,

los interminables días de luto se convertirán en años.

 

Así que este es el adiós, me despido de ti y

Extiende tus alas y volarás lejos,

vuela ahora, ahora vuela lejos

 

Nada en la tierra es para siempre

Pero ninguno de tus actos fue en vano

En lo profundo de nuestros corazones vivirás de nuevo

Te has ido a la casa de los valientes

 

Cada momento solemne atesoraré dentro de mi

Aunque sea difícil de entender

que un viento silencioso pueda apagar esa vela

llevándose  todo, dejando el dolor por detrás

 

dices mi nombre, pero tu voz se está desvaneciendo

En el viento, abrazado, volarás ahora, vuela ahora

 

ESTREBILLO

 

Mis ojos están cerrados, siento que estás lejos de mi

Mucho más allá que esa estrella brillante

Sé que encontrarás eso por lo que has estado luchando

y que está mucho más allá de esa estrella brillante

 

Me arrodillo a orar, infundiendo valor a todas estas almas

Haciéndolas vivir para siempre en el corazón de los valientes

Entonces me despido de mis amigos, espero que nos veamos de nuevo

Cuando mi tiempo de caer en armonía llegue

 

 

Clasisismo (hasta el S.V)


 

 


Dicen que una tropa de carros (Safo)

 

Dicen que una tropa de carros unos,
otros que de infantes, de naves otros,
es lo más hermoso en la negra tierra;
que uno ama.


Y es sencillo hacer que cualquiera entienda
esto, pues Helena, que aventajaba
en belleza a todos, a su marido,
alto en honores,
lo dejó y se fue por el mar a Troya,
y ni de su hija o sus propios padres
quiso ya acordarse, pues fue llevada
y esto me recuerda que mi Anactoria
no está presente,
de ella ver quisiera su andar amable
y la clara luz de su rostro antes
que a los carros lidios o a mil guerreros
llenos de armas



 

Renacimiento (S. XV al VI)

 



(Garcilazo dela Vega)


 

Un rato se levanta mi esperanza. 
Tan cansada de haberse levantado 
torna a caer, que deja, mal mi grado, 
libre el lugar a la desconfianza. 

 

 

 

 

 

 

 


¿Quién sufrirá tan áspera mudanza 
del bien al mal? ¡Oh, corazón cansado! 
esfuerza en la miseria de tu estado, 
que tras fortuna suele haber bonanza. 

Yo mismo emprenderé a fuerza de brazos 
romper un monte, que otro no rompiera,
de mil inconvenientes muy espeso. 

Muerte, prisión no pueden, ni embarazos, 
quitarme de ir a veros, como quiera, 
desnudo espíritu o hombre en carne y hueso.




Poema II (Nicolás Maquiavelo)


 

Hay un verso que me ahoga
que me quema la garganta
un verso sin voz que canta
si el alma se desahoga.


Este verso solo aboga
una quietud placentera,
la pluma es mi compañera,
el papel mi amigo franco

y la inspiración la arranco
del centro de mi alma entera.


La musa jamás espera,
ni se atrasa, ni se apura,
porque la musa perdura
cuando llega verdadera.


La pluma corre certera
a lo largo de un papel,
pobre del poeta aquel
que no da paso a su musa
o que la exprese confusa
por los poros de su piel.



 



Barroco (S. XVII al S. XVIII)

 


La aparición (John Donne)

Cuando por tu despecho, ¡oh inmoladora!, esté muerto,
                 y libre te creas ya
de todos mis asedios,
vendrá entonces mi espectro hasta tu lecho
y a ti, vestal farsante, en peores brazos hallará. 
Parpadeará entonces tu enfermiza llama,
y aquel, tu entonces dueño, fatigado ya,
si te mueves, o intentas despertarlo con pellizcos, pensará
                 que pides más,
y en sueño simulado te rehuirá,
y entonces, álamo tembloroso, menospreciada, abandonada,
te bañarás en gélido sudor de azogue,
espectro más real que el mío propio.
Lo que diré no he de decirlo ahora,
no vaya eso a protegerte. Desvanecido ya mi amor,
antes quisiera verte con dolor arrepentida
que, por mis amenazas, inocente.


 


De la ambición humana (Luís de Góngora)


 

 

Mariposa, no sólo no cobarde,

Mas temeraria, fatalmente ciega,

Lo que la llama al Fénix aun le niega,

Quiere obstinada que a sus alas guarde,

 

Pues en su daño arrepentida tarde,

Del esplendor solicitada, llega

A lo que luce, y ambiciosa entrega

Su mal vestida pluma a lo que arde.

 

 

 

 

Yace gloriosa en la que dulcemente

Huesa le ha prevenido abeja breve,

¡Suma felicidad a yerro sumo!

 

No a mi ambición contrario tan luciente,

Menos activo sí, cuanto más leve,

Cenizas la hará, si abrasa el humo.



 

Neoclásico (S. XVIII)

 


La primavera (Tomás de Iriarte)


 

 


Ya alegra la campiña
la fresca primavera;
el bosque y la pradera
renuevan su verdor.
Con silbo de las ramas
los árboles vecinos
acompañan los trinos
del dulce ruiseñor.
Este es el tiempo, Silvio,
el tiempo del amor.

Escucha cual susurra
el arroyuelo manso;
al sueño y al descanso
convida su rumor.
¡Qué amena está la orilla!
¡Qué clara la corriente!
¿Cuándo exhaló el ambiente
más delicioso olor?
Este es el tiempo, Silvio,
el tiempo del amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Más bulla y más temprana

alumbra ya la aurora;
el sol los campos dora
con otro resplandor.
Desnúdanse los montes
del duro y triste hielo,
y vístese ya el cielo
de más vario color.
Este es el tiempo, Silvio,
el tiempo del amor.


Las aves se enamoran,
los peces, los ganados,
y aun se aman enlazados
el árbol y la flor.
Naturaleza toda,
cobrando nueva vida,
aplaude la venida
de mayo bienhechor.
Este es el tiempo, Silvio,
el tiempo del amor.


 


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